La realidad, esa sensación
crítica de Esa sensación (Juan Cavestany, Julián Génisson, Pablo Hernando; España, 2016).
«Meter la cabeza como un toro desganado contra la masa transparente en cuyo centro tomamos café con leche y abrimos el diario para saber lo que ocurrió en cualquiera de los rincones del ladrillo de cristal. Negarse a que el acto delicado de girar el picaporte, ese acto por el cual todo podría transformarse, se cumpla con la fría eficacia de un reflejo cotidiano. Hasta luego, querida. Que te vaya bien».
Julio Cortázar, Manual de instrucciones
La fría eficacia del reflejo cotidiano. La maldita arrogancia antropocéntrica que nos lleva a dar por sentado que tras el giro del picaporte nos aguarda la misma realidad de cada día. El coche que se abre con pulsar un botoncito, el parquímetro de turno dispuesto a engullir nuestro dinero. Pero planteémonos por un momento que la realidad no sea más que un enorme artificio moldeado a nuestro antojo. Un constructo de normas de uso acumuladas que por alguna extraña razón asumimos como inherentes a nuestro ser (al fin y al cabo, ¿quién podría necesitar instrucciones para subir una escalera?). A veces la realidad parece deformarse, cierto. A esto lo llamamos sueño o alucinación. Mientras que a su representación la llamamos, gracias a ese ejercicio de apertura de atajos rectilíneos y pulidos que es la creación de categorías, surrealismo. Esta representación cierra un círculo ineludible: el vago terror a lo inexplicable que de entrada despiertan los relojes derretidos se esfuma cuando mutan en inofensivo objeto de decoración localizable en cualquier escaparate de tienda para modernillos. Lo representado trasciende a la representación para devenir en objeto de consumo, el surrealismo se vuelve realidad cotidiana normativizada. Y vuelta a empezar. La operación revela la estulticia que hay en llamar surrealismo a la deformación de la realidad, cuando no es la realidad lo que se deforma. Es nuestra propia convicción de la misma. Surrealismo es ponernos ante lo absurdo de las normas que nos hemos creado para enfrentarnos a esa cosa que llamamos realidad. Lo absurdo de esperar que el reloj tenga que ser un impecable círculo sólido. Admitamos que los círculos, en su perfección, son tentadores. Nos libran del inmenso abismo a nuestros pies que queda cuando nos cuestionamos el sentido (que no es más que otra palabra) que hay en que el círculo de las horas (que no es otra cosa que la sistematización de las variaciones de un producto de la percepción sensorial como es la luz) sea una figura geométrica tranquilizadoramente intachable. Pero, ¿quién no se ha asomado nunca, por un segundo al menos, a ese abismo? ¿Quién no la ha experimentado, esa sensación?
Ya ven que este crítico tampoco se libra de la tentación del círculo. Cerrar el primer párrafo de un texto con la mención expresa del título de la obra citada da cierto toque de circularidad, una falsa impresión de que el puñado de divagaciones anteriores tienen un sentido geométrico. Al fin y al cabo, la crítica es un ejercicio de análisis, y analizar implica sistematizar. Pero, ¿cómo sistematizar una película que se dedica, precisamente, a hacer tambalearse a los cimientos del concepto humano de realidad, que es la madre de todos los sistemas? Una película que ya en sus títulos de crédito explicita su intención de vaciar de significado a la geometría misma. Esa sensación sigue transitando por la brecha que abrió la sensacional (disculpen la cacofonía) Gente en sitios, que más que una película es la posibilidad de una película. O, digámoslo bien, la posibilidad de infinitas películas. Cortázar, cuya sombra sobre estos dos filmes es alargada, ya nos descubrió que el surrealismo puede tomar dos caminos muy distintos. Uno es la aparición de lo inexplicable que se obtiene cuando se reajustan las normas de funcionamiento de la realidad. El otro nos empuja a cuestionarnos el porqué de esas normas. Si tomamos el primero, al girar el picaporte de la puerta de casa y pasar al otro lado podemos encontrarnos cualquier cosa. Fantasmas, dinosaurios, alienígenas… En la mayoría de las ocasiones se trata de fantasía más que de surrealismo. Al segundo camino, sin embargo, no le importa lo que hay al otro lado sino el mero detenerse en el acto de girar el picaporte. Que es justo lo que planteaba Juan Cavestany en la escena de apertura (y quizá de declaración de intenciones) de Gente en sitios. Eduard Fernández, que participa en el rodaje de un documental, recibe una instrucción sencilla. Tiene que salir de la sala, cerrar la puerta y volver a abrirla desde fuera para que la cámara pueda filmar su entrada en escena. Hasta ahí todo normal. Pero el director del documental no ve naturalidad en su forma de hacerlo y le obliga a repetir la escena una y otra vez. El acto de girar el picaporte, de entrar y salir por la puerta, se va vaciando de sentido gracias a un simple mecanismo de detenimiento en su repetición. ¿Qué queda tras ese vaciamiento? Puede que lo hayan adivinado. Esa sensación.
«Esa sensación sigue transitando por la brecha que abrió la sensacional Gente en sitios, que más que una película es la posibilidad de una película. O, digámoslo bien, la posibilidad de infinitas películas. Cortázar, cuya sombra sobre estos dos filmes es alargada, ya nos descubrió que el surrealismo puede tomar dos caminos muy distintos. Uno es la aparición de lo inexplicable que se obtiene cuando se reajustan las normas de funcionamiento de la realidad».
Volviendo a los círculos, una de las imágenes más llamativas de Esa sensación tiene a una rotonda como protagonista. Una rotonda que a su vez está coronada por dos figuras geométricas (otro círculo con una raya dentro, un triángulo) que, según nuestra convención, indican “prohibido el paso” y “ceda el paso”. La existencia de una rotonda, su misma circularidad, ya constituye un pequeño monumento a la doma humana de la realidad a través de la creación de sus normas de uso. Porque, de acuerdo con el concepto de realidad que hemos asumido como universal, la rotonda no tiene otra función que normativizar. Ya el hecho de que albergue dos indicaciones levemente contradictorias con respecto a qué hacer con el paso puede resultar desconcertante. Pero lo es mucho más el que los directores transformen a la rotonda en objeto pasivo de las artes amatorias. Que la piedra grisácea que la decora se convierta en un cuerpo cuya fricción eriza unos pezones bajo una fina camisa blanca y empapa unas bragas bajo una falda corta. La escena no tiene nada de irreal, en cuanto que los atributos de la piedra y la rotonda no se desvían en nada de los que conocemos y damos por sentados, y el proceder de la mujer no tendría nada de especial si su cuerpo, en lugar de contra un objeto inerte, se magreara contra otro cuerpo humano. El desconcierto surge de la concesión de funciones insólitas a un objeto creado en un principio para la pura normativización. La rotonda toma la misma importancia sentimental que un tipo barbudo cuando la mujer la incorpora a su álbum de fotos de antiguos amantes, al que completan el parquímetro que engulle su dinero, una escalera de mano o un gran puente metálico. Por supuesto, existe la tentación de leer en clave metafórica: la objetificación del otro, las relaciones humanas basadas en el hedonismo egoista y demás. Pero más que de forzar interpretaciones, se trata, de nuevo, de vaciar de sentido nuestros actos cotidianos. Enfrentarnos a esa sensación.
Ya disculparán a este crítico por su obcecación en esas repeticiones circulares a final de párrafo, sin duda un recurso amateur para disfrazar el vagabundeo caótico al que se han entregado estas líneas. O quizá sea una buena excusa sea apuntar a que, en el fondo, no es más que un contagio del espíritu que inunda la propia película. La (anti)lógica de reducción al absurdo, la misma que siguen los otros dos segmentos narrativos que conforman Esa sensación, junto al de la mujer y sus amantes inertes. Uno de ellos se dedica a explorar qué sucede cuando se introduce una pequeña alteración en las convenciones de interacción social. Si al «jijí, jajá, vaya políticos que tenemos, qué putada la tripita cervecera, es que la tía se quita años» se añade una pregunta de lo más convencional («¿qué tal estás?») formulada en un momento y un contexto levemente dispar al que dictan esas convenciones. Una pequeña alteración que, a modo de virus, se va extendiendo entre sus distintos personajes. El segmento restante plantea este mismo ejercicio de desnudez de las convenciones aplicado precisamente a uno de los actos al que más se tiende a cargar de sentido: la religión. El aparente oxímoron que existe en ritualizar (esto es, normativizar) la fe se condensa en líneas de guion como esta: «Lo normal. Te aprendes las oraciones, empiezas a ir a misa los domingos, te arrodillas cuando hay que arrodillarse… No tiene ningún misterio. […] No hay nada en lo que pensar. Haces lo que hay que hacer y punto, si hay que cantar cantas y si hay que dar dinero lo das». La fe, que en principio es una de las mayores vías de entrada que damos en nuestras vidas al misterio, se convierte así en una rutina gimnástica. En «lo normal», eso que está precisamente en la esfera opuesta a lo misterioso. Pero a la vez, esta ausencia de misterio en su ejercicio se carga de misterio al ser expuesta. Y así podríamos seguir con casi cualquier escena de Esa sensación. Así que permítasenos detener aquí el magma de ideas imprecisas en el que ha terminado convirtiéndose esta crítica (o lo que sea este texto), no sin antes animarles a que, a la hora de enfrentarse a esta cinta, apliquen el mismo escepticismo que propone ante las normas de uso de la realidad a las que solemos aferrarnos. Compren palomitas y mírenlas fijamente durante unos segundos antes de emprender el acto reflejo de engullirlas mientras se ve la película, y si acaso pregúntense de dónde demonios salió aquello de que el cine está para mantenernos entretenidos, ajenos a la realidad (si es que a estas alturas siguen confiando en ese concepto) y con el estómago lleno de maíz, mantequilla y Dios sabe qué compuestos químicos con gas durante un par de horas. ¿Qué extraño, verdad? Qué extraña esa sensación.| ★★★★ |
Miguel Muñoz Garnica
© Revista EAM / Pamplona
Ficha técnica
España, 2016. Esa sensación. Directores: Juan Cavestany, Julián Génisson, Pablo Hernando. Guión: Juan Cavestany, Julián Génisson, Pablo Hernando. Presentación oficial: Festival de Rotterdam 2016 (Bright Future, programa principal). Productor: Juan Cavestany. Música: Aaron Rux. Montaje: Raúl de Torres. Reparto: Lorena Iglesias, Vito Sanz, Jorge Suquet, Miquel Insua, David Pareja, Pietro Olivera, Bárbara Santa Cruz, Juanan Lumbreras, José Luis Alcobendas, Carmela Lloret, Julián Génisson, Alfonso Tejada, Nacho Vera. Duración: 79 minutos.