Una honesta historia inglesa
Análisis final de Downton Abbey.
ITV / 6 temporadas: 52 capítulos | Reino Unido, 2010, 2011, 2012, 2013, 2014, 2015. Creador: Julian Fellowes. Directores: Brian Percival, David Evans, Philip John, Andy Goddard, Catherine Morshead, Minkie Spiro, Brian Kelly, Michael Engler, otros. Guionistas: Julian Fellowes, Tina Pepler, Shelagh Stephenson. Reparto: Hugh Bonneville, Laura Carmichael, Jim Carter, Brendan Coyle, Michelle Dockery, Joanne Froggatt, Robert James-Collier, Phillys Logan, Elizabeth McGovern, Sophie McShera, Lesley Nicol, Maggie Smith, Penelope Wilton, Kevin Doyle, Allen Leech, David Robb, Siobhan Finneran, Dan Stevens, Raquel Cassidy, Lily James, Jessica Brown Findlay, Samantha Bond, Matt Milne, Ed Speleers, Amy Nuttall, Jeremy Swift, Douglas Reith, Paul Copley, Cara Theobold, Thomas Howes, Tom Cullen, Michael Fox, Howard Ward, Andrew Scarborough, Julian Ovenden, Sue Johnston, Daisy Lewis, Michael Cochrane, Matthew Goode. Fotografía: Nigel Willoughby, Graham Frake, Gavin Struthers, David Katznelson, David Marsh, otros. Música: John Lunn.
Aunque la popularidad de la ficción británica ha experimentado un repunte en los últimos años, en muchos casos sigue siendo un campo reservado para el seriéfilo más selecto, aquél que está pendiente de las novedades y de los distintos proyectos, algo francamente complicado si se tiene en cuenta el nivel de producción de la industria televisiva allí, muy numeroso tanto en series como en miniseries y TV-Movies. Aun así, hay fenómenos como el de Little Britain (2003-2006), Sherlock (2010-) o Luther (2010-) que son capaces de volverse internacionales, gustando así a lo largo del globo. Downton Abbey es uno de ellos, y probablemente el más grande –en cuanto a audiencias globales– de los nombrados. La naturaleza dispersa y su enfoque más dirigido al público juvenil de Sherlock o Luther hace que sean fenómenos de distinta índole, de esos que llenan Internet de elucubraciones y teorías, pero lo que ha ofrecido el oscarizado Julian Fellowes durante seis temporadas es algo que tiene incluso más potencial de enganche: un culebrón anual. Uno exquisito, sí, primoroso en las formas y educado hasta el dolor en la gestión de los sentimientos, pero un culebrón. 52 capítulos para contar trece años en la vida de la familia Crowley y su numeroso servicio, residentes todos en Downton Abbey, y así hacer una crónica de la vida en Inglaterra a principios de siglo, y cómo la llegada de un nuevo mundo iba a tener lugar.
Estrenada en 2010 y compartiendo el espíritu de Gosford Park (Robert Altman, 2001), pero sin asesinato misterioso de por medio, Downton Abbey nació por la habilidad de Fellowes de retratar personajes y clases sin que nunca parezca una lección de historia, así como por la atraccíón natural que el público ha demostrado por las ficciones históricas, algo que el Reino Unido domina como nadie. Con su tono tranquilo y su política de pureza del sentimiento, la serie pronto se convirtió en un arrollador fenómeno, que se manifestó en varios Emmy y Globos de Oro en el apartado de las miniseries para su primera temporada, y en los años posteriores con la inclusión regular en estos premios (más los de la Unión de Actores) en la categoría de Drama. La primera serie británica en conseguir algo así, y que de hecho coloca a sus intérpretes, directores y al guionista Fellowes cada año en la terna de nominados. La impecable escuela interpretativa británica tiene en este apacible drama su mejor escaparate, y aunque ha existido la constricción que viene con estar situados en una época concreta, los resultados han sido siempre impecables.
«Downton Abbey nació por la habilidad de Fellowes de retratar personajes y clases sin que nunca parezca una lección de historia, así como por la atraccíón natural que el público ha demostrado por las ficciones históricas, algo que el Reino Unido domina como nadie».
Ese exquisito valor de producción hizo mucho por la serie en sus comienzos, porque se unió a la eficaz dramaturgia de Fellowes, al talento del reparto y la curiosidad natural de la audiencia por ese periodo y ese contexto para conformar un producto bastante inaudito. Uno que además ofrecía un mundo donde la mentira dura poco, donde se habla con honestidad y donde apenas hay apariencias, porque los personajes no sienten la necesidad de ser falsos. Cínicos, sí, y mucho (Maggie Smith ha tenido frase lapidaria tras frase lapidaria que decir durante seis temporadas), pero nunca poco genuinos. Un cóctel extraño y que tuvo grandes resultados en sus primeros años, antes de caer en los remiendos y caprichos de guión o en la simple lógica del culebrón más extravagante, con giros sorpresa y revelaciones inesperadas. Aunque nunca histéricas, eso hay que reconocerlo, y siempre ancladas o bien en el efecto cómico o en la más pura emoción de los personajes. La habilidad del creador para coordinar los múltiples puntos de vista y dar siempre material significativo a casi una veintena de actores debe también ser destacada, ya que no es fácil hacer eso en 47 minutos de capítulo, y más cuando Downton Abbey se caracterizaba en sus comienzos por los grandes saltos temporales entre episodios, cubriendo nada menos que doce años en cuatro temporadas, con meses de diferencia entre el final de un episodio y el comienzo del siguiente. Costó acostumbrarse a esta tendencia, sobre todo porque se diría que los personajes apenas han envejecido, pero a la postre era la mejor forma de afrontar hechos como la I Guerra Mundial, el movimiento sufragista femenino o la caída de los zares en Rusia sin que se apoderen por completo de toda la historia.
El centro de interés fue siempre este amplio grupo de personajes, a través de los cuales los responsables del drama hablaron de muchos temas de la época retratada y lo hicieron muy bien, sin que uno pensara que los personajes eran estereotipos andantes que solo existían para lanzar proclamas, sino seres de carne y hueso que reaccionan ante lo que pasa en sus vidas. Tiene sentido pensar que las cosas que les suceden les podrían suceder, porque la base está lo suficientemente bien preparada como para que así sea. Las mujeres de la serie pueden clamar por su parcela de independencia, los sirvientes pueden tomar conciencia de lo que implica su posición y la familia Crawley y alrededores pueden adaptarse a los cambios que trae el nuevo siglo. Puede haber amoríos, pasiones ocultas, bodas y embarazos y nunca da la impresión de que el creador esté tachando cosas de una lista. La autenticidad de la producción y el valor del trabajo de los intérpretes hace que esto no sea posible. Con el paso del tiempo, eso sí, la cantidad de maravillas que Fellowes podía sacarse de la manga fueron mermando, de manera que si las primeras temporadas estaban repletas de momentos destacables y picos de interés tratados concienzudamente (con la muerte de Sybill o la violación de Anna como cénit de esta tendencia), en las siguientes esto se dio de manera más intermitente, de manera que solo el tratamiento para “curarse” de Thomas o la posible resurrección de una historia de amor pasada entre la Condesa Viuda y el príncipe Kuragin eran capaces de emocionar como antaño.
«Serie sin miedo al ridículo a la hora de hablar de sentimientos en su estado más puro y que resultaba refrescante por su apuesta por la honestidad, su desenlace ha tenido de mérito de ser a la vez definitivo pero no radical».
La lógica de cuento realista se fue adueñando de Downton Abbey poco a poco, con sus esperados especiales de Navidas cargados de humor y dramatismo y sus imágenes de postal, que conjuraban la curiosa sensación de vivir en una clásica novela inglesa, en su variante de texto-río donde las diferentes historias van fluyendo y tomando caminos distintos. El problema llegó cuando se empezó a notar demasiado que solo había un guionista tras cada decisión narrativa (Tina Pepler y Shelagh Stephenson sólo trabajaron en la primera temporada, y como co-guionistas con Fellowes), lo cual se traduce en determinadas series en una deriva de la trama hacia los remiendos y parches de guión, hacia los deux ex machina o directamente hacia las tramas mal desarrolladas –el intento de suicidio de Thomas, la identidad secreta de Spratt, la enfermedad de Carson–. La suya ha sido una cantidad de trabajo considerable, y hubiera estado bien alguna intervención externa para dar algo de distancia con lo contado, ya que se pueden caer en vicios de escritura o arrinconarse en callejones sin (buena) salida.
Terminada por una mezcla de necesidad (los contratos de los intérpretes expiraban y Fellowes tenía otra serie firmada con la americana ABC desde hace un par de años) y buen juicio (siempre es mejor irse mientras se tengan buenas audiencias y la calidad todavía esté presente), Downton Abbey nos decía adiós el pasado 25 de diciembre tras poco más de un lustro en nuestras vidas. Deja un palmarés de, entre otros muchos más, 12 Emmy, 3 Globos de Oro y 4 Premios de la Unión de Actores –cifras que podrían crecer porque la sexta temporada todavía no ha computado en estos galardones– y la sensación de haber sido testigos de algo que, sin ser original, se las ingenió para nunca defraudar y siempre ofrecer un contenido anclado en la bondad inherente del ser humano. Si se era mezquino uno recibía su castigo, o se exploraba que esa mezquindad tenía unas raíces más profundas. Serie sin miedo al ridículo a la hora de hablar de sentimientos en su estado más puro y que resultaba refrescante por su apuesta por la integridad, su desenlace ha tenido de mérito de ser a la vez definitivo pero no radical. Un final demasiado ideal para el gusto del respetable pero del que no se puede decir nada especialmente malo, pero sí apuntar que las cabezas pensantes tras este drama no han arriesgado apenas en la conclusión. Las puertas del lugar se cierran para siempre y nos dejan con una sonrisa en los labios por haber visto y vivido lo que nos han mostrado. | ★★★ |
Adrián González Viña
© Revista EAM / Sevilla