El retorno imperfecto
crítica de La odisea de Alice (Fidelio, l’odyssée d’Alice, Lucie Borleteau, Francia, 2014).
Dice el cantautor uruguayo Jorge Drexler que cualquier viaje es, sobre todo, un viaje interior. El estado mental se altera en la ceremonia de interrupción de la rutina, del cotidiano, estimulándose a cada paso ante la contemplación de los lugares y paisajes desconocidos, la curiosidad humana innata que ha provocado todo el desarrollo del progreso mundial, tal y como hoy lo conocemos, con sus miserias y sus grandezas. Allá en la antigua Grecia, en las plazas, los espacios públicos, pronto tomó fuerza la proliferación de una literatura oral que aglutinaba la pasión del Hombre por el conocimiento con la mitología clásica —esa gran fuente de búsqueda de sabiduría—, la narración de las innumerables aventuras del guerrero Ulises (u Odiseo, según traducción del griego), aquel protagonista que se embarcó hacia la guerra de Troya, dejando atrás su zona de confort, su familia. Ulises tardó veinte años en regresar a su Ítaca natal, ese símbolo de hogar que ha generado tanto léxico intraducible pero con una sensibilidad supralingüística —véanse, por ejemplo, el vocablo alemán “Heimat”, o la palabra más definitoria de la idiosincracia portuguesa, “saudade”—. Allí lo esperó, durante tanto tiempo, su esposa Penélope, quien ha pasado a formar parte de la Historia Universal como la paciencia encarnada, la inconmensurable voluntad de aferrarse a una causa con la dignidad del estoicismo. Y el retorno de este viaje, de todo viaje, supone llegar a una concepción no de circularidad, sino más bien de una estructura espiral, pues es en el regreso donde se comprueba la mácula tanto en la sensibilidad del viajero como en la del que espera, el abandonado. La obra magna atribuida a Homero ha permeado enormemente la manera de concebir los acontecimientos posteriores a lo largo del devenir de la civilización, tanto que cualquier relación del individuo con el mar, un paseo insustancial o un viaje inacabable adquieren dimensiones épicas, pues en la conciencia colectiva están presentes estos sacrificios del que abandona el hogar sin conocer la fecha de retorno.
La actriz Lucie Borleteau se enfrenta a la dirección (y guion) de su primer largometraje con La odisea de Alice (Fidelio, l’odyssée d’Alice, 2014), una película ambiciosa en la temática elegida —que, en principio, estaba concebida como un documental inspirado en la situación profesional de una amiga cercana—. Este filme podría catalogarse como un estudio de personaje, pues sube y baja el telón con la cámara atenta a su protagonista absoluta, Alice (excelsa interpretación de Ariane Labed), joven ingeniera que se embarca en el carguero Fidelio para realizar una sustitución tras la muerte accidental de su antecesor. El propio título ya arroja algo de luz acerca de las intenciones de su directora, dado que Fidelio es, además del nombre del barco, el título de la ópera compuesta por el genio Ludwig Van Beethoven —la que el propio autor describió, por cierto, como “el hijo que me ha costado los peores dolores, el que me ha causado más penas; pero por ello también el más querido”—, aquella historia en la que la heroína Leonore se infiltra, vestida de hombre, en la prisión donde ha sido injustamente encarcelado su esposo, con intención de rescatarlo. Y es que la absoluta mayoría del filme transcurre en un espacio cerrado, como guiño al teatro, al espacio físico de la ópera homónima. Nuestra protagonista emprende este largo viaje transmutada en el propio Ulises, dejándolo todo tras de sí, la familia y un novio-Penélope que aguanta paciente; se enfrenta a los duros embates que toda épica debe contener. Al alistarse en el Fidelio, Alice se encuentra repentinamente en una situación tremendamente opresiva en tres distintos niveles: primero, el encierro en medio de la inmensidad del mar, asunto casi paradójico; segundo, la sustitución del fallecido, lo cual la erige en algo así como una vaga e imperfecta imitación del original; y, por último, y no menos importante, la cuestión de género para la única mujer de la tripulación en un entorno contaminado por las representaciones socioculturales más machistas acerca del tópico del marinero. Esta falsa apariencia de calma ante la contemplación del mar oculta la angustia del prisionero, del que se halla a merced de elementos que no es capaz de controlar del todo. Alice es sorprendida, además, por la presencia del capitán Gaël (Melvil Poupad), por artificios de la casualidad; un personaje del pasado, el primer amor, aquella idealización del despertar sexual en la dinámica —griega también, claro está— profesor/alumno. Y he aquí cuando asoman los cantos de sirena, la persuasiva Calipso de la isla de Ogigia, que pretende contaminar la mente de nuestra heroína. Resulta muy tentativa la posibilidad de refugiarse, en medio de aquel entorno patibulario y hostil, de hallar un cuerpo cálido, un lugar amable de contornos redondeados que recuerde al hogar, a ese “Heimat” tan lejano.
«Maravillosa Ariane Labed».
Si, como decíamos más arriba, este es un estudio de eminentemente un personaje, esto se debe incuestionablemente a la maravillosa actuación de Ariane Labed, quien sostiene todo el entramado estructural de la película, robándole protagonismo a los demás personajes. El derrumbe interior hacia el que Alice se precipita fue premiado merecidamente en el Festival de Locarno con el galardón a la mejor interpretación femenina. Con ello, no es este un show de grandes estallidos psicológicos, o una catarsis con planos secuencia de larga duración. La sutileza y economía de medios que rodean al trabajo de los actores —fotografía de Simon Beaufils— dificulta la distracción por parte del espectador y refuerza su credibilidad. Basta con mostrar la belleza innegable del entorno marítimo y su reverso, la claustrofóbica sala de máquinas y la impersonal habitación del fallecido, cuyo diario teje una línea argumental paralela. Esta odisea particular es un canto a la soledad, a aquella enfermedad asociada al exceso de bilis negra que los clásicos denominaron “Melancholia”, pues más allá de la cuestión de género, importante en el filme y tratada además con naturalidad y elegancia, cada uno de los embarcados en el Fidelio están asolados por un océano emocional —valga la metáfora— que ha mermado paulatinamente su capacidad de tender redes sociales en el mundo de la afectividad cotidiana. El inglés, lengua común de esta torre de Babel, articula la miseria personal de unos seres refugiados en placeres inmediatos como paliativo de la honda orfandad que los une. | ★★★★ |
Luis Enrique Forero Varela
© Revista EAM / Barcelona
Ficha técnica
Francia. 2014. Título original: Fidelio, l’odyssée d’Alice. Director: Lucie Borleteau. Guión: Lucie Borleteau, Mathilde Boisseleau. Fotografía: Simon Beaufils. Música: Thomas De Pourquery. Duración: 97 minutos. Productora: Why Not Productions / Apsara Films / Centre National de la Cinématographie et de l'Image Animée / Arte France Cinéma. Diseño de producción: Sidney Dubois. Diseño de vestuario: Sophie Bégon. Intérpretes: Ariane Labed, Melvil Poupad, Anders Danielsen Lie, Pascal Tagnati, Jean-Louis Coulloc’h, Nathanaël Maïni, Bogdan Zamfir, Manuel Ramírez, Ireneo San Andrés, Marc-Antoine Vaugeois, Corneliu Dragomirescu, Thomas Scimeca. Presentación Oficial: Locarno Film Festival 2014.