Sangre, sudor y balas
crítica de 13 horas: Los soldados secretos de Bengasi (13 Hours: The Secret Soldiers of Benghazi, Michael Bay, EE. UU, 2016).
Denostado de manera prácticamente unánime por la crítica, que considera el grueso de su obra como la perfecta representación del anticine, Michael Bay parece tener muy claro, a estas alturas de la película, que su marca sí ha conseguido calar entre un sector muy amplio de la audiencia que acude en masa a cada nuevo trabajo que estrena. Hay que reconocerle que, para bien o para mal, tiene un estilo muy propio que hace que sus películas sean inconfundibles (algo así como un Terrence Malick para la generación MTV): estética cercana al videoclip, un montaje desbocado en el que los planos se suceden de forma rápida, con imposibles movimientos de una cámara nerviosa que puede llegar a aturdir, utilización del ralentí en los momentos claves de riesgo con el fin de subrayar el impacto visual de los mismos y, sobre todo, mucho, mucho ruido. El cine de acción y las grandes superproducciones son los dominios que Bay mejor controla y en los que se ha labrado sus mayores éxitos. Las dos entregas de Dos policías rebeldes, la aventura catastrófica Armageddon (1998) –contaminada por la empalagosa historia seudo-romántica romántica entre Liv Tyler y Ben Affleck– o la interminable saga sobre los Transformers destacan por potenciar al máximo los peores tics del cineasta, puestos al servicio de apabullantes blockbusters que, bajo sus efectistas imágenes de destrucción masiva, únicamente esconden la nada más absoluta. Sin embargo, sería injusto no resaltar también que, a veces, a Bay no le salen las cosas del todo mal. La roca (1996) puede considerarse una de las películas de acción más vibrantes de la década de los noventa; la primera mitad de la fantasía distópica La isla (2006) se sigue con considerable interés (pese a que, en su tramo final, vuelva a incurrir en las persecuciones de siempre); y con Dolor y dinero (2013) se marcó una ingeniosa comedia negra plagada de (por una vez y sin que sirva de precedente) inteligentes diálogos. De hecho, si omitimos el erróneo énfasis que se hace en el insulso triángulo sentimental de Pearl Harbor (2001), nos encontraremos ante un más que competente filme bélico que tiene su plato fuerte en la aparatosa reconstrucción del famoso bombardeo, casi 45 minutos de acción incesante en los que Bay utilizó todos sus recursos técnicos en beneficio del espectáculo audiovisual.
Cuando, tras la caída y muerte de Gadafi, líder de Libia, lo que comenzó como una manifestación contra la película La inocencia de los musulmanes –considerada anti-islámica–, frente al consulado norteamericano de Bengasi, acabó con un grupo de milicianos islamistas asaltando el complejo con el fin de atentar contra la vida del embajador americano Christopher Stephens. Fue un 11 de septiembre de 2012, coincidiendo con el aniversario del ataque a las Torres Gemelas, y seis miembros de Operaciones Especiales arriesgaron sus vidas para proteger a los supervivientes de una masacre que se extendió al cuartel secreto de la CIA, una vez que éste quedó al descubierto debido a la improvisada intervención. La heroica experiencia de estos mercenarios que, dejándose llevar por sus principios, llegaron a incumplir órdenes de sus superiores para sacar a treinta personas con vida fue plasmada en el libro de Mitchell Zuckoff 13 Hours: The Inside Account of What Really Happened In Benghazi en el que, a su vez, Michael Bay y el guionista Chuck Hogan encontraron el vehículo perfecto para lo que podría llegar a convertirse en un apasionante filme bélico. Con los antecedentes del director, nadie debería sentirse engañado: está claro que la historia tiene ese componente patriótico de ensalzamiento de los valores y el sentimiento de camaradería de los soldados norteamericanos y que se va acercar a aquel conflicto de forma superficial. Si ya en Armageddon, Bay convirtió en salvadores de la humanidad a un equipo de perforadores petrolíferos y en Pearl Harbor elevó a los altares a sus pilotos de las fuerzas aéreas, con 13 horas: Los soldados secretos de Bengasi, el director dibuja a los seis protagonistas como unos hombres que, ante todo, aman a su patria y, pese a tener familias esperándoles, vivían enganchados a la adrenalina que les provocaban las peligrosas operaciones paramilitares –sobre todo, proteger a espías y negociadores norteamericanos infiltrados en Libia–, por lo que siempre acababan abandonando sus hogares y volviendo al campo de batalla. Dada su apasionada entrega, resulta más vergonzoso el papel que la burocracia desempeñó en aquellos hechos, dificultando mediante decisiones erróneas las labores de rescate y dejando a sus hombres abandonados a su suerte en aquella trinchera rodeada de enemigos sedientos de sangre. En este sentido, a pesar de que la cinta evita ahondar en debates políticos, se agradece algo de crítica en el guion de Hogan.
«No estamos ante ninguna obra maestra pero lo cierto es que el último trabajo del realizador más desacreditado del momento consigue la difícil empresa de mantener al espectador agarrado a la butaca durante dos intensísimas (casi extenuantes) horas y media».
Pese a que los primeros compases de 13 horas: Los soldados secretos de Bengasi parecen retrotraernos a tensos thrillers como La noche más oscura (Kathryn Bigelow, 2012) o la serie Homeland, Bay, consciente de sus limitaciones fuera del campo de la acción física, rápidamente empuja a su película hacia una espiral de fuego cruzado, violentas emboscadas y explosiones por doquier que busca (y logra) la sensación de hiperrealismo, introduciendo al espectador en medio del conflicto bélico y haciéndole partícipe de la angustia y la lucha por la supervivencia de los protagonistas. Los epilépticos movimientos de cámara, el exceso pirotécnico y la enfática música de Lorne Balfe (emulando al maestro Zimmer), así como una apariencia de videojuego de guerra en algunas escenas de combate, están más justificados que de costumbre, consiguiendo (no sabemos si de forma involuntaria) que la sensación de caos y pesadilla sea palpable en la platea. Estamos ante una película excelentemente fotografiada por Dion Beebe, caracterizada por un ritmo incesante que, por contra, casi no deja espacio para el desarrollo de los personajes. Éstos están bastante desdibujados, pese a que se trata de camuflar la falta de profundidad a través de breves momentos de calma en los que los protagonistas mantienen conversaciones en las que manifiestan sus inquietudes y situaciones familiares, pero que solo consiguen trascender el arquetipo –especialmente evidente en el caso del personaje de graciosillo de turno que le toca interpretar a Pablo Schreiber– gracias a unos entregados trabajos de los actores, sobre todo de un John Krasinski que abandona momentáneamente sus papeles amables para encarnar a todo un action man de lo más convincente, y un carismático James Badge Dale que tiene todas las papeletas para perfilarse como futura estrella.
Pero la virtud más gratificante que nos depara el filme es que, después de una frenética primera mitad al más puro estilo Black hawk derribado (Ridley Scott, 2001) –la escena de la invasión al consulado está rodada con mucho nervio–, éste va adquiriendo una inquietante atmósfera –únicamente rota por algún golpe de efecto como ese plano cenital de la caída de un misil que copia al ya visto en Pearl Harbor– cercana al género de terror. Como si de una versión militarizada de El Álamo (John Wayne, 1960) se tratarse, los héroes de 13 horas: Los soldados secretos de Bengasi se encuentran, en su angustioso y dilatado último acto, sitiados en un ruinoso edificio por un enemigo poco definido que casi parece salido de una película de John Carpenter –Asalto a la comisaría del distrito 13 (1976), sin ir más lejos–, ya que la nocturnidad en la que actúa y la fantasmagórica niebla que le envuelve le otorga cierto carácter casi irreal. No estamos ante ninguna obra maestra –el epílogo con la bandera americana destrozada y esas mujeres y niños llorando a los islamistas caídos con el fin de mostrar un mínimo de objetividad, son subrayados un tanto forzados e innecesarios–, pero lo cierto es que el último trabajo del realizador más desacreditado del momento consigue la difícil empresa de mantener al espectador agarrado a la butaca durante dos intensísimas (casi extenuantes) horas y media, demostrando que, cuando encuentra un material adecuado y no es sometido a (algunas veces injustos) prejuicios, su impronta no tiene por qué ser sinónimo de mal cine. | ★★★ |
José Martín León
© Revista EAM / Madrid
Ficha técnica
Estados Unidos. 2016. Título original: 13 Hours: The Secret Soldiers of Benghazi. Director: Michael Bay. Guion: Chuck Hogan (Libro: Mitchell Zuckoff). Productores: Michael Bay, Erwin Stoff. Productoras: Paramount Pictures / 3 Arts Entertainment. Presupuesto: 50.000.000 dólares. Fotografía: Dion Beebe. Música: Lorne Balfe. Montaje: Pietro Scalia, Calvin Wimmer. Dirección artística: Marco Trentini. Vestuario: Deborah Lynn Scott. Reparto: John Krasinski, James Badge Dale, Pablo Schreiber, David Denman, Dominic Fumusa, Max Martini, Toby Stephens, Alexia Barlier, David Costabile, Peyman Moaadi, Freddie Stroma, Matt Letscher.