Academicismo en el siglo XXI
crítica de Brooklyn (John Crowley, Irlanda, 2015).
El academicismo surge como corriente estética principalmente en la Francia del siglo XIX. Como consecuencia de la institucionalización de la enseñanza artística en academias, surgen obras que no se apartan de las estrechas y rígidas normas para dibujar, pintar, esculpir o modelar que dictaban esas instituciones. Del mismo modo, la tradición cinematográfica norteamericana del periodo comprendido entre 1900 y 1930 estableció una serie de convenciones visuales, narrativas, sonoras, genéricas e, incluso, ideológicas que configuraron lo que sería el lenguaje clásico o académico del cine. Estos presupuestos supusieron las herramientas con las que construir una obra canónica bajo los estándares del llamado modo de representación institucional (siguiendo a Noël Burch), usado por la maquinaria industrial de los estudios de Hollywood para abastecer a un vasto mercado ávido de productos audiovisuales. Esa línea narrativa ha llegado hasta nuestros días y sigue generando un tipo de cine comercial, más o menos interesante, alejado de las formas estilísticas rupturistas que abandonan lo narrativo y exploran otras posibilidades expresivas.
Brooklyn, dirigida por el irlandés John Crowley, encaja perfectamente en ese tipo de cine del que estamos hablando. La cinta parte de un guion escrito por el autor inglés nominado al Oscar Nick Hornby, cuyos anteriores libretos (Una educación y Alma salvaje) también contaban con mujeres fuertes como protagonistas. En esta ocasión, adapta la novela homónima escrita en 2009 por el irlandés Colm Toibin. Ambientada en los años 1951 y 1952, la acción se sitúa en el pueblo de Enniscorthy (Irlanda) en el que vive Eilis Lacey (interpretada por Saoirse Ronan) con su hermana mayor (Fiona Glascott) y su madre viuda (Jane Brennan). Empleada en una pequeña tienda de comestibles, en la que tiene que soportar a su estirada y rencorosa jefa Miss Kelly (Brid Brennan), Eilis logra escapar de ese asfixiante y estrecho mundo gracias al apoyo de su hermana y a las conexiones de ésta con un sacerdote irlandés de Nueva York (Jim Broadbent). A su llegada a Estados Unidos, Eilis se instala en Brooklyn en una casa de huéspedes en la que viven otras emigrantes irlandesas. La ciudad y el ambiente en el que Eilis vive y trabaja están retratados sin ningún pundonor. Es una aproximación aséptica, sin texturas, sin capas de conflictividad. Un esbozo que se restringe a pincelar una imagen arquetípica de la época. Es inevitable pensar en referentes melodramáticos como los de Douglas Sirk. Sin embargo, aquellos melodramas realizados por Hollywood en los años cincuenta, a pesar de haber sido rodados en estudio, de las restricciones de censura auto impuestas por la imagen idílica y desarrollada de la América de Eisenhower post II Guerra Mundial, ofrecían más detalle, un tejido social más enredado, una estética tensa bajo la que subyacía el combustible que en los sesenta terminaría por arder. En cambio, la perspectiva que adopta Crowley es la de centrar su mirada en el drama interior de la protagonista, para lo que pasea su cámara una y otra vez por las expresiones que ofrece el rostro de Saoirse Ronan. La pena y la nostalgia que al principio la invaden van desapareciendo a medida que se asienta en la ciudad. Empleada en una sección de unos grandes almacenes y asistente a clases nocturnas de contabilidad, comienza a entablar amistad con las chicas con las que convive en la pensión en la que se hospeda. Una noche saldrá a un baile y conocerá a Tony Fiorello (Emory Cohen) un chico italiano de familia humilde del que se enamorará. Es ahí dónde se inserta el giro que hace avanzar la trama melodramática: tras un trágico suceso, Eilis se ve obligada a volver a su Irlanda natal.
«Todo suena a visto, a maniobra perfectamente calculada para generar un determinado sentimiento. Una planificación que intenta ser preciosista con encuadres muy cuidados, movimientos de cámara elegantes pero que, a la postre, se muestra torpe a la hora de conceder un hálito de autenticidad y belleza a lo que se está contando».
A través del uso del vestuario, el maquillaje y la peluquería, Crowley traza la transformación por la que Eilis pasa desde aquella joven insegura y apocada hasta la cosmopolita, desprejuiciada y libre mujer que regresa a Irlanda. Esa libertad adquirida y el cambio en su estado de ánimo se hace palpable también en los espacios por los que transita la protagonista. Si durante el primer tramo de la narración nos hemos encontrado con contextos espaciales más limitados y oscuros, la cámara irá descubriendo ahora sitios más abiertos y llenos de luz. De hecho, hasta la propia Enniscorthy aparece más vital y abierta que al principio del metraje. Es la mirada de Eilis la que ha cambiado, es la perspectiva desde la que mira lo que la rodea lo que ha mutado. Así, su Irlanda natal emerge como una versión a todo color de la existencia gris que llevó antes de su partida a los Estados Unidos. Todas las posibilidades a las que antes no pudo acceder aparecen ante ella en forma de un trabajo satisfactorio y un amable y apuesto pretendiente (Domhnall Gleeson), lo que la hará plantearse su vuelta a Brooklyn.
A pesar de ello, Crowley no logra una identificación en el espectador con ese supuesto drama al que están siendo sometidos los personajes. Todo es retratado con una simplicidad esquemática en la que las motivaciones de los personajes son inequívocas y unidimensionales, respondiendo únicamente a una fórmula predeterminada sin que haya un atisbo de originalidad a la espera del irremediable y previsible final. Prueba de esa falta de complejidad es que, a pesar de la gran fidelidad del guion de Hornby al material de origen, algunas situaciones y personajes han sido aligerados. En la novela de Toibin el sacerdote irlandés-estadounidense que ayuda a Eilis en Brooklyn tiene un toque mayor de aspereza bajo esa aparente bondad; y la Señora Kehoe, la casera de Eilis, es una figura bastante más censora y opresiva. También se ha obviado la insinuación de lesbianismo de la supervisora de Eilis en la tienda de ropa donde trabaja (en el libro hay una escena en la que la supervisora, con el pretexto de ayudar a Eilis a que se pruebe el bañador, le acaricia el cuerpo). Ese simplismo al que hacíamos referencia también lastra la puesta en escena del filme. Ya desde el momento inicial de la partida en el barco de la protagonista las intenciones están claras. Mediante una melosa banda sonora acompañada de un travelling a cámara lenta, Crowley recoge los gestos de angustia de los parientes que se quedan en tierra y de los emigrantes embarcados en busca de oportunidades. Todo suena a visto, a maniobra perfectamente calculada para generar un determinado sentimiento. Una planificación que intenta ser preciosista con encuadres muy cuidados, movimientos de cámara elegantes pero que, a la postre, se muestra torpe a la hora de conceder un hálito de autenticidad y belleza a lo que se está contando. Una estética que deviene en academicismo de bella factura pero sin alma. Una construcción clásica que en manos de autores como Steven Spielberg pueden derivar en obras maestras pero que en este caso se muestra artificial e insuficiente. | ★★★ |
José Manuel Jiménez Vilaseco
© Revista EAM / Londres
Ficha técnica
Irlanda. 2015. Título original: Brookly. Director: John Crowley. Guion: Nick Hornby (Adaptación de la novela Brooklyn de Colm Toibin). Fotografía: Yves Bélanger. Música: Michael Brook. Duración: 111 minutos. Productora: Wildgaze Films / Parallel Film Productions / Irish Film / Item 7. Montaje: Jake Roberts. Diseño de producción: François Séguin. Intérpretes: Saoirse Ronan, Domhnall Gleeson, Emory Cohen, Julie Walters, Jim Broadbent, Michael Zegen, Mary O’Driscoll, Eileen O’Higgins, Emily Bett Rickards, Paulino Nunes, Eve Macklin, Maeve McGrath, Jenn Murray, Aine Ni Mhuiri, Nora-Jane Noone.