Love Oddity
crítica de Carol (Todd Haynes, Reino Unido, 2015).
«La novela es heterosexual, la poesía, por el contrario, es absolutamente homosexual». Posiblemente sea esa cita de Bolaño (y, obviamente, el contexto en el cual fue escrita), lo que nos lleva a pensar en Todd Haynes como si de un poeta visceral-realista se tratase. Sin querer entrar en los gustos y estilismos personales del director, lo que está claro es que su obra sí refleja el descontento y la incomprensión sufrida por los homosexuales, sobre todo en un futuro lacerantemente cercano y un presente “comprensivo” que repite de manera incesante términos como “tolerancia”, “igualdad”, “aceptación”, pero no puede evitar censurar con un aplomo dogmático ciertas muestras de afecto públicas que, lejos de prohibirse, son miradas con reprobación al considerarse inapropiadas en un entorno expuesto a las posibles y fortuitas miradas ingenuas de nuestros impresionables pequeños que, como ya sabemos, tienden a imitar todo lo que ven. Carol lo tiene todo para convertirse en un melodrama romántico indigesto, con una ambientación navideña y la desfasada moraleja efectista extraída de los cuentos sobre “familia rica-familia pobre”; afortunadamente, Haynes saca su lado más poético para destrozar la previsible narración con una dosis de rabia y pasión. Lejos de quedarse en la, ya recurrente, historia lésbica de implicaciones socio-políticas, el autor incurre en la injusticia, la brutalidad y la barbarie propagandística, ya no hacia un colectivo (que también), sino hacia un individuo concreto a consecuencia del odio y la intransigencia machista.
Con eso y con todo, Carol se queda a las puertas de la excelencia en un grito que no llega a desgañitarse en su protesta y se ahoga a causa de un final de cuento de princesas. Los espectadores necesitábamos el realismo o, como mínimo, una ración de ese descaro visceral, esa honesta brutalidad presente en la impecable literatura sucia de Bukowski, Ford o el propio Bolaño, que nos hiciera pensar que no todo ha sido una astuta broma cinematográfica, una broma de gusto exquisito, eso sí, pero con un deje de inseguridad, de desasosiego al no terminar de creer en unos personajes que, hasta el desenlace, nos habían atrapado y convencido; estábamos dispuestos a entregarles nuestra alma, a dejarnos seducir por la quimérica fantasía que nos convertía a nosotros mismos en Carol, o Therese, o Haynes, o en la misma Patricia Highsmith escribiendo una historia de dolor y sufrimiento que recordaríamos con orgullo y la cabeza alta. No queremos decir con ello que esté mal acabada, de hecho, es un gran final, absolutamente necesario para una época intransigente donde el lesbianismo fue considerado un ejercicio merecedor de castigo y sanción, aunque en nuestro tiempo ese final, se hubiera visto reforzado por una reverdecida adaptación o modernización más acorde con la situación actual —siempre, claro está, respetando el contexto histórico en el que se ha enmarcado la historia, cambiando así la moraleja, y no la totalidad de las acciones—. Es por ello por lo que opinamos que el desenlace no quedó a la altura del resto del metraje, puede que por falta de nervio, de agallas o, simplemente, por meras desavenencias interpretativas sin importancia, que nos hacen, como exigentes espectadores, exhortar para que cada película se ruede a nuestro antojo y según nuestras filias más personales. Todo ello quedará, no obstante, relegado al olvido, o al pequeño sector mental de lo anecdótico pues lo que prevalecerá tras el visionado serán las actuaciones de los dos personajes principales. Dos mujeres de procedencias diametralmente opuestas, con intereses muy diferentes y una forma de ver y afrontar la vida que les resulta mutuamente incomprensible y asombrosa.
«Las similitudes de las protagonistas son casi tan grandes como sus diferencias, y éstas parten inexorablemente de su condición de mujer en una época tendente al desdén sexista y al “permisible” acoso sexual».
Puede que sea ese antagonismo absoluto lo que las hace tan profundamente parecidas. El choque de estratos queda patente desde su primer encuentro; sus diferencias sociales se materializan metafóricamente en forma de mostrador de centro comercial cuyos lados, actuando cual frontera, representan dos mundos muy diferentes; no sólo la obviedad de roles clienta-dependienta, sino también el escalafón jerárquico al que cada una ha de circunscribirse en la sociedad, visible asimismo en los objetos que decoran sendas cabezas, ambos rojos, ambos con una misma función de accesorio, pero con una diferencia notable que ofrece confianza y seguridad a una, dejando en inferioridad y casi en ridículo a la otra. Pese a ello, quedará claro con el transcurso del filme que las similitudes de las protagonistas son casi tan grandes como sus diferencias, y éstas parten inexorablemente de su condición de mujer en una época tendente al desdén sexista y al “permisible” acoso sexual. Carol disfruta de una vida de lujos que le ha sido otorgada por su feminidad, es una mujer de fuerte temperamento aunque siempre permanezca a la sombra de su marido, quien parece ser el que toma las decisiones en última instancia. Therese es una joven sin muchos recursos, trabajadora en un centro comercial y con un prometedor futuro como fotógrafa. También ella se verá favorecida por su condición de mujer, al recibir la oferta de una importante revista para trabajar como fotógrafa, aunque claramente se puede apreciar que esa oferta ha venido por simples intereses sexuales y no por una genuina predilección por el talento de la joven. Ninguna de las dos mujeres rechaza o condena ese favor, todo lo contrario, se muestran halagadas y agradecidas, puede que por ingenuidad o por oportunismo, eso quedará sujeto a la interpretación del espectador. Sólo cuando comiencen a sopesar sus intereses, las dos mujeres tomarán consciencia de su situación y se verán invadidas por un hastío absoluto para el que ven un reconfortante subterfugio en la figura —relativa y literalmente hablando— de su nueva amiga.
«A la altura de los grandes, Haynes utiliza los más bellos estilismos visuales, con una fotografía deslumbrantemente romántica, para representar esa alegórica y descarnada belleza del padecimiento mental y el drama».
Llegamos pues a la parte más contenidamente visceral del relato. Contenida, eso sí, de forma deliberada, al no necesitar el autor una explicitud descarnada en las escenas sexuales; sabedor de la importancia de la insinuación en el erotismo, el director aprovecha sin excesos —ni censura—, las grandes posibilidades de seducción que una secuencia de sexo puede ofrecer sin necesidad del destape absoluto, siempre que se lleve a cabo con elegancia y sin las clásicas ignominias propias de aquellos que quieren y no pueden o, simplemente, no se atreven. Sin olvidar que trabaja con un escenario de sigilo y cautela, casi prohibido, el realizador afronta los encuentros físicos como los describió —y permítannos recurrir una vez más a Los detectives salvajes (1998)— el gran Bolaño en el furtivo pasaje en el que García Madero pierde definitivamente la virginidad en la clandestinidad del adolescente sin recursos: «Exploré el cuerpo desnudo de María, el glorioso cuerpo desnudo de María en un silencio contenido, aunque de buena gana hubiera gritado, celebrando cada rincón, cada espacio terso e interminable que encontraba». Desde ese momento sus vidas sufren un cambio radical, de perspectiva y de posición. Finalmente algo se rompe o, mejor dicho, es arrancado, dentro de ellas; unas cadenas que las mantenían oprimidas a unas estrictas reglas de comportamiento y sumisión, de las que se desprenderán por completo y para siempre, cueste lo que cueste. Todo se precipitará hacia el sufrimiento de aquél que vive a la fuga. Aparece la figura de los hijos como una vil excusa moral. Se aprecia que es el hombre el humillado y el vencido por el peso de su enorme ego, por ese motivo, se levantará con las más despreciables artimañas para intentar desesperadamente recuperar aquello que hace mucho tiempo perdió. A la altura de los grandes, Haynes utiliza los más bellos estilismos visuales, con una fotografía deslumbrantemente romántica, para representar esa alegórica y descarnada belleza del padecimiento mental y el drama. Miradas de soslayo, recuerdos de una noche imborrable, ilusiones rotas por la cruel realidad de un amor que no siempre aparece en el lugar o el momento adecuado, dejando a los enamorados, como a todos los que se adelantan a su tiempo, condenados al delicioso sufrimiento de las fugaces recompensas; lo efímero de una caricia tan poderosa que compensa el aguantar con rabia una vida de golpes. | ★★★★ |
Alberto Sáez Villarino
© Revista EAM / Festival de Cannes
Ficha técnica
Reino Unido, 2015. Título original: Carol. Director: Todd Haynes. Guion: Phyllis Nagy (Novela: Patricia Highsmith). Producción: Film4 / Killer Films / Number 9 Films. Duración: 118 min. Fotografía: Edward Lachman. Música: Carter Burwell. Montaje: Affonso Gonçalves. Diseño de producción: Judy Becker. Diseño de vestuario: Sandy Powell. Intérpretes: Cate Blanchett, Rooney Mara, Sarah Paulson, Kyle Chandler, Jake Lacy, Cory Michael Smith, Carrie Brownstein, John Magard, Kevin Crowley, Gielreath, Ryan Wesley Gilreath, Trent Rowland, Jim Dougherty, Douglas Scott Sorenson, Nik Pajic. Presentación oficial: Festival Internacional de Cannes 2015.