Cabría preguntarse por qué algunas de las mejores películas que han podido verse en esta nueva edición del Americana Film Fest (el cual, nunca nos cansaremos de repetir, se está convirtiendo en una de esas citas cada vez más imprescindibles del panorama festivalero barcelonense) vehiculan sobre la idea de la familia. O mejor dicho, por concretar más: sobre la desmitificación de la familia como institución en la que sostenerse cuando tu mundo se viene abajo. Mentiríamos si asegurásemos que la mayor parte de las películas que hemos podido ver durante estos tres días concentran su discurso en esta idea destructora, pero lo cierto es que al menos dos de las mejores películas programadas sí lo han hecho; mientras que el resto han jugueteado con hacer tambalear el tótem familiar por un camino u otro. En la desconcertante Take me To the River (Matt Sobel, 2015) el viaje hacia una reunión familiar desde la progre California hasta la Nebraska que pone cara y ojos a la América más profunda no es más (ni menos) que la búsqueda, sin saberlo, de unos orígenes y un pasado lleno de sombras que aplasta el impulso inocente de un joven en su idea de la reafirmación identitaria, plegado ante la intransigencia y el terror de un entorno hostil. Por otra parte, en Krisha, la durísima y opresiva ópera prima de Trey Edward Shults donde resuena cierto espíritu cassavetiano (concentrado en esa idea de base autobiográfica donde resulta difícil encontrar la separación entre cine y vida), el personaje que da nombre al título del filme regresa al seno familiar después de haber provocado el caos. El anhelo de la reintegración en el núcleo, de la aprobación y la progresiva emersión de un drama latente conducen la película hacia la desnudez de un personaje aislado ante el dolor y cuyo rostro se convierte en paisaje de una pesadillesca desintegración emocional.
Precisamente sobre la idea del dolor como motor que conduce el drama familiar hacia el terror y el thriller se construye una película como The Invitation (Karyn Kusama, 2015). Nuevamente, la base desde la cual desarrollar los acontecimientos y hacer mutar los géneros es una reunión de viejos amigos y de una familia que una vez fue pero que se consumió rota por el dolor de la muerte del hijo. La casa familiar, convertida ahora en un espacio frío y despojado de recuerdos, se configura como un lugar que anticipa la tragedia y donde se manifiesta el deseo de afrontar el dolor como forma de mantener el recuerdo, por una parte, y la reformulación del duelo como forma de evitar el sufrimiento, por otra, pudiendo generar, esta última vía, abominables perversiones de lo moral. Curiosamente, la casa, ese espacio de diseño laberíntico a veces, sirve también como lugar metafórico donde desarrollar otras dos películas que ponen en crisis el matrimonio para, posteriormente, refundarlo desde las cenizas. La casa de ensueño en la que van a desembocar el matrimonio protagonista de Digging for Fire (Joe Swanberg, 2015), es una casa prestada, un espejismo con fecha de caducidad en la que transcurre una despedida simbólica: la del paso de una juventud largamente prorrogada hacia la aceptación definitiva de la responsabilidad de un mundo adulto, los hijos y la vida conyugal. En The Overnight (Patrick Brice, 2015), como en la película de Swanberg, sin embargo, la casa es la máscara de una aparente vida perfecta que esconde en su interior una pareja en crisis. La reconstrucción de esa idea del matrimonio pasa igualmente por un ejercicio de desnudez (literal), en el que exorcizarse y sincerarse el uno con el otro a través del sexo. Las heridas de un contexto familiar maltrecho o los poco digeridos procesos de ruptura de los que provienen los personajes de They Look Like People (Perry Blackshear, 2015), King Jack (Felix Thompson, 2015), Wildlike (Frank Hall Green, 2013) o incluso de ese Rocky "Anna" de la casi pornográfica (sentimentalmente hablando) Blood Brother (Steve Hoover, 2015), marcan los destinos de unos personajes que buscan refundar sus relaciones. Ya sea a través de la aceptación de la paranoia individual del otro como vía relacional (They Look Like People); la búsqueda de la reconstrucción de la identidad propia por encima de la presión social (King Jack, Take me to The River); la huida de un entorno familiar abusivo y el deseo de una figura masculina que sustituya la idea del padre ausente (Wildlike); o bien por una infancia traumatizada de la que se busca una escapada perpetua, cautelosa de no repetir los errores sufridos en carne propia y abandonada a ese espíritu altruista y desinteresado por ayudar a los demás (Blood Brother). Incluso dentro del desenfrenado dinamismo, el histerismo, el desprejuiciado y salvaje humor corrosivo de una película tan viva como Tangerine (Sean Baker, 2015), el drama de sus personajes en sus facetas relacionales son los que acaban capitalizando los momentos finales de un filme, en el fondo, tan desolador para unos personajes como revitalizador para otros.
Quizás, para encontrar una respuesta a la pregunta inicial, haya que echar la vista atrás. A ese tiempo en el que Nicholas Ray ya empezaba a hacer tambalear los cimientos de la familia como pilar fundamental sobre el que se sostiene parte del Sueño Americano, cuando filmaba la mutación de ese padre interpretado por James Mason en alguien imprevisible, paranoico y violento en Más poderoso que la vida (Bigger Than Life, 1956). Incluso cuando sacaba a relucir aquello que se esconde tras las grandes casas (la casa, nuevamente), las familias desintegradoras de madres castradoras y padres anulados, que marcaban los vaivenes existenciales de una juventud titubeante y desconcertada en Rebelde sin causa (Rebel without a Cause, 1955). Mucho antes de Cassavetes o de que el cine de la modernidad, capitaneada por la Nouvelle Vague, abogara por “matar al padre”. La idea de la familia como institución en crisis viene de lejos. Y como buen heredero de ese cine de la modernidad, el indie norteamericano, desde su nacimiento, ha hecho suyas unas mismas inquietudes que se mantienen a veces latentes para, acto seguido, salir a la luz en momentos verdaderamente sorprendentes e insospechados. Como ese juego de manos e insinuaciones en el asiento trasero de un coche entre el Dr. Manuel Mireles y una joven partidaria del movimiento popular de autodefensa que, en Cartel Land (el imprescindible y nihilista trabajo documental de Matthew Heineman) marca tanto el principio del fin del liderazgo del líder de las Brigadas de Autodefensa de Michoacán (la pérdida de apoyos a la causa, las traiciones y la ruptura de una familia, cuyo impacto emocional se explicita incluso por voz propia), como la de un movimiento dividido y corrompido, mientras sus imágenes desafían la mirada, nos lanzan al vacío y nos remueven en la butaca con incómodas preguntas sin respuesta alguna.
King Jack (Felix Thompson, EE.UU., 2015)
por Daniel Jiménez Pulido.
A día de hoy, ¿existe alguien que ponga en duda esa idea de que cierto cine indie se ha convertido en un género en sí mismo? Siendo justos, no todo el indie norteamericano se construye bajo esos mismos patrones claramente definidos para atraer un perfil determinado de espectador. De hecho, dos de las películas que se están viendo en el Americana Film Fest, apuntan a todo lo contrario, atentando contra la domesticación y recuperando un poco las señas de identidad de ese primer cine indie que, a la vez, confluye con cierto cine de la modernidad. El de Jim Jarmusch o el del citado John Cassavetes. El de Take me To the River (Matt Sobel, 2015) o el de Krisha (Trey Edward Shults, 2015), dos películas alérgicas a la complacencia, construidas sobre cierta idea de la incomodidad. King Jack, la ópera prima de Felix Thompson, sin embargo, parece presa de unos patrones en los que se mezclan la nostalgia, el drama y el retrato de esa América periférica llena de familias desestructuradas y una cadavérica clase media aniquilada que pone rostro a la farsa del Sueño Americano. Ingredientes, todos ellos, que han inducido a configurar el argumentario y el ideario del indie entendido como género. Y, como en cierto cine de la posmodernidad, el drama es visto a través de una juventud en su periodo existencial más delicado y hostil que busca construirse una identidad entre el fango, dando tumbos por un vecindario en el que el abusón y el mundo adulto (el hermano mayor) no son más que un espejo futuro en el que reflejarse. Thompson, sin embargo, opta por intentar un equilibrio entre cierta comedia y el drama implícito del contexto con el que ha de lidiar su joven protagonista. Como si a ese cine adolescente de los 80, se impusiera en primer término la realidad y la presión social del contexto. Pero como ese cine, King Jack termina primando el artificio sobre la cruda realidad en una historia que vehicula sobre la consolidación de un identidad resquebrajada, el de la reivindicación y la reafirmación personal promovida por la presencia de un tercero, mientras el mundo adulto se enroca en dramas personales sugeridos que permanecen bajo la epidermis de una película tan bienintencionada como poco estimulante.
Take me to the River (Matt Sobel, EE.UU., 2015)
por Daniel Jiménez Pulido.
Hablábamos de Take me to the River, otra de esas óperas primas que brillan con luz propia (augurando un futuro muy esperanzador para su director, Matt Sobel), y se nos llenaba la boca cuando la defendíamos como una de esas películas que recuperan cierta pureza del indie norteamericano. Como en King Jack, en el ojo del huracán se encuentra un joven en una desesperada búsqueda de reafirmación identitaria (y sexual) que aquí choca, primeramente, con la modosidad de su núcleo familiar y, posteriormente, con el puritanismo, el machismo y el conservadurismo de esa América Profunda e intransigente del “red neck” de la que proviene su familia y con la que ha de convivir un fin de semana. El microcosmos de la reunión (familiar, en este caso), como en Krisha o The Invitation (Karyn Kusama, 2015), vuelve a configurarse como el motor y el caldo de cultivo desde el cual se dispara el drama en una película construida sobre la idea de la máscara en un entorno familiar hostil cuya frágil estabilidad es amenazada por la inocente pulsión adolescente del joven protagonista, punto de vista absoluto a través del cual asistimos a unos acontecimientos que bordean el absurdo.
En Take me to the River, la familia actúa como una monstruosa hidra a la cual hay que plegarse a sus deseos y seguirle el juego, incluso si ello implica aceptar el aislamiento (tanto de forma literal según los acontecimientos dramáticos de la película, como a través de la puesta en escena y el primer plano) de uno de sus miembros: el extraño, el que viene de fuera y ha enfurecido el avispero. Por esa misma razón, Sobel edifica su película sobre la incomodidad y una tensión que puede cortarse con cuchillo desde un extrañísimo humor negro que acaba descolocando tanto al personaje principal como a nosotros como espectador. Sobel no elude que el progre que llega de California a la América profunda, tiene sus orígenes precisamente ahí, mientras que los dramas soterrados del mundo adulto, anula a unos y envalentona a otros. Porque el regreso a esa América es también a la de un pasado lleno de sombras y heridas reabiertas bajo cuyo humor bizarro y la risa nerviosa no se esconde más que un profundo drama que atenta y desenmascara los valores de esa misma América ancestral.
Digging for Fire (Joe Swanberg, EE.UU., 2015)
por Daniel Jiménez Pulido.
Precisamente sobre la descomposición (y reafirmación) del núcleo familiar trabaja Digging for Fire, el nuevo trabajo de Joe Swanberg. En ella, la educación del hijo y las mayores responsabilidades que ello acarrea amenaza con destruir un matrimonio en un proceso de crisis, nostálgico de esa libertad y pasión perdidas (no es casualidad que la ecuación femenina del matrimonio, recurra en más de una ocasión a ese libro que parece tener los secretos para mantener viva la llama). Swanberg planta su película como una despedida, separando a los personajes durante un fin de semana para que puedan afrontar el fin de una libertad anhelada jugando con el fuego, provocando un pequeño incendio que sirva para reiniciar el matrimonio, asumiendo la responsabilidad de un mundo adulto que todavía permanece anclado a la fogosidad de la adolescencia. Él, en una fiesta en una casa prestada con los amigos de toda una vida, mientras la infidelidad planea sobre una noche de borrachera y la pulsión ingenua de un niño lo lleva a la búsqueda de un cadáver enterrado en el jardín. Ella, visitando una antigua amiga que ha sido consumida por el tedio del matrimonio con un frustrado intento de pasar una noche de juerga que acaba desembocando en u nuevo flirteo con la infidelidad. Al final, ambos caminos acaban desembocando en un mismo punto en común: la refundación del matrimonio desde las cenizas de lo que pudo acabar destruyendo una relación.
People places things (James C. Strouse, EE.UU., 2015)
por Víctor Blanes Picó.
El indie norteamericano tiene predilección por la comedia. No resulta extraño, por tanto, que la III edición del festival (organizado por La Casa del Cine y patrocinado por Movistar+ y Moritz) se decantara por el humor para inaugurar la edición de este año. Es, sin duda, el género que más fácil y con mayor éxito ha realizado la transición hasta llegar al gran público.. En el camino, ha establecido unas marcas identificables que le conceden el sello de outsider. Unos tics que paradójicamente se han convertido en un arma de doble filo que constriñe y aprieta la propia estructura, el estilo y el tono general de unas obras que, en su idea primigenia, tenían como objetivo alcanzar la libertad en la producción alejándose de convencionalismos. Esto es, en parte, lo que le ocurre a People, places, things, tercer largometraje del director y guionista James C. Strouse. Como ya hiciera en su primera película, La vida sin Grace, nos muestra a un hombre en un momento de cambio vital en el que las circunstancias le obligan a enfrentarse a su deber como padre. Will Henry es un profesor y dibujante que intenta superar la infidelidad de su mujer mientras dedica más tiempo a sus dos hijas y busca pasar página con un nuevo amor. Jemaine Clement (conocido por su papel en la serie Flight with the Concordes) interpreta al típico tipo estático, incapaz de tomar decisiones, al que el entorno poco a poco le va empujando a salir forzosamente de su zona de confort provocada por la comodidad de una vida en pareja en la que la otra mitad se encargaba de todo. Ese juego de cambio de chip es el que mejor sabe explotar tanto el director como el actor neozelandés.
El dibujo de unos personajes claramente bajo el patrón independiente (la joven Kat es buena muestra de ello), la inmadurez con la que se enfrentan a sus vidas (el mismo protagonista es la materialización perfecta) y las cotidianas situaciones con un punto de ridiculez a las que tienen que hacer frente (la escena de la boda) le dan el toque justo que la película andaba buscando. En ese sentido, no hay engaño por ningún lado, pero tampoco ningún tipo de novedad. Es cierto que es al explotar estos elementos con mayor gracia cuando la cinta construye sus mejores tramos. Pero esto es lo mínimo que podríamos esperar de este tipo de cine. La idea de conjugar los dibujos del protagonista y sus explicaciones en clase como verbalización de sus sentimientos y estado de ánimo funciona cuando se hace menos evidente y naufraga cuando se pone demasiado en bandeja. Y así, de este modo, el filme anda a altibajos, siendo divertida solo a ratos, y errando en el cierre de algunas secuencias, yéndose por la tangente de la guerra de sexos convencional y mal resuelta. El resultado final deja una media sonrisa que sabe a poco.
Yosemite (Gabrielle Demeestere, EE.UU., 2015)
por Víctor Blanes Picó.
¿En cuántas etapas podemos dividir la infancia? ¿Cuántos puntos de cambio seríamos capaces de identificar entre, digamos, los 8 y los 14 años? Son preguntas necesarias para tratar de definir el momento que intenta retratar Yosemite, segunda incursión en el largometraje de la directora francesa Gabrielle Demeestere. La conclusión puede ser más sencilla que el análisis planteado. Es decir, puede que no se trate de un punto de inflexión en concreto, sino más bien del cúmulo de todos los pequeños grandes acontecimientos que ocurren en la vida de un niño y cuyo impacto se expande de manera inimaginable en su interior. Cogiendo como base dos cuentos de la colección escrita por James Franco (quien también se reserva un pequeño papel), la cinta sigue los pasos de Joe, Ted y Chris, tres jóvenes escolares que residen en el Palo Alto de mediados de los años 80 cuya placentera vida se ve amenazada por un puma que tiene en vilo a todo el vecindario.
La primera gran virtud de la propuesta de Demeestere es la elección de un punto de vista inequívoco que no rompe en ningún momento. La narración siempre se posiciona del lado de los tres niños, captando sus miradas perdidas, sus focos de atención, sus intereses y sus inquietudes pero siempre desde el tono pausado de quien a duras penas comprende lo que está ocurriendo a su alrededor. Así, habrá quien vea simplemente una voluntad contemplativa en la película, pero realmente lo que consigue es reincidir en esos instantes de descubrimiento, en los juegos y en los tiempos muertos rellenos de pensamiento infantiles que tan bien establecen el tono y la atmósfera. Ese esfuerzo por transmitir a través del ritmo y la luz el estado de ánimo de la infancia juega un papel clave en la construcción interna del relato, que es donde encontramos el segundo gran acierto. El entorno de estos tres jóvenes protagonistas está cargado de tensiones que se muestran discretamente pero cuyo impacto es claro. La muerte de un hermano, la separación de los padres o el déficit de afecto son como ecos que se van intuyendo poco a poco pero que nunca se muestran en su plenitud. Al contrario, la directora se interesa por como retumban en el interior de los niños y les empujan suavemente a crecer, madurar y tomar decisiones más o menos acertadas. Así, la amenaza del puma, que se acerca a los nuevos barrios que se han comido el hábitat boscoso del felino, no es más que ese mundo adulto que empieza a asomarse cuando se van adentrando en el terreno de la madurez. Sin embargo, pese a estos dos brillantes pilares sobre los que se apuntala Yosemite, las piezas no acaban de encajar perfectamente. La película no acaba de despegar y en su parte final tranquea amparándose detrás de esa sutileza y contención que tan bien le había funcionado hasta entonces y acaba por cerrarse demasiado sobre sí misma. La calma tensa que subyacía y serpenteaba entre las imágenes no acaba de encontrar su vía de escape y ese discurso sobre la infancia que se vislumbraba en un principio acaba quedando en una oportunidad perdida aunque bien cimentada.
Wildlike (Frank Hall Green, EE.UU., 2015)
por Víctor Blanes Picó.
En el planteamiento de Wildlike encontramos claramente la referencia al paisaje de Alaska como vía de escape de una joven a la que se le acumulan los problemas. El blanco de la nieve, el tono pardo de las montañas y el intenso verde de los bosques intentan servir de cobijo a Mackenzie, quien escapa de casa de su tío. Desde Seattle, su madre la ha enviado a vivir con su pariente mientras ella se recupera de sus adicciones y este aprovecha la situación para sobrepasarse con la adolescente. Encerrando a su protagonista en el asfixiante primer plano que contrasta con el vasto plano general de la salvaje naturaleza, el director Frank Hall Green establece correctamente las pautas cinematográficas y visuales para desarrollar la trama. Consigue transitar desde la aspereza inicial al brillo y luminosidad que van conquistando la imagen poco a poco. En definitiva, el escenario está bien construido y sabe utilizar de manera bastante aceptable los recursos que tiene a su alcance. Entonces, ¿qué es lo que falla?
Al contrario de lo que suele ocurrir en muchas óperas prima o segundas películas, en las que el tema está claro pero falta depurar la técnica y su significado, Wildlike va dando tumbos a lo largo de todo el metraje intentando encontrarse a sí misma. Lo que al principio se articula como una historia de abuso, al que la joven Mackenzie responde huyendo a la desesperada, sin miedo a autodestruirse, se va convirtiendo en una historia de dos con la aparición del personaje de Rene, un excursionista viudo que actuará como su protector a regañadientes. Son dos personas solitarias, orilladas por la vida por distintos motivos, pero que necesitan a alguien que les escuche sin hacer demasiadas preguntas ni juicios tempranos. Puede que él sea el padre que ella nunca tuvo; puede que ella sea la hija que él nunca tuvo. En la soledad e inmensidad del parque nacional y reserva Denali parece empezar a fraguar un vínculo que les permitirá evolucionar y superar sus problemas. Y utilizamos construcciones hipotéticas y perceptivas (como “puede que” o “parece”) porque todo esto es algo que se apunta, se intuye, pero no se desarrolla. Justo hasta este punto, la película y sus personajes se habían desplegado poco a poco, descubriéndose de manera pausada y sutil. La cinta había encontrado su cohesión interna y un camino que explorar. Sin embargo, la trama se empeña en dar giros equívocos e imprecisos, interrumpiendo y poniendo trabas a la construcción de la relación entre Rene y Mackenzie. Al final, por mucho que intente introducir elementos que rompan esa aspereza sentimental y aporten un contrapunto emotivo totalmente innecesario (como la música machacona), el principal problema de Wildlike es que no ha dedicado el tiempo necesario a construir la conexión entre sus dos protagonistas. Ante esto, el resultado es la falta de credibilidad de una historia que, por momentos, apuntaba maneras.
Cronies (Michael Larnell, EE.UU., 2015)
por Víctor Blanes Picó.
La segunda película de Michael Larnell viene bajo el amparo en la producción de Spike Lee. Solo con ello, ya intuimos que el tema racial será una parte clave de la propuesta. Construida a medio camino entre el documental y la ficción, Cronies (que significa colega o compinche) tiene como protagonista a Louis, un joven que quiere conseguir un regalo para el quinto cumpleaños de su hija. Jack, un viejo amigo al que le une un acontecimiento turbulento en el pasado, pasa como cada mañana a buscarle para holgazanear y hacer algún que otro trapicheo. Pero Louis tiene planes con Andrew, su nuevo amigo y compañero de trabajo. Al final, los tres compartirán 24 horas en las que su pasado, las drogas, el barrio y los problemas sociales irán mostrando la verdadera cara de sus vidas y de la ciudad de St. Louis. En la frescura de su puesta en escena, con el uso de esas entrevistas que le aportan un aire de documental de investigación (como si el director acabara de llegar a un lugar que no conoce y necesitara saber más), y el uso de un blanco y negro empapado de la calidez del sol veraniego, Larnell encuentra un estilo diferente, juguetón y desvergonzado para seguir los pasos de los tres protagonistas. Cuando se centra en construir las relaciones entre ellos y explorar los efectos de los lazos del pasado en su forma de actuar nos encontramos ante una película rica e interesante, capaz de analizar el presente desde un punto de vista con toques de humor al que se asoma la crítica social.
Sin embargo, como apuntábamos al principio, el problema racial tenía que aparecer de un momento a otro. Aunque más que aparecer, aquí lo impregna todo de manera abrupta. Construir un alegato antirracista desde la historia de dos jóvenes negros (Louis y Jack) y uno blanco (Andrew) apuntalada sobre el cimiento de los problemas sociales, la falta de oportunidades, la delincuencia y el tráfico de drogas para reincidir en lo bien que pueden convivir en este ambiente es como ese programa de televisión de intercambio de familias opuestas en el que, por poner un ejemplo, un cabeza de familia conservador tenía que convivir durante un tiempo determinado con una pareja homosexual: el mensaje de igualdad, convivencia y respeto que debería aparecer con naturalidad se acaba transmitiendo de manera forzada. En el terreno de la telerrealidad, los tejemanejes son los de siempre. En el caso de Cronies, las vueltas que da sobre los mismos temas y conversaciones (que reinciden en cierta apología de la marginalidad), la aparición de algunos tópicos aquí y allá sobre la percepción racial, el uso en contadas e incoherentes ocasiones del color y las evidentes declaraciones finales de los protagonistas («Estamos en 2014. Es raro decir que tengo amigos negros. Simplemente, tengo amigos».) subrayan sobremanera un mensaje que fagocita a personajes y trama y desconcierta por su torpeza, en comparación con la cuidada construcción visual y tonal de la película.
Blood Brother (Steve Hoover, EE.UU., 2015)
por Daniel Jiménez Pulido.
La historia altruista de Rocky “Anna”, un joven norteamericano instalado en un centro de la India donde se acoge a niños y niñas con el virus VIH, es también una historia de huida marcada por un pasado traumático y un contexto familiar roto. Quizás es por ese mismo motivo por el cual Blood Brother, el documental personalista de Steve Hoover, podría salvar las diversas cuestiones problemáticas que podrían surgir de un primer visionado. Sobre todo porque la película de Hoover es, ante todo, un relato que intenta penetrar y comprender las motivaciones que han llevado a este joven a la deriva a reconducir su rumbo existencial alejado de sus orígenes. La historia que nos narra Blood Brother, es una historia también de expiación personal, de corregir errores pasados y llevar a cabo un desesperado intento por convertirse en aquello diametralmente opuesto a lo que fue su familia. El documental de Hoover solo pisa una vez, en toda la película, suelo norteamericano, casi a hurtadillas, porque para Rocky los EE.UU. son cada vez más un lugar ajeno. Pero, sin embargo, los EE.UU., y el pasado del joven, no es tan solo lo que pone en marcha su huida, sino también es la huella indeleble que marca todas las acciones de su protagonista a las que asistimos a lo largo de Blood Brother. Por las imágenes de Blood Brother pasa la alegría y el dolor, los momentos de liberación y los de desesperación; los de tremenda soledad, con los de alguien integrado en una verdadera familia; los momentos de inspirador vitalismo y los de agotamiento, dudas y temores. La película de Hoover tiene esa cualidad del cine visceral, el impulso de captar el momento. Pero las buenas intenciones pueden convertirse también un arma de doble filo porque, ¿dónde queda la reflexión ante decidir si filmar o no el cadáver de una niña consumida por el VIH, el dolor del padre o la desintegración física (literal) de un niño pasto de los efectos de la enfermedad? ¿Dónde se encuentra la separación entre la pornografía sentimental y la exposición de una cruda realidad cuando se tiende al primer plano?
Cartel Land (Matthew Heineman, EE.UU., 2015)
por Daniel Jiménez Pulido.
Por el contrario, las imágenes de Cartel Land, el demoledor documental de Matthew Heineman bajo el abrigo de Kathryn Bigelow (quien produce la película, no de forma casual), como los buenos documentales, tienen la sorprendente capacidad de situar su mirada en una posición lo suficientemente alejada como para que el espectador extraiga sus propias conclusiones, ofreciendo preguntas y pocas (o ninguna) respuestas, a la vez que posee la suficiente cercanía como para penetrar dentro de un conflicto, que es a la vez moral, mientras las balas silban sobre nuestras cabezas. Porque Cartel Land es también una película de acción, un thriller en la que se narra el auge y caída de un líder, corrompido por la degeneración de un movimiento que nace de un impulso que nos deja con pocos argumentos, haciendo tambalear nuestra moral y ante incómodas preguntas de las que resulta difícil responder desde un prisma europeísta. Un movimiento popular, respuesta inmediata a la violencia de la que el Gobierno no solo no ofrece solución, sino que es parte de ella. Heineman filma un documental poniendo en primer término la crudeza de lo que sus imágenes llenas de nervio exponen. Se sirve para ello de elementos que parecen alejados del documental, siendo más propios de la ficción en un nuevo ejemplo de lo difuminadas que resultan a veces las fronteras entre cine y vida, realidad y ficción. Cartel Land deambula entre lado y lado de la frontera de México y EE.UU., los patios traseros de dos países cuya vista gorda e inoperancia han hecho a sus residentes y víctimas de los cárteles del narcotráfico a tomarse la justicia por cuenta propia. Como en un western del siglo XXI, como reza la sinopsis oficial del film, Cartel Land filma un contexto donde la violencia se combate con violencia. Un lugar donde las armas (y la posesión o no de ellas) parece decidir entre el superviviente y el aniquilado por un sistema atroz, entre ser oprimido y devastado o luchar como forma de justicia. Resulta indudable que Heineman se siente fascinado y atraído por la figura del Dr. Mireles, el exlíder de las Brigadas de Autodefensa de Michoacán. Prueba de esto es que dentro de los dos puntos de vista, (el mexicano encarnado por la figura del doctor y el exmarine residente en Arizona que ha decido montar un grupo de vigilantes formado por exmilitares rednecks de cuestionable ideología), la parte en la que más profundiza es en la mexicana. Asistimos incluso a una progresión dramática: el auge, el fulgor del líder, las decisiones reprobables y ambiguas, las dudas, las traiciones internas promovidas por el Estado que minan el movimiento y el desmoronamiento y reclusión final. Y, sin embargo, en ningún momento las imágenes y el discurso de la película de Heineman juzgan a los que han decidido hacerse a las armas por un motivo que, en realidad, es justificable. Porque, más allá de su nihilista y arrolladora conclusión que nos arroja directamente al abismo, esa es precisamente la idea que nos retuerce nuestro esquema moral y la que hace de Cartel Land una película tan elocuente como inquietantemente incómoda: ante la pasividad del Gobierno, cuando tantos han muerto alrededor y cuando tu vida está en juego, ¿cómo hacer frente al plomo sin plomo?
ANEXO (I) / Críticas de otros filmes proyectados en la III edición del Festival de Americana ya reseñados con anterioridad en EAM: STARLET / TANGERINE / THE OVERNIGHT / THE INVITATION / KRISHA / TRUMBO.
ANEXO (II) / Entrevista a Sean Baker, director de Starlet y Tangerine.
ANEXO (III) / Palmarés: Premio del público para Trumbo de Jay Roach; Premio La casa del cine sección NEXT: They Look Like People de Perry Blackshear.