«Brasil ha llevado a cabo un tremendo desarrollo en los últimos diez años y eso tiene un impacto en las relaciones humanas. En el imaginario colectivo, los habitantes de la zona del nordeste de Brasil quieren irse de allí porque ya no aguantan más la pobreza y la miseria. Quería proporcionar una mirada distinta: no quería hacer una película de gente que se quiere ir, sino de gente que quiere cambiar su propia vida, que quiere soñar sin abandonar».
Con su primer largometraje de ficción, Ventos de agosto, se llevó una Mención Especial en el Festival de Locarno en 2014. Un año después, en la sección Orizzonti del Festival de Venecia se alzó con el Premio del Jurado con Boi neon. Hablamos del director brasileño Gabriel Mascaro, una de las voces más interesantes, diferentes y estimulantes que encontramos en el panorama cinematográfico. Su manera de conectar el cuerpo, los personajes y el paisaje es un verdadero soplo de aire fresco en el cine contemporáneo. Aprovechando su paso por Gijón, donde esta última película participaba en la Sección Oficial, pudimos charlar con él sobre sus películas y su particular mirada.
Me gustaría empezar hablando de tu etapa anterior a la ficción. El tratamiento de tus primeros documentales está presente en tu trabajo actual. Por ejemplo, el modo de colocar la cámara y esperar a ver qué ocurre, como buscando una especie de tableaux vivant. Has cogido elementos documentalistas y los has pasado a la ficción.
Sí, efectivamente. Ese es parte de mi trabajo anterior, pero también tengo otros trabajos de reapropiación de la imagen no producida por mí, como es el caso de Doméstica, una película en la que pedí a varios adolescentes que grabaran a las empleadas domésticas que trabajan en sus casas durante una semana. Luego, me entregaron el material y yo hice la película. Toda esta experiencia previa en el documental fue muy importante para poder llegar a la ficción. Fue un proceso muy rico. Al principio yo estaba interesado en la autoficción, en cómo las personas consiguen imaginarse a sí mismas y llegar a construir otra persona. A veces eso, desde el punto de vista simbólico y documental, es mucho más potente que el hecho de entrevistar y preguntar a la persona que tienes delante. Normalmente, saber quién quiere ser es más importante que saber quién es. En ese proceso de autoficción descubrí muchas cosas potentes, poderosas. Ventos de agosto surge cuando intentaba hacer una película en un contexto de un imaginario muy fuerte. Toda la historia que se ve de las olas que se comían el cementerio de los pescadores, todo era verdad. Las personas con las que tuve contacto en el lugar donde se desarrolla tenían una relación muy específica con la muerte. La ficción me pareció una estrategia mucho más poderosa para acercarme a ese imaginario.
Entonces, el paso del documental a la ficción nace también del propio paisaje, de lo que ocurre en el lugar que querías retratar.
Sí, y en el caso de Boi neon fue justo eso. Empecé a investigar ese lugar de rápida transformación económica. Brasil ha llevado a cabo un tremendo desarrollo en los últimos diez años y eso tiene un impacto en las relaciones humanas. En el imaginario colectivo, los habitantes de la zona del nordeste de Brasil quieren irse de allí porque ya no aguantan más la pobreza y la miseria. Quería proporcionar una mirada distinta: no quería hacer una película de gente que se quiere ir, sino de gente que quiere cambiar su propia vida, que quiere soñar sin abandonar. La literatura y el cine construyeron una idea muy mitificada, como muy pura, del hombre trabajador. El hombre trabajador es valiente, si está en la miseria, sale de ella, tiene coraje. Y cuando estaba investigando no es eso con lo que me encontré. Las personas tienen otra vida, tienen otra forma de relacionarse, otras referencias de la cultura pop: cómo se visten, lo que sueñan… Es muy distinto.
Es cierto que esa relación entre el ser humano y el lugar que habita ya está presente en el documental Um lugar ao sol, en el que retratabas la vida de los ricos en sus áticos desde donde el horizonte se perdía en el infinito. En Ventos de agosto lo hacías explorando las posibilidades del sonido, pero aquí, en Boi neon, vemos un trabajo de colores y texturas.
El color y las texturas son importantes porque me permiten jugar con algo que para mí era muy importante: la ambigüedad de la imagen. Hay imágenes que, a primera vista, te presentan algo, pero que con el tiempo te llevan hacia otro lugar. Boi neon usa mucho este movimiento: empieza con una premisa y te lleva hacia otra. Como la escena con el montón de basura de ropa, que en un primer momento puedes llegar a pensar «¡qué bonito!», pero no, es basura. El tiempo se encarga de cambiar lo que sentimos. Creo que la película juega mucho con las expectativas y las imágenes van poco a poco transformando cada experiencia. Y en cuanto al paisaje, creo que la película se centra en el paisaje como geografía humana, como la resistencia del cuerpo en el espacio.
Vemos en la cinta un contraste entre los colores pardos de la tierra y todo el color que invade la vida de Iremar, el protagonista. ¿Cómo encontraste el personaje de Iremar?
Inicialmente intentaba hacer una película sobre los dueños de los caballos. Después descubrí en la vida real a un vaquero que trabajaba limpiando los rabos de los toros y en una fábrica de ropa. Porque en esta región de Brasil el gobierno ha invertido mucho dinero para desarrollar la industria de ropa de surf, pero en este lugar no hay playa, es un lugar casi desértico. Es surrealista. La película se adueña de esta experiencia surreal de forma muy naturalista, como si fuese un documental, y crea un mundo en suspenso creado por ese capitalismo violento que intenta desarrollar la vida y la economía de las personas en poco tiempo. Crea una idea de consumo, pero no piensa tanto en la cultura.
Entonces Iremar está inspirado en una persona real.
Sí, en pequeños elementos simbólicos de la gente de la zona que hablan mucho sobre el cuerpo y sobre las relaciones de poder. Por ejemplo, descubrí en la investigación que estas personas, cuando tienen dinero, casi con su primer salario, lo primero que hacen es arreglarse los dientes. No es por necesidad médica, es cuestión del estatus social, para mostrar que tienen dinero. Esas pequeñas cosas fueron las que me inspiraron.
Ese juego de clases sociales se puede entender en la dicotomía entre toro y caballo: el toro se somete a la elegancia del caballo. La manera de tratar a ambos es muy diferente.
Sobre todo se ve en relación con el cuerpo. No es una película de grandes acontecimientos, sino de gestos. Me interesaba mucho ver como afectaba en todo esto la energía corporal. Veía la película como una danza, como una perfomance corporal. Cuando empecé a ver vaquejadas [rodeo típico brasileño donde un par de jinetes deben derribar al toro cogiéndolo por la cola, ndlr] me di cuenta de que todo estaba muy ritualizado. Tenían automatizado el proceso de limpiar la cola al toro y que salga al ruedo, limpiar y al ruedo, limpiar y al ruedo… Era como una especia de fordismo, de industria, pero con cuerpos. Esto se enfrenta a la energía corporal frente a los caballos, en contraposición a cómo se trata a los toros. Hay una distinción corpórea muy acentuada en todo el espacio entre los dueños de caballos y de toros. Es una película sobre las relaciones de poder del cuerpo en el espacio.
¿De dónde sale la idea de usar esos tonos neones, los colores fluorescentes?
Intentaba retratar un lugar en suspensión, un lugar que es como una alegoría de un sueño, en ocasiones artificializado, y mezclar el neón con los toros proporciona una hipersignificación muy loca de una tradición; es un gesto de belleza ambigua. Es como Iremar, que tiene su poética, pero al mismo tiempo afloran sus fragilidades, su vulnerabilidad, y también sus sueños.
Ese mundo de anhelos también está en Ventos de Agosto, donde la protagonista, Shirley, había vuelto al pueblo pero se le quedaba pequeño, le encantaba diseñar tatuajes y ese era su deseo. En Boi neon, el sueño de Iremar es diseñar ropa.
Mi duda con esta película era saber qué sería mejor para Iremar: cumplir su sueño, salir para trabajar en la fábrica y hacer ropa, trabajar con botones, telas… o continuar con su vida e intentar cambiarla, ocupando políticamente su vida con su transformación y sus deseos sobre ese mundo. El final me planteaba dudas sobre cómo resolver a Iremar. Abrí la posibilidad de no saber qué es mejor, y eso me parece muy honesto con el personaje, porque ni él mismo lo sabe. En un momento pensamos que sí que tenía que salir, que teníamos que transformar su vida… Pero siempre teníamos dudas sobre qué era mejor.
¿Y esas dudas le llevan a la inmovilidad?
No sé si el personaje está inmóvil… Él está cambiando su mundo cotidiano día a día. La idea de la película es ver como las pequeñas transformaciones pueden parecer grandes y violentas. Boi neon intenta mostrar un estado de mundo completamente cambiado ya, donde las relaciones humanas son muy especiales. Ya están viviendo un nuevo proceso de expansión. Viven y actúan de un modo muy propio, están viviendo una transformación simbólica y política del cuerpo en aquel espacio.
Lo que sí que vemos en tus personajes es que te interesa mucho la vida de la gente sencilla, y eso está muy relacionado con lo que decías, con cómo la expansión económica de Brasil está afectando al mundo rural. Tu cine se acerca a cómo esas personas se integran en el paisaje cambiante que ocupan. Parece que sea una marca de tu cine, ¿es algo que buscas de modo premeditado?
[Gabriel ríe y piensa] No sabría responder. No consigo mirar a mi trabajo con la distancia suficiente para saber si estoy construyendo alguna marca…
Una forma de mirar, ¿quizás?
Bueno, yo creo que simplemente estoy haciendo cine, y es bueno escuchar a otras personas que pueden ver un camino o poner en relación un trabajo con otro. Pero no soy tan consciente si es esto lo que estoy haciendo, es algo muy orgánico y muy vivo, no sé si consigo racionalizarlo.
Pues continuando con las conexiones entre tus cintas, también ambas tienen en común los personajes adolescentes. ¿Cómo entendiste el personaje de Kaká en Boi Neon?
En un principio, en el guion el personaje de Kaká era un chico. Pasamos mucho tiempo haciendo el casting y cuando no conseguíamos encontrar la persona ideal, de repente, llegó una niña y dijo que quería hacerlo. Y cuando le hicimos la prueba nos dimos cuenta de que era ella. Fue un encuentro muy fuerte. Para mí, lo importante era romper con la mirada paternalista o inocente de los niños. Intenté crear una niña que cuestiona, que lucha con su espacio y se reafirma. Nadie la trata con pena o condescendencia. Es una niña que tiene que afirmar políticamente su cuerpo en ese espacio de bueyes o caballos.
También destaca en tu cine la ausencia de montaje. Colocas la cámara y dejas que todo ocurra, algo que proviene también de tu pasado como documentalista, como ya apuntábamos. El montaje simplemente marca el paso de una escena a otra.
Es que el montaje se produce dentro del plano. Como el universo es muy específico y fuerte, si empezara a cortar podría caer en la manipulación de los sentimientos o la explotación de un lugar exótico. Prefiero mantener el rigor del plano, sin cortar, que es más honesto con la mirada con los personajes y con el espacio. Si no, acabaría siendo un acercamiento gratuito. También tiene que ver con la distancia. En ocasiones, cuando aproximas la cámara, estás reforzando un estereotipo, y si estás más distante, muestras toda la potencia del cuerpo. Durante el proceso descubrimos que la fuerza estaba en el momento de rodaje y que el montaje tenía que respetar ese riesgo que tomo en el rodaje escogiendo el punto justo para crear la experiencia del mundo que es cada plano.
No podemos pasar por alto tampoco la importancia de las escenas sexo en tus dos últimos largometrajes. Diría que están entre las escenas eróticas más bellas y sensuales del cine reciente.
En el cine estamos acostumbrados a no traer el cuerpo masculino a estas escenas. En mis películas el cuerpo masculino es parte de esa experiencia, puede que eso sea lo diferente. Intento que el cuerpo femenino y masculino tengan la misma experiencia erótica y participen en el mismo juego. Y al trabajar en cine, aprendes que no debes perder tiempo con cosas que no añaden nada psicológicamente a tus personajes. Pero como no estoy haciendo un cine conectado puramente con el psicodrama, intento rescatar al máximo la experiencia del cuerpo, de sus movimientos casi ritualísticos. Quiero rescatar esos momentos que normalmente no añaden nada al cine, como hacer pipi, o caca, o hacer el amor… El sexo se suele mostrar de manera muy rápida: se quitan la ropa y ya está, corta. Para mí, hay una potencia muy grande en tener esa escena de sexo completa en Boi neon. Intenté probar cómo quedaría si la cortase, porque dura 10 minutos. Y fue una decisión muy difícil, porque si la cortaba quedaba como una escena de sexo efectista más. Pero si la dejaba entera, era otra cosa, era una experiencia nueva, y así se quedó. Porque si fuese corta solo sería algo anecdótico, la gente hubiera pensado simplemente: Ah, mira, una escena de sexo con una embarazada. Pero al dejarla entera, solo lo piensas al principio, y luego dejas de cuestionarlo y entras en otro estado.
Lo cierto es que cuando se pasó por primera vez la película en Venecia esta escena resultó muy controvertida.
La pasaron en una sala enorme, donde caben diría que unas mil personas. Y cuando acaba la película no hay preguntas, simplemente un foco directo a la butaca del director. Y justo cuando se terminó la película y se encendió el foco, empecé a escuchar unos abucheos… Algunas personas también aplaudían, y se mezclaban las dos cosas, fue muy loco.
¿Crees que hay cierto público que no puede entender esa escena?
Bueno, Venecia es un festival muy grande. Hay críticos, cinéfilos, programadores, público… además, Venecia es como una isla de vacaciones… Pero me gusta la idea de que hoy en día, en pleno siglo XXI, una película pueda crear esas reacciones contrapuestas. Es verdad que en ese momento no estaba nada feliz, me impactó mucho. Y además estaba con la niña que interpreta a Kaká. Hasta que no salí de la sala no pude racionalizar lo que estaba ocurriendo.
Tampoco hay que pensar que el único interés de la escena sea morboso. Hay un juego con la luz, los claroscuros y las sombras en los cuerpos desnudos (que nos recuerda a ciertas composiciones pictóricas de Caravaggio, por ejemplo) que contrasta con los colores más vivos de otras partes de la película.
Hay momentos que la película, y eso viene de la experiencia documental per también del videoarte, se permite ir para otros caminos de investigación, casi de danza visual o de performance. Son experiencias autónomas dentro de la película, pero conectadas a la historia. Son como momentos de excusa para encontrar otros medios expresivos. En ese momento quería que la luz creara una atmósfera más interesada en la irrupción del cuerpo y sus pliegues.
Bueno, y para terminar, ¿ya tienes decidido el próximo paisaje brasileño que filmarás?
De momento estoy haciendo un trabajo en fotografía y una instalación. También estoy empezando a escribir, pero son solo ideas, estoy en el proceso de creación. En realidad, normalmente pienso primero en ideas, y luego ya decidido si tienen que ser para cine o para otro medio.
Víctor Blanes Picó
Lugar: 53º Festival de Gijón
© Revista EAM