El color de la aventura
crítica de El gran viaje de Sasha al Polo Norte (Tout en haut du monde, Rémi Chayé, Francia, 2015).
Una parte esencial de la infancia es el desarrollo de la capacidad de ensoñación con mundos lejanos (posibles o imposibles, es lo de menos). Ese crío que dedica horas al juego escrupulosamente ritualizado de recrear, dentro de los estrechos límites de su cuarto, las aventuras que viviría en los confines de la tierra y más allá. Sasha, la protagonista de la cinta que nos ocupa, es presentada en sus primeras imágenes entregada a esta ensoñación. Después de despedir en el puerto al Davai, el barco rompehielos con destino al Polo Norte que comanda su abuelo, Sasha juega en su habitación a imaginar el viaje. Un travelling cenital recorre los objetos con los que la propia Sasha reconstruye esa trayectoria: miniaturas de barcos y trineos de perros, mapas con la ruta de la expedición marcada, cartas náuticas, dibujos de paisajes polares, un sextante, un compás… La introducción cierra (fundiendo gracias a los poderes de la animación escenario presente y escenario imaginado) con el plano de una figura que avanza por un llano cubierto de nieve, dejando tras de sí las huellas en líneas paralelas del trineo que empuja. Es un aviso que desliza la propia película: el camino está por hacerse. No se trata sólo de una niña imaginando sus hazañas, sino de una que va a lanzarse a cumplirlas. Ese camino se realiza, además, en un doble sentido. La época de ambientación escogida (Rusia a finales del XIX), en pleno auge de las expediciones árticas, contagia ese profundo deseo de grandes aventuras en los últimos rincones inexplorados del planeta. Mientras que la condición de adolescente temprana de Sasha añade la presencia del crecimiento personal a marchas forzadas propio de esa etapa vital.
Es decir, que El gran viaje de Sasha al Polo Norte combina la trama de descubrimiento interior posterior al fin de la infancia, tan típica del cine de animación familiar, con otra paralela de descubrimiento exploratorio del exterior. Con lo que el arco argumental de la primera, marcado por la habitual salida de la zona de confort y apertura al exterior, adquiere una dimensión física. Que arranca cuando la familia de Sasha, inserta en los círculos nobiliarios de la Rusia zarista, ve su buen nombre afectado por el fracaso de la expedición polar del abuelo (inspirado en la figura de Ernest Shackleton), que había sido generosamente financiada por el Gobierno ruso. Sasha, continuadora espiritual del empuje aventurero de su abuelo, reacciona contra las voces críticas realizando una ruptura radical con su cómodo y seguro nido de niña bien. Tras hallar un apunte que había pasado desapercibido en las cartas de navegación de la expedición y ante la incomprensión de su familia, decide fugarse con lo puesto a buscar a su abuelo y el barco, desaparecidos en algún lugar del Polo Norte. Pronto se encuentra con el difícil obstáculo que supone tener que convencer a un grupo de rudos marineros de que acepten a una chiquilla rubia de aspecto cándido en su tripulación y, más aun, sigan sus indicaciones. Con lo que la cinta se entrega a otro de los tópicos predilectos de la animación: el niño arrojado a las inclemencias del mundo adulto que tiene que aprovechar cualquier ocasión que le permita demostrar su dureza.
«Vista en una época en la que los viajes en tren son más bien cosa de ejecutivos enchaquetados que beben gintonics en el bar del AVE, y los barcos que recorren las antiguas rutas de las expediciones son cargueros repletos de contenedores uniformes, resulta un placer dejarse contagiar por ese amor a la aventura prístina, de colores liberados, que transmite el dibujo sin florituras de El gran viaje de Sasha al Polo Norte».
Estos dos asuntos centrales de la película (la fascinación por la aventura y la trama de crecimiento adolescente hacia la madurez) no sonarán demasiado originales a la mayoría de los lectores. Lo que no implica que el debut en el largometraje del animador Rémi Chayé no busque nuevos caminos expresivos. En este sentido, lo más destacable en ella es su fuerte identidad visual. El producto de una deriva, reconocida por el propio director, del realismo al esencialismo. Chayé ha contado que su primera inspiración fueron los cuadros del ruso Iliá Repin, coetáneos a la época de ambientación. Pero el intento de trasladar a la animación el estilo naturalista del pintor fue dejando paso a una tendencia cada vez mayor a la simplificación, que puede observarse en el resultado final: el uso de colores puros sin degradados, la eliminación total de las líneas para amplificar el choque entre esos colores, y la ausencia de detalles de dibujo (por ejemplo, los diseños de personajes no incluyen fosas nasales o auditivas, y los de vestuario prescinden de accesorios como botones o cremalleras). La intención parece clara. Sustraer lo accesorio para centrar la atención en el desarrollo de trama y personajes y el despliegue de la belleza visual de los paisajes árticos en los que Sasha se va adentrando, presentados con un atractivo salvajismo colorista. A este respecto, Chayé ha señalado como una de las grandes fuentes de referencia a los pósteres ferroviarios norteamericanos de los años 40, que despliegan una estética similar de colores puros y desaparición total del trazo. Un estilo que, en este caso, podía jugar con el componente de aventura hacia lo desconocido que en aquella época aún se atribuía a los viajes en tren por la vastedad del territorio estadounidense. Algo muy parecido a lo que hace la cinta del animador francés.
Vista en una época en la que los viajes en tren son más bien cosa de ejecutivos enchaquetados que beben gintonics en el bar del AVE, y los barcos que recorren las antiguas rutas de las expediciones son cargueros repletos de contenedores uniformes, resulta un placer dejarse contagiar por ese amor a la aventura prístina, de colores liberados, que transmite el dibujo sin florituras de El gran viaje de Sasha al Polo Norte. Ahora bien, hay algunos elementos de fondo que impiden que ese contagio sea del todo enfebrecido. La estructura narrativa aplica, a su manera, esos mismos mecanismos de depuración formal. Pero lo que a nivel visual resulta todo un acierto, a nivel argumental no termina de funcionar. Con su premura por hacer avanzar la trama, por encontrar el camino más directo hacia el punto final del viaje de Sasha, Chayé niega a su espectador el placer de dejarse entretener por los recovecos. Y, peor aún, lo hace a costa de robarles su vitalidad a unos secundarios que en la mayoría de las ocasiones se perciben, demasiado claramente, como elementos funcionales del guión. Si bien la pasión de Sasha por la exploración se transmite con eficacia, la fórmula de “obstáculo+reacción=madurez” deja demasiado al descubierto sus automatismos, con lo que los puntos de giro argumentales quedan resueltos con poca naturalidad. Pese a todo, el esfuerzo de Chayé por crear una obra sincera y con personalidad es digno de reconocimiento. Estamos ante un animador al que puede merecer la pena seguir en futuras andanzas. | ★★★ |
Miguel Muñoz Garnica
© Revista EAM / Pamplona
Ficha técnica
Francia, 2015. Tout en haut du monde. Director: Rémi Chayé. Guión: Patricia Valeix, Claire Paoletti, Fabrice de Costil. Productoras: Sacrebleu Productions, Maybe Movies. Presentación oficial: Festival de Annecy 2015.Premios: Premio del público (Annecy 2015). Productores: Ron Dyens, Claus Toksvig Kjaer, Henri Magalon. Música: Jonathan Morali. Montaje: Benjamin Massoubre. Dirección artística: Han Jin Kuang, Liane-Cho, Slaven Reese. Reparto (voces): Christa Théret, Féodor Atkine, Antony Hickling, Loïc Houdré, Thomas Sagols, Audrey Sablé, Rémi Caillebot. Duración: 78 minutos.