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    Cine Alemán Siglo XXI

    Berlinale 2016 | Día 4. Críticas: A quiet passion, Indignation, Cartas da guerra, 24 wochen, Quand on a 17 ans, We are never alone, While the women are sleeping & Shelley

    Sarah Gadon en Berlín

    Círculos viciosos

    Crónica de la cuarta jornada de la 66ª edición de la Berlinale.

    El cuarto día del Festival Internacional de Cine de Berlín ha prodigado generosamente sus opciones cinematográficas. Desplegada ya la Sección Oficial, poco a poco ha ido acrecentándose el número de candidatos al Oso de Oro. Si ayer brillaron L’avenir, de Mia Hansen-Løve, y Fuocoammare, de Gianfranco Rosi, hoy la competencia aumenta exponencialmente tras la proyección de 24 wochen, la más reciente producción de Anne Zohra Berrached —quien, hace tres años, despertó sumo interés aquí con su ópera prima Zwei mütter—, así como de Quand on a 17 ans, del veterano y laureado director francés André Téchiné. Este interesante equilibrio entre los autores con una consolidada carrera y las nuevas propuestas cinematográficas resulta francamente estimulante, pues las distintas aproximaciones estéticas a temas cercanos son símbolo de la constante búsqueda de la depuración en el modo de expresar una sentimentalidad, un contenido emocional, sin recaer en el conformismo o la mediocridad. Y este factor se interconecta hoy con otro hilo conductor digno de mención, tal como la apelación a los demás lenguajes artísticos; en concreto, a la Literatura. Tres importantes ejemplos exhiben el arrojo de explorar la conexión simbiótica: el antes productor James Schamus se atreve a escribir y dirigir la adaptación de Indignation, novela homónima del prolífico escritor estadounidense Philip Roth (llevado al cine anteriormente por Isabel Coixet con Elegy); las letras del genial autor portugués Antonio Lobo Antunes se materializan en la plástica del celuloide gracias al esfuerzo de su compatriota Ivo Ferreira, quien hace acopio de valor para transmitir el complejo mundo de flujo de conciencia y reiteraciones dubitativas de un amante exiliado por los horrores del colonialismo en Cartas da guerra; Wayne Wang, aquel director de carrera inconstante, prueba el acercamiento a las palabras que tan buen resultado le dio con Smoke (1995), contando en este caso no con el guion de Paul Auster, sino con un cuento de Javier Marías; autor que, por cierto, obtuvo prestigio intelectual aquí en Alemania, en Frankfurt, antes que en España —“Nadie es profeta en su tierra”, reza el proverbio—. Obras destacables en una programación ecléctica y siempre sugerente.

    Cartas da guerra

    CARTAS DA GUERRA

    Ivo M. Ferreira, Portugal / Competición.
    por Luis Enrique Forero Varela.

    En los albores del cine mudo, allá por el remoto año 1915, las películas proyectadas necesitaban una fuente emisora de sonido independiente, asunto resuelto con la inclusión de músicos tocando in situ, del mismo modo que la orquesta en el pozo de la ópera, y carteles intermitentes con textos complementarios. No fue hasta casi quince años después cuando la voz comenzó a abrirse paso en la jerarquía dominada por la todopoderosa imagen, centro (casi) absoluto de atención. Hoy, sin embargo, podemos encontrar interesantes ejemplos en que el sonido y la imagen, ambos con carácter autónomo, ofrecen experiencias paralelas o bien complementarias, pero dignas de la misma importancia. Es el caso de, por ejemplo, la proyección a la que hemos podido asistir esta mañana a primera hora en el Berlinale Palast, dentro de la competitiva Sección Oficial. El director portugués —y aquí la mención a su nacionalidad no es accesoria ni baladí— Ivo Ferreira es uno de los nuevos cineastas deudores de la vergüenza generacional de su país como dominador colonial, pero también de la sentimentalidad nostálgica asociada a la cultura litoral y una exploración en su vertiente lírica. Esta profunda preocupación por la Memoria Histórica (territorio explorado también por el compatriota Miguel Gomes y su magnífica Tabú), interconectada con uno de los pilares de la literatura portuguesa, Antonio Lobo Antunes, han sido los elementos convergentes para la realización de Cartas da guerra. En esta adaptación de los extractos biográficos del escritor D'este viver aqui neste papel descripto, una voz femenina recupera fragmentos de la correspondencia que el entonces médico militar envió a su amante. Textos de una belleza arrolladora que manifiestan el ansia por regresar a un cuerpo como quien vuelve a una patria, en medio de la barbarie y los coletazos finales del colonialismo portugués en Angola. La mano ejecutora de tales cartas apela no tanto a una panorámica del conflicto, sino más bien, de cómo este ha impactado en su modo de pensar las cosas. El flujo de conciencia del protagonista revela desesperación ante el absurdo de la guerra que lo mantiene alejado de su Ítaca, su Penélope. «[…] mi torre de Belén mi Nilo mi Ganges mi templo hindú mi arena entre los dedos mi aurora […] […] mi mujer». De manera paralela, la narración visual transcurre en blanco y negro, con una impecable fotografía que apuesta por el uso contraste y la cuidada organización de los elementos en cada plano. Los hechos descritos en este lenguaje, muy a pesar de la calidad pictórica, recrean las situaciones, digamos, bélicas, con menos soltura, ya en el límite entre lo evidente y lo predecible. La decepción ante esta disonancia en el ritmo se hace notable y quizás desmerece el resultado total. Sin embargo, no ha de entenderse con esto que estamos ante un filme mediocre; posee virtudes muy interesantes que hacen destacar el trabajo de su director. Y, por encima de todo, vale la pena asistir al esfuerzo en una propuesta de estas características, a medio camino entre lo visual y lo literario. (66/100)

    24 wochen

    24 WOCHEN

    Anne Zohra Berrached, Alemania / Competición.
    por Víctor Blanes Picó.

    No es fácil tratar un tema como el aborto, ni en el cine ni en ningún otro medio, por todas las implicaciones políticas, morales y personales que conlleva. En su segunda película tras Zwei Mutter, la alemana Anne Zohra Berrached se atreve a ello con la historia de Astrid, una humorista de éxito (curioso que sus chistes solo hagan gracia en la ficción y ninguna risa se escape en la sala de cine) a quien a los pocos meses de embarazo le comunican que su hijo nacerá con Síndrome de Down. Más tarde, en otra revisión rutinaria, le detectan una malformación en el corazón por la que, una vez haya nacido el bebé, tendrán que practicarle una complicada operación. Mediante una puesta en escena concentrada en primeros planos, 24 Wochen nos cuenta los dilemas a los que se deben enfrentar Astrid y a su pareja antes de la semana 24 a la que hace referencia el título, cuando todavía se puede abortar según la legislación alemana.

    Ante todo, no es una película sencilla. Es más, cabe destacar la valentía de la directora para afrontar con un discurso y una conclusión claros un tema tan delicado. Cierto es que su desenlace no contentará a cierto sector, pero lo importante es que toma partido, que se moja y defiende su postura, sin medias tintas ni claroscuros. Otro punto a su favor es que no pone el foco sobre el manido tema de aborto sí/aborto no, sino que se centra en la dificultad de tomar una decisión; muestra sin tapujos pero con bastante delicadeza el dolor que supone, en primer lugar, planteárselo, y en última instancia, llevar a cabo la decisión. De este modo, saca de la oscuridad y hace visible el dolor que viene aparejado con la aceptación de la libertad de elección de la mujer. Esta libertad de decisión no allana el camino, sino que supone una confrontación más, pero esta vez con una misma. Además, también plantea hasta qué punto esa libertad es real o viene condicionada por distintos factores del entorno que van apareciendo de manera más o menos sutil a lo largo del metraje.

    Es justo cuando se centra en el tema y plantea las cuestiones explicadas anteriormente que Berrached encuentra el tono y se acerca a la delicadeza y la sutileza desplegada en su anterior largometraje. Sin embargo, algo falla para que la película no sea redonda. 24 Wochen navega en aguas turbulentas y no a nivel temático (que, a priori, sería lo más peligroso), más bien a nivel de representación. El problema viene, en primer lugar, con el ritmo al inicio de la cinta. La inclusión de imágenes evocadoras, con voluntad poética y referencias al agua o a la infancia, que sirven como nexo entre escenas ralentizan el desarrollo y aportan un aura que se siente ajena. Otras decisiones como la visita a la iglesia o las apelaciones al espectador mediante la mirada directa y desafiante a cámara de la protagonista desconectan de una estructura que, en sus mejores momentos, invita a la reflexión sin gritos ni prejuicios, pero que no esconde su mensaje. (65/100)

    Quand on a 17 ans

    QUAND ON A 17 ANS

    André Techiné, Francia / Competición.
    por Víctor Blanes Picó.

    En su primera colaboración con la directora y guionista Céline Sciamma, autora de los libretos de Tomboy y Girlhood, André Techiné narra una historia con varios puntos en común con una de sus películas más exitosas, Los juncos salvajes. Ambientada en los Pirineos franceses, Quand on a 17 ans relata el acercamiento entre Tom y Damien, dos adolescentes que no se llevan nada bien en el instituto. Se pelean constantemente, hay una pulsión violenta entre ambos que los lleva a enfrentarse en más de una ocasión. La madre de Damien decide solucionar el problema de la manera más inesperada, invitando a Tom a vivir a casa y así poder ayudarlo a mejorar sus malas notas. La relación que se crea entre los tres va explorando sendas complicadas. La atracción de Damien por Tom es clara, pero Tom parece interesarse por la madre, mientras al mismo tiempo observa a Damien con una mezcla de curiosidad, tentación y rabia. Techiné nos habla del descubrimiento del latir sexual en la adolescencia. De esa predeterminación hacia la heterosexualidad implantada como un chip en la educación y de lo complicado que resulta para ambos personajes entender sus propios sentimientos. El director francés juega con maestría las cartas del tiempo. Divide la película en tres trimestres, desde el duro invierno al calor del verano, desde la frialdad de un interior congelado a la fogosidad de la pasión desatada, transitando por el florecer de la primavera. El filme sabe administrar los ritmos del acercamiento entre Tom y Damien e introduce de manera inteligente el concepto de la violencia como la manera de canalizar aquello que no alcanzan a entender.

    La relación física de los personajes con su entorno cobra especial importancia en el relato de Techiné. Las largas caminatas de Tom desde su granja en lo alto de la montaña hasta la escuela, paseando por laderas cubiertas de nieve, o sus escapadas para bañarse en un escondido lago, o el duelo entre ambos en un apartado claro del bosque, marcan el tono de una cinta que se empeña en mostrarnos a los cuerpos de los jóvenes en esa tensión propia del descubrimiento. Sus miradas, sus gestos y su postura corporal delatan los caminos que cada uno elige para entender sus sentimientos. Y es que Quand on a 17 ans captura la esencia de justo eso, de tener 17 años y despertar a los placeres carnales. Si, como decíamos, la tensión planea durante todo el metraje, son los obstáculos que encuentra en su desarrollo los que impiden que la cinta alce el vuelo y se convierta en una gran obra. Techiné y Sciamma introducen subtramas que emborronan la tensa atmósfera que se construye entre los dos protagonistas. El personaje de la madre de Damien es interesante, sobre todo en la parte central de la película donde también parece empezar a caer en la tentación del amor adolescente e irracional, pero la ambigüedad e inconcreción en este sentido y todo lo que acontece con su marido militar acaban siendo palos en las ruedas de la narración que en demasiadas ocasiones distraen y dispersan del contenido principal. Pero si la película consigue mantenerse segura a flote también es por el excelente trabajo de sus dos actores protagonistas: Kacey Mottet Klein y Corentin Fila nos regalan dos interpretaciones llenas de matices que van más allá de la mera superficialidad para retratar la fragilidad y el miedo que se esconden detrás de la esbelta y atlética fachada de un joven de 17 años. (70/100)

    A quiet passion

    A QUIET PASSION

    Terence Davies, Reino Unido / Berlinale Special.
    por Gonzalo Hernández Espinosa.

    Seguramente muchos conocieron a Terence Davies bien a raíz de La casa de la alegría, su adaptación de Edith Wharton del año 2000 que recuperó a una imponente Gillian Anderson un par de años antes de despedirse de Expediente X; o bien por The Deep Blue Sea (2011), con Rachel Weisz y Tom Hiddleston dándose la réplica en una historia de amor hermosamente rodada. Poco ha cambiado el cineasta británico. Aunque con enfoques diferentes, su perfil siempre ha sido el de un académico elegante y con mucho conocimiento sobre el material que trata, filmando cada historia siempre desde una óptica formalmente muy pulcra y con una composición de planos muy cuidada. Su aparición en la rueda de prensa no ha hecho sino confirmar estas impresiones de Davies como un hombre muy meticuloso, qué sabe lo que quiere y de qué manera. Un control que ha extrapolado en cada plano de A Quiet Passion, su última incursión en un drama de época en torno a una figura inglesa admirada mundialmente (sobre todo en países anglosajones): la de la poetisa Emily Dickinson, autora de algunos de los poemas más románticamente tenebrosos del siglo XIX y coetánea de las Hermanas Brontë, escritoras a las que admiraba con fervor y a las que se alude en varias ocasiones, junto a Jane Austen, abarcando una pequeña línea discursiva en torno a las mujeres creadoras y la condescendencia con la que se las trataba.

    A Quiet Passion no es tan sensorial como otros de sus filmes, pero sigue teniendo ese el sello clásico de su autor. Esta vez, a diferencia de otras de sus películas, parece haber optado por limitar sus movimientos de cámara casi únicamente para hilar escenas entre transiciones o bien para realizar contadas panorámicas en torno a algunos espacios de la casa, siempre con una cadencia muy marcada y con las pausas muy calculadas. A tal grado llega, que hasta los diálogos se sienten medidos, tanto en la interpretación como en la propia escritura, acentuándose el componente dramatúrgico en las réplicas y las declamaciones que, en conjunción al encorsetamiento de la planificación transmiten una sensación de opresión constante. Un sentimiento que sólo liberan las conversaciones, muy afiladas y muy ingeniosas y un ideario en sí mismas de reflexiones que parecen verbalizadas con la intención consciente de erigirse en frases lapidarias. La mayoría, como no, salen de la boca de Emily Dickinson, una Cynthia Nixon a la que Davies ha decidido regalarle la película para, a través de sus primeros planos, definir un personaje caracterizado por una fuerza de carácter que definió gran parte de su vida. Nixon apela a su sonrisa, inocente en apariencia pero sabiendo esconder una ironía y un sarcasmo que con los años fueron acentuando la amargura del personaje. A Quiet Passion respira contrastes, por lo que citábamos hace un momento: el encorsetamiento, casi maniático, de una puesta en escena basada en reglas muy básicas y claras: conversaciones en plano/contraplano, plano general para captar la acción, y un preciosismo visual que enmarca gran parte de los fotogramas de formas muy pictóricas, casi siempre con gran angular. Todo en alta definición y con un uso de las texturas muy nítido. Contención sonora, permitiéndose apenas contadas licencias musicales y poéticas para dar como resultado un conjunto muy limpio, tanto en montaje como a nivel visual, que se convierte en lacra para gran parte del público por cuanto la sensación que acaba transmitiendo es la de situarse cerca de los ejercicios teatrales de Sorkin (salvando mucho las distancias), situando toda la importancia en las palabras y los rostros, donde se rompe la quietud formal en pos de una vibración discursiva que es puramente dialogada.

    El placer de A Quiet Passion no cabe encontrarlo tanto en el reflejo de un biopic al uso, como en la manera en la que su director ha decidido enfocar a una mujer definida, a parte de su poesía, por su marcada independencia, cuestionada a lo largo de toda su vida por aquellos que la rodeaban, culpando en parte a su agnosticismo de la soledad a la que ella misma acabó abocándose. No es un placer que sea de digestión sencilla pero hay que decir a favor de Davies que en ningún momento enseña las cartas equivocadas, todo lo contrario. Inmediatamente uno se dará cuenta de si entra en la propuesta o prefiere quedarse fuera, cuando a los cinco minutos, una preciosa Emma Bell (vista en The Walking Dead) encarnando con mucha candidez a una joven Dickinson, acuda al teatro a presenciar una ópera y la cámara decida captar, en un plano general fijo, al grupo familiar disfrutando de la obra a lo largo de un minuto. Es una secuencia muy breve pero que define el resto del metraje, un desarrollo marcado por el humor sibilino y de miradas contrariadas que encuentra su cima en la secuencia en la que Cynthia Nixon y Jennifer Elhe (Emily y su hermana en la ficción) comparten un té con el reverendo y su esposa, enfrentando la rebeldía inherente de Dickinson al tradicionalismo de una sociedad religiosa que en algunas costumbres resulta absurda para ella. El amor del cineasta hacia ella es infinito. Lo demuestra en cómo dirige a Nixon, en las frases que le ha brindado y en la imagen final con la que cierra la película, pero precisamente esa reverencia le impide ser un poco más natural en las formas, como si temiera traicionarla al tomarse libertades. Idealización que tampoco incide del todo en su declive psicológico, no lo suficiente para ser canon, como tal vez le gustaría a Davies. A pesar de ello, es un trabajo que los seguidores más estetas del cineasta seguramente sabrán apreciar, regido por una solemnidad marcadísima y, sobre todo por el amor, incluso exacerbado, de un director hacía su musa. (70/100)

    Indignation

    INDIGNATION

    James Schamus, Estados Unidos / Panorama Special.
    por Gonzalo Hernández Espinosa.

    Parte del discurso de Philip Roth siempre ha sido el de los judíos americanos en Estados Unidos y su enfrentamiento a una sociedad que tan pronto los margina como los acepta en su seno, abordando la problemática con la que han asimilado su vida allí. Lo hizo en Goodbye, Columbus, su primera novela, a través de la relación que un estudiante que se enamora de una joven de alta sociedad evidenciando el clasismo existente aunque soterrado que marcaría la relación; y lo ha vuelto a lograr en Indignación, pero esta vez, cambiando ligeramente los detalles para hablar de cómo un joven judío universitario de clase humilde que se considera agnóstico se enfrenta a una moralidad a la que no está acostumbrado, tambaleando el que hasta ese momento había sido un inmutable sistema de valores. La base desde luego es buena, y cualquiera que haya leído una novela del escritor sabrá que su prosa posee mucho carácter; precisamente el que le falta a James Schamus, colaborador habitual en algunos de los guiones de Ang Lee y productor ejecutivo de muchas de sus películas así como de algunas estreno reciente como Sufragistas y otras en plena Berlinale como Alone in Berlin de Vincent Perez y que se presenta en Sección Oficial.

    Pero más allá de endogamias que a nadie sorprenden en el mundo del cine, Indignation es un filme que aunque lo intenta, no se esfuerza lo suficiente por reflejar la intensidad sexual y psicológica que impregna las historias de Roth. Tiene un buen casting, sí, y de hecho Logan Lerman ayuda muchísimo a ocultar las debilidades de su director calcando un personaje que le va como anillo al dedo. El de un chico algo apocado, buen estudiante, discreto, tímido pero con porte que prefiere aislarse del resto de gente antes que formar parte de una elite que enseguida le reclama. Este afán de exclusión se convierte en otra parte importante de la identidad de la historia y tiene su mejor representación en una secuencia en el despacho del decano sustentada en unos diálogos mordaces, rápidos y muy inteligentes (donde por primera vez se siente de verdad el poder de Roth en pantalla) y que se convierte sin duda en la más eficaz de todas. Por su parte, aunque Sarah Gadon tiene un buen rol y ha demostrado sobradamente que tiene un talento enorme para encarnar personajes muy enigmáticos, aquí no se la termina de ver del todo cómoda a pesar de cumplir con mucha corrección con lo exigido. Uno tiene la sensación de que la culpa no es tanto suya como de un guión mal enfocado que no termina de ahondar tanto en su psique, utilizándola más como un contrapunto a través del cual dibujar al protagonista. Una lástima porque la propuesta se acaba percibiendo como una oportunidad desaprovechada, lastrada por un convencionalismo que no debería ser tal adaptando a uno de los autores más incisivos de la literatura contemporánea norteamericana. (60/100)

    We are never alone

    WE ARE NEVER ALONE

    Nikdy nejsme sami, Petr Vaclav, República Checa / Forum.
    por Víctor Blanes Picó.

    He aquí el retablo de personajes que nos presenta la película checa We are never alone: un exvigilante de prisiones obsesionado con la seguridad; su vecino hipocondríaco con tendencias suicidas; la mujer de este, que regenta una tienda pero se enamora repentinamente del dueño de un burdel; una de las prostitutas del burdel, a cargo de su hija, con el marido en la cárcel y que pasa más tiempo ebria que sobria. Todos ellos residen a pie de carretera en una zona rural del país. Descubrimos a unos personajes con mucha enjundia, abiertos a posibilidades infinitas si se agitan correctamente los ingredientes del cóctel. Pero aparte del correcto punto de partida en la creación de sus protagonistas, la película hace aguas porque se aboca a la irracionalidad y yerra en el tono. A este conjunto de histriónicos seres les habría venido como agua de mayo la batuta de realizadores tan diversos como Wes Anderson, Ari Kaurismäki o Jim Jarmusch. Autores con una clara conciencia estética y de puesta en escena. Pero Petr Vaclav, que con esta firma su cuarta película, no consigue encontrar la manera de mirar a sus pequeñas creaciones con un poco más de mala baba y con la intención justa. En ocasiones se los toma demasiado en serio; en otras, propone sin concretar un acercamiento más irónico. Pese a ello, nos deja escenas delirantes, como el intento de protegerse de los estragos del tabaco utilizando un preservativo en la lengua o los esfuerzos del hijo del exguarda por volver todavía más paranoico a su padre; otras tanta, en cambio, resultan abruptas y fuera de lugar al no encajar en un puzle mal construido, como la gratuita escena escatológica o el peligroso juego final con la escopeta.

    Pero quizás lo más irracional e incomprensible de toda la película sean sus decisiones a nivel estético. En los primeros segundos de la película, incluyendo sus títulos de crédito, la imagen adquiere la textura del celuloide, con sus pequeños errores aquí y allá, que abandona en seguida para recuperarla justo en los segundos finales. Además, tras 20 minutos de metraje, cambia del blanco y negro inicial al color sin motivo aparente, para intercalarlos nuevamente hacia el desenlace sin que uno encuentre explicación alguna. Esta sensación de arbitrariedad en la puesta en escena, de no saber hacia dónde ir ni qué contar, echa por tierra una propuesta plagada de buenas intenciones. (45/100)

    While the women are sleeping

    WHILE THE WOMEN ARE SLEEPING

    Wayne Wang, Japón / Panorama Special.
    por Luis Enrique Forero Varela.

    La exploración de los abismos de la creatividad artística ha sido un tema abordado en infinitud de ocasiones y, en esta que nos ocupa, el honkongés Wayne Wang (Smoke) ha optado por entremezclarlo con un género tan proclive a estos asuntos como el “thriller”. La idea original surgió de un cuento del escritor español Javier Marías, que daba título a una antología de relatos breves publicada en el año 1990. Mientras ellas duermen sirve, pues, de base para este filme, titulado While the women are sleeping, que comienza con una premisa muy interesante. El motor de la acción, situada en un lujoso hotel de vacaciones japonés, es la curiosidad. La simple y mera curiosidad de una pareja, él, escritor y ella editora, por dos huéspedes del hotel a los que observan en la piscina. Esta aproximación con tintes de vouyerismo a las vidas de los otros —visto en posteriores obras del escritor, como Los enamoramientos— revela el carácter obsesivo y autoflagelante de su protagonista, acosado por la incapacidad o la falta de ganas para escribir una nueva novela, pasado su primer gran éxito editorial. La inquietante pareja a la que observa, en una suerte de tributo a Alfred Hitchcock, pronto va absorbiendo toda su atención, no se sabe si producto de la voluptuosidad de la mujer o el estímulo que supone en su afán creativo. El hombre, encarnado con el hieratismo habitual del Takeshi Kitano que se pone frente y no tras la cámara, va a todas partes seguido por una muchacha sumamente joven, inquieta y seductora. Casi transformado en un trasunto del personaje Humbert Humbert, en sus conversaciones de los vemos la alargada sombra del clásico de la literatura del siglo XX, Lolita, de Vladimir Nabokov y su maravillosa adaptación cinematográfica hecha por Stanley Kubrick en 1962. Si esta premisa, no demasiado original, podía llegar a parecer medianamente interesante, pasados unos minutos del metraje la película se va adentrando progresivamente en los convencionalismos más sobreexplotados del género, todos y cada uno de los clichés de una larga lista que incluye encuentros con sujetos ligeramente estrambóticos —remembranzas también de Carretera perdida, de David Lynch—, persecuciones en la calle, irrupción clandestina en habitación ajena, interrogatorios excéntricos con agentes de policía suspicaces, confusión entre qué es real, posible crimen cometido por quién sabe qué personaje o la especulación sobre el vínculo de la esposa del protagonista con el enigmático sujeto. Wang no consigue mantener el interés del espectador e incurre además en el error de alargar excesivamente el metraje. Lamentablemente, y en la humilde opinión de estas manos, While the women are sleeping ha concluido como un experimento fallido basado en buenos antecedentes. Otra vez será. (45/100)

    Shelley

    SHELLEY

    Ali Abbasi, Dinamarca / Panorama.
    por Gonzalo Hernández Espinosa.

    El pánico a la maternidad es un tema que las artes han tratado siempre, encontrando en Mary Shelley una de sus principales fuentes inspiradoras. En el caso de Frankenstein o el moderno Prometeo, publicada en 1818, se abordaba a través de la metáfora del propio monstruo nacido de las manos de un científico que, obsesionado con crear un ser autoconsciente, intenta evitar que éste se rebele enseñándole, como un niño, lo que significa vivir. A través de este clásico de la literatura gótica, la señora Wollstonecraft volcó en ella todos los terrores que le produjo el nacimiento prematuro y posterior fallecimiento de su primer hijo. Precisamente lo que le ocurre a la protagonista de Shelley (2016), Louise, una mujer introvertida y silenciosa que ha decidido aislarse junto a su marido en una cabaña en mitad de un lago, en una zona montañosa donde la niebla lo cubre todo, como una huida del trauma que le supuso que su primogénito naciera muerto. Hasta tal punto llega que decide vivir sin electricidad ninguna, a excepción de un teléfono con dial que supone su única conexión con el exterior. Para llevarnos hasta allí, el director nos presenta a Elena, una chica joven contratada por la pareja para cuidar de Louise, en permanente estado de apatía y debilidad desde el incidente, cuando supo que no podía tener hijos.

    Empezamos directamente en la carretera y en menos de cinco minutos la cámara ya se ha metido en la cabaña. Ali Abbasi prioriza el trabajo de atmósfera por encima de cualquier otro aspecto y, como suele ocurrir, eso conlleva que otros elementos parezcan algo descuidados. En su afán por ir intensificando la tensión que se crea entre estas dos mujeres cuando Louise le pide a Elena si puede ‘tener a su hijo’, la iluminación va descendiendo, las escenas nocturnas se multiplican y la salud de Elena empeora. El guion no es precisamente sutil y es muy fácil captar las intenciones de Shelley incluso aunque no se pretenda. Una vez llega al núcleo del desarrollo, el director se obsesiona en la recreación de una situación que no cambia hasta bien pasado el ecuador del metraje, documentando las dificultades de Elena en el proceso del embarazo así como las preocupaciones de Louise para con ella y el niño. Los espacios cobran vital importancia y se siente un leve aroma de terror victoriano en la decisión (muy consciente cara a algunas escenas) de omitir la electricidad de la historia, pues la ancla a un ambiente más primigenio y ausente casi por completo de influencias externas que rompan el tono. En algunos momentos lo consigue de manera muy decente pero sus fuentes de inspiración son tan evidentes que el filme no consigue desembarazarse de ellas. Por ahí navegan el fantasma de Mia Farrow enclaustrada en la cabaña en la que Lars von Trier encerró a Charlotte Gainsbourgh, meciendo con temor a la dulce criatura llamada Damien; de Polanski quiere tomar la concepción de los espacios, sobre todo de su imprescindible trilogía del apartamento (El Quimérico Inquilino, La semilla del diablo y Repulsión) sin llegar su nivel de maestría, y de Von Trier en el tono malsano, de maldad visceral que subyace en los ojos de un niño así como la animadversión materna hacia este.

    Un tema que da para reflexiones poderosas y que ha demostrado entregar ejercicios de estilo donde la fuerza radica casi siempre en la posible hipnosis ambiental, punto fuerte de Shelley, y en la opresión que ejerce el espacio. Más allá de eso, no todo funciona. Abassi utiliza algunos elementos clásicos del subgénero (desde ‘la institutriz’ que va a cuidar al invalido, al perro amenazante, la oscuridad del bosque o los crujidos constantes) pero no los articula de manera demasiado impactante y cuando lo hace, el público ya ha perdido la predisposición. En esos casos, sólo queda la dignidad de una actriz entregada y aquí es de agradecer la presencia Ellen Dorrit Petersen, interprete noruega que ya pasó en 2014 por Panorama presentando la magnífica Blind (2014), debut en la dirección de Eskil Vogt y donde se nos mostraba con un personaje muy hermoso y hermético, una cualidad de misterio que le otorga el poseer un rostro único y de una belleza casi etérea. Ella es el gran placer de Shelley. (50/100)


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