Otra historia oriental de fantasmas
crítica de El bosque de los suicidios (The Forest, Jason Zada, EE. UU, 2016).
Resulta apasionante la mitología creada alrededor del bosque Aokigahara, también conocido con el sobrenombre de Mar de Árboles, situado al noroeste de la falda del Monte Fuji, en Japón. Formado de la lava erupcionada por dicho monte entre los años 800 y 1.083, aquel bosque ha adquirido, a lo largo de los siglos, la fama de lugar maldito y poblado por demonios. Una leyenda a la que también contribuyó la gran cantidad de ancianos y niños que allí fueron abandonados por sus familias para morir, en el Japón feudal del siglo XIX, cuando las hambrunas y epidemias azotaron al país. Desde entonces, el Aokigahara se convirtió en el segundo lugar más utilizado por la gente para suicidarse, solo por detrás del puente Golden Gate de San Francisco. Más de 500 cadáveres se han hallado en su interior desde 1950, organizándose batidas de operarios que cada año se dedican a encontrar cuerpos desaparecidos. No resulta extraño que los excursionistas que se adentran (siempre marcando su recorrido con cinta adhesiva para evitar perderse) en aquellos parajes se topen con el cuerpo sin vida de algún suicida, pero ello no es impedimento para que el lugar suscite gran curiosidad para los visitantes, atraídos por la extraña calma que existe en su interior, ya que la frondosidad de su vegetación apenas deja pasar el viento y casi no hay animales que lo habiten. Curiosamente, a pesar de que el escenario se presta a una de esas J-Horror (películas de terror japonesas) que tanto han proliferado en los últimos veinte años, ha tenido que ser una producción norteamericana la que ponga sus ojos en él para construir una historia que, no obstante, toma prestados todos los tics de sus modelos orientales.
El bosque de los suicidios cuenta la pesadilla a la que se enfrenta Sara, una muchacha estadounidense que viaja a Japón para encontrar a Jess, su hermana gemela, vista por última vez en los alrededores del famoso bosque conocido por ser el lugar al que la gente acude a quitarse la vida. Mientras que todos la dan por muerta –aludiendo que nadie que entra con tristeza en su corazón al interior del Aokigahara conseguiría salir de allí, ya que los fantasmas del bosque (los famosos yūrei) utilizan toda esa pena para confundir mediante espejismos que empujan a cometer el suicidio–, la intensa conexión que Sara tiene con su hermana le hace sentir que ésta aún sigue con vida en alguna parte. Por esta razón, desoyendo las advertencias de los lugareños acerca de los peligros de adentrarse en el bosque y la maldición que sobre él se cierne, la joven se embarca en la búsqueda, acompañada por un misterioso escritor australiano, interesado en plasmar su historia. Lo que viene después se ciñe a lo que hemos visto decenas de veces en títulos mucho más sugerentes como Ringu (Hideo Nakata, 1998), Dark Water (Hideo Nakata, 2002) o Ju-on (La maldición) (Takashi Shimizu, 2003); esto es, apariciones fantasmales (sobre todo femeninas), pasillos oscuros con luces parpadeantes, ideales para el susto de turno, y mucho énfasis en el tema de las leyendas urbanas. El debutante realizador Jason Zada utiliza todos esos ingredientes de forma rutinaria y poco creativa, aunque hay que reconocerle el mérito de que no abusa en exceso de los golpes de efecto y la sangre, manteniéndose dentro de unos niveles de sobriedad aceptables (salvo en un tramo final algo tramposo y disparatado), y que evita la tentación de caer en el manido recurso del found footage para acentuar la sensación de “realismo”.
Se agradece cierto esfuerzo interpretativo de su protagonista femenina, Natalie Dormer –popular por su papel de Margaery Tyrell en Juego de Tronos–, que carga sobre sus hombros con dos personajes a los que se trata de dotar de algo de profundidad psicológica, remitiéndonos a una experiencia traumática de su pasado. Un hecho que marcó las personalidades de ambas niñas, convirtiéndose Sara en la hermana fuerte y estable que siempre ha debido proteger a una Jess mucho más perdida y propensa a meterse en problemas. El sentimiento de culpa es otro ingrediente dramático interesante que también planea, de forma un tanto superficial, sobre un guion que sorprende más por el hecho de estar escrito por cuatro personas que por su (escasa) originalidad. Uno de los mayores problemas de El bosque de los suicidios está en que sus creadores no han sabido aprovechar al máximo las posibilidades del inquietante escenario del bosque ni explotar esos miedos propios en el ser humano a la soledad y la oscuridad, que sí fuesen una de las claves del éxito de, por ejemplo, la ya imprescindible El proyecto de la bruja de Blair (Daniel Myrick, Eduardo Sánchez, 1999) –que también se apuntaba al tema de los parajes naturales encantados y las rumorologías que nacen alrededor de ellos–. Una verdadera lástima ya que la idea de un bosque que utiliza las inseguridades y miedos más ocultos de sus visitantes para empujarles a una muerte voluntaria tenía mucho potencial. Aun con todos sus defectos y torpezas (propias, por otra parte, de un director novel), la cinta cuenta con una factura más que correcta, es mínimamente entretenida gracias a que su metraje no se alarga por encima de la hora y media reglamentaria, y, como producto de terror de bajo presupuesto, cumple modestamente con un par de momentos espeluznantes que, al menos, sirven para salvarlo del naufragio absoluto. | ★★ |
José Martín León
© Revista EAM / Madrid
Ficha técnica
Estados Unidos. 2016. Título original: The Forest. Director: Jason Zada. Guion: Nick Antosca, Sarah Cornwell, David S. Goyer, Ben Ketai. Productores: David S. Goyer, David Linde, Tory Metzger. Productoras: Gramercy Pictures / Lava Bear Films. Presupuesto: 10.000.000 dólares. Fotografía: Mattias Troelstrup. Música: Bear McCreary. Montaje: Jim Flynn. Dirección artística: Jasna Dragovic, Kikuo Ohta. Vestuario: Bojana Nikitovic. Reparto: Natalie Dormer, Taylor Kinney, Eoin Macken, Yukiyoshi Ozawa.