Nuevo laberinto para un nuevo minotauro
El laberinto (William Cameron Menzies, 1953).
Pocas cosas hay más sugerentes y que despierten nuestro apetito de misterio que la imagen de un laberinto: una prueba mental que también es el reflejo poético del inconsciente, un lugar para perderse que puede pasar de ser un paseo por la aventura a un viaje a una pesadilla sin retorno. Tema recurrente en poetas, filósofos, escritores, cineastas y en el pasado el culmen del gusto artístico por los jardines, donde construir uno en su interior levantando setos con una oculta guía hacia su centro era la máxima expresión del barroquismo ornamental. Un castillo rodeado por inmenso jardín cuyo corazón alberga una de estas construcciones es todavía objeto de admiración y expresión de belleza, pero también de escondidos secretos y una poderosa invitación fantasmal. La literatura fantástica ha aportado la idea del mal asociada a una casa de laberínticos pasillos, muestra física de la mente enferma de quien lo diseñó. Lo gótico decadente impregna cada muro que nos separa sin remedio de la salida, con la ironía de que su magnética fascinación también está asociada a los juegos infantiles más inocentes. La película El laberinto (The Maze, 1953), la última que dirigiera en su carrera William Cameron Menzies, da inicio con un plano nocturno de un laberinto con un estanque en su centro que ya nos impregna de todas estas sensaciones. Y justo el plano siguiente, antes de los títulos de crédito, un onírico travelling hacia la puerta cerrada del mismo nos invita a penetrar en lo desconocido. Un cartel señala que no debemos entrar, pero la cámara no se detiene y la puerta se abre dejándonos el camino expedito hacia su interior. Aparecen entonces los créditos, pero nuestro corazón ya está ganado por la poderosa y enigmática secuencia. Menzies era un reputado director artístico que había vivido momentos de gloria desde los tiempos del cine también en el diseño de producción, quizá siendo su punto álgido los trabajos para El ladrón de Bagdad (The Thief of Bagdad, Raoul Walsh, 1924) y Lo que el viento se llevó (Gone with the Wind, Victor Fleming, 1939), junto a los dos Óscars que ganara con las películas El mejor caballero (The Dove, Roland West, 1927) y Tempestad (Tempest, Sam Taylor, Lewis Milestone y Viktor Tourjansky, 1928), ambos en el mismo año de 1929. Su trayectoria como director de cine fue más modesta, pero nos dejó también grandes películas: el maravilloso delirio pulp Chandú (Chandu the Magician, codirigida por Marcel Varnel en 1932), la soberbia y grandiosa visualmente La vida futura (Things to Come, 1936) con guion del gran Herbert George Wells basado en su propia novela de 1933 The Shape of Things to Come, o la simpática Invasores de Marte (Invaders from Mars, 1953), que dirigiera justo antes de The Maze. Estas dos últimas las rodaría en un sistema de moda entonces, el 3D o imágenes en tres dimensiones, que visto hoy resulta que es también lo más moderno.
El laberinto, cuyo diseño de producción corrió a cargo del mismo Menzies, se inicia con un prólogo que bebe del más tradicional relato gótico de espectros, con un castillo señalado por una alta y siniestra torre que se alza en los solitarios Highlands escoceses, flanqueado por una niebla espesa como un mal sueño que impregna con su frialdad las paredes de ancestrales piedras y el siempre misterioso laberinto del título que domina sus jardines. La fotografía de marcado carácter expresionista, de ominosas e imposibles sombras siempre que la acción discurre en el interior del castillo, corrió a cargo de Harry Neumann, un experimentado director de foto que ya entonces cumplía 62 años y que aún tendría muchas películas por delante. El guion fue escrito por Daniel B. Ullman basándose en una novela, que por desgracia no hemos podido leer, de Maurice Sandoz, Le labyrinthe (1949), un escritor suizo inspirado por el surrealismo en sus obras de temática fantástica. Este carácter de ensoñación surrealista ofrecerá los mejores momentos del filme, al cual la evidente falta de presupuesto acabará por ayudar como de igual forma lo hizo en la deliberada abstracción formal de la que hacía marca de estilo la anterior Invasores de Marte. En el mentado prólogo se nos narrará con la concisión habitual de la serie B el misterio que sostendrá el desarrollo de la trama. Los barones herederos del castillo fallecen en extrañas circunstancias nada más hacerse cargo del título. Una herencia maldita que llega hasta la época actual, donde el joven Gerald MacTeam, el siguiente en la línea sucesoria, recibirá la noticia de que debe viajar al castillo pues su tío, al que no ve hace años, ha muerto. Gerald (el sólido y eficiente actor Richard Carlson, bregado en este tipo de producciones baratas) está a punto de casarse con Veronica Hurst (Kitty Murray), por lo que debe abandonarla para atender el imprevisto familiar. Esta dejará de tener noticias de él, y sin arredrarse ante el abandono parte rauda acompañada por su tía en su búsqueda viajando al castillo de los horrores. Gerald las recibirá con una frialdad inhumana. Esto podría ser más o menos el desarrollo normal, pero en la película se recurre a la tía de la joven, Katherine Emery (Edith Murray), que ejerce la voz de narradora dirigiéndose directamente al espectador plantándose ante la cámara para contarnos desde el presente estos extraños acontecimientos. Menzies encuadra a la actriz en la parte inferior del plano creando una poderosa sensación de extrañeza y desasosiego, que se verá potenciada cada vez que veamos a los personajes dominados por el imponente escenario del castillo instalándolos en un esquina del cuadro, empequeñeciéndolos como si la historia y los muros los aplastaran, aislándolos en la soledad de sus inmensas estancias. Tras las secuencias en las que hemos visto a la feliz pareja disfrutar de sus últimos días de noviazgo en entornos luminosos y alegres del mundo moderno, ambientes mundanos y multitudinarios como son una sala de fiestas o la piscina de un hotel de lujo, verlos constreñidos por las paredes con ventanas cegadas del castillo aumentan los sentimientos de temor y angustia. El pasado teje su red de oscuridad y maldición sobre todos los protagonistas atrapándolos sin remedio. “Es como estar en otro mundo”, dirá uno de los mayordomos a las dos inesperadas visitantes. No se podría decir con más diáfanas palabras.
«Un vago aroma a relato de H. P. Lovecraft engrandece su resolución pese a su evidente ingenuidad, y la sensación final es la de que hemos asistido a un excelente relato fantástico que en sus mejores momentos nos ha hecho vislumbrar el verdadero horror sugerido en cada sombra y recodo del castillo y su laberinto».
Puertas cerradas, caminos prohibidos, pisadas que se arrastran en la noche por los pasillos, la ausencia de luz eléctrica y de cualquier comodidad del siglo XX, extrañas huellas en la escalera principal, la niebla espesa que recibe a las dos mujeres a su llegada a la ancestral heredad… Todo un festival de delicias góticas que Menzies ambienta de manera magistral impregnando cada plano de un fascinante sentido de lo fantástico. El secreto familiar nos retrotrae a la excelente película de Robert Stevenson Alma rebelde (Jane Eyre, 1943), otra joya del gótico cinematográfico basado en la inmortal novela de Charlotte Brontë. Sin embargo no todo es perfecto en The Maze. La joven Veronica decidirá escribir a sus amigos, que son también los del torturado Gerald, para que acudan al castillo y lo ayuden a salir de su pertinaz depresión mórbida. De repente, los solitarios salones se llenan de gente normal contando chistes y el relato pierde ritmo y tensión. Pero nos da igual. Lo mejor está por venir. Y lo mejor es el ya más que esperado paseo por el laberinto de Veronica, paseo que ya hemos visto truncado una vez por su prometido que le tiene prohibida la entrada en él. Verónica ha vislumbrado fugaces luces en la noche desplazándose entre los altos setos y está decidida a desvelar el misterio. La secuencia final en la que al fin Verónica y su tía se adentrarán por los pasillos del laberinto supone un clímax sensacional rodado con absoluta mano maestra por Menzies. Travellings de retroceso enmarcando a las dos mujeres iluminadas por la feble luz de una vela que se ahoga en los oscuros muros de la delirante construcción provocan una tensión casi insoportable. Penetramos con ellas en el corazón de lo extraño y las acompañamos a través del enrevesado dibujo de los caminos que parecen perderse en un hilo de continuidad infernal. El desenlace llega entonces y el secreto se desvela. Todo es tan inesperado y estrambótico, en parte por culpa de unas no muy atinadas líneas de diálogo sumado esto a la falta de medios que aquí sí pesan en contra de la atmósfera terrorífica, tan naif también, que acaba resultando encantador en su modestia. Un vago aroma a relato de H. P. Lovecraft engrandece su resolución pese a su evidente ingenuidad, y la sensación final es la de que hemos asistido a un excelente relato fantástico que en sus mejores momentos nos ha hecho vislumbrar el verdadero horror sugerido en cada sombra y recodo del castillo y su laberinto. A estas alturas se han olvidado de que la tía Katherine era la narradora, pero tampoco nos importa. Hemos tocado lo extraño con nuestros dedos, hemos sentido cada jirón maligno de niebla humedeciendo nuestras ropas, hemos vuelto con pavor la mirada a cada vuelta del intrincado laberinto, y en esto reside y pervive la grandeza de esta pequeña película.
Ficha técnica
USA, 1953. Título original: The Maze. Director: William Cameron Menzies. Guion: Daniel B. Ullman, basado en la novela de Maurice Sandoz. Productora: Allied Artists Pictures. Productor: Richard V. Heermance. Productor ejecutivo: Walter Mirisch. Estreno: 2 de julio de 1953. Fotografía: Harry Neumann. Música: Marlin Skiles. Montaje: John C. Fuller. Diseño de producción: William Cameron Menzies. Dirección artística: Dave Milton. Decorados: Robert Priestley. Intérpretes: Richard Carlson, Veronica Hurst, Katherine Emery, Michael Pate, John Dodsworth, Hillary Brooke, Stanley Fraser, Lilian Bond, Owen McGiveney, Robin Hughes.