El deseo y la represión
crítica de La promesa (A promise, Patrice Leconte, 2013).
La dinámica amorosa, en su construcción cultural, ha mutado desde los propios orígenes del Homo Sapiens y de la Literatura, uno de los medios en los que mejor se ha reflejado la gloria y la miseria de la Condición Humana. Quizás donde se consolidó en mayor medida fue en la lírica trovadoresca medieval. Partiendo de la herencia Clásica, se construyó un sólido sistema mediante el cual el trovador, sujeto poético, se acerca progresivamente a la dama, su Señora. En primer lugar, el enamoramiento podía producirse al contacto visual —tal vez el más común— o el auditivo, y, a partir de entonces, la distancia se estrechaba proporcionalmente a los “premios” que concedía la Señora, es decir, una palabra amable o una prenda, hasta llegar al último de los grados amorosos posibles (visus, alloquium, contactum, basia) y transformarse el trovador en Drutz, después del acto consumado. Esta progresión creó, con el paso de los años, toda una estructura del acercamiento afectivo que ha permeado el modo de relacionarnos, teniendo especial relevancia en el Romanticismo, donde la persecución —casi siempre infructuosa y trágica— del ser amado se expresaba mediante la transustanciación, si podemos denominarlo de este modo, del sujeto en los objetos de su pertenencia o con los que tuvo contacto. El tema amoroso ha sido una de las principales obsesiones del director de cine francés Patrice Leconte (París, 1947), quien en algunas ocasiones ha sido capaz de combinar acertadamente esta sensibilidad del afán medieval en otros contextos, de modo equilibrado y sin caer en el maniqueísmo o el ridículo. Si en El marido de la peluquera (Le mari de la coiffeuse, 1990) se nos presentaba un amour fou a medio camino entre la ternura de la infancia y la intensidad de los últimos fogonazos de una juventud extinta, en La promesa (2013), filme que hoy nos ocupa, el tratamiento del asunto discurre por terrenos bastante distintos.
Basada en la novela corta Viaje al pasado (Reise in die Vergangenheit, 1929), del inmortal escritor austriaco Stefan Zweig —cuya vida y obra, por cierto, ha inspirado algunas brillantes películas, como la reciente El gran hotel Budapest (Wes Anderson, 2014)—, nos presenta un entorno de construcción, digamos, clasicista, en el que hacen acto de presencia cuestiones coyunturales de gran relevancia. El joven Friedrich (Richard Madden), trabajador incansable de origen humilde, hecho a sí mismo, se incorpora a la prestigiosa siderurgia del acaudalado empresario Karl Hoffmeister (Alan Rickman) y pronto se gana su favor, siendo recompensado con responsabilidades laborales de alto rango progresivamente. La delicada salud de Hoffmeister requiere que el contacto con su subalterno sea constante y cercano, de modo que Friedrich se incorpora a su vida cotidiana y dinámica familiar. Es en este momento donde se produce un punto de inflexión en el flujo de los acontecimientos, pues el protagonista irremediablemente se enamora de Lotte, la Sra. Hoffmeister (Rebecca Hall), mucho más joven que su enfermo marido. Casi siguiendo pauta por pauta el sistema de los gradus amoris de la mencionada lírica trovadoresca, el primer paso es el a priori inofensivo y empero potente contacto visual. Cuanto más se van estrechando los lazos entre el jefe y el empleado, más se va posicionando el joven como sucesor de Hoffmeister en todos sus entornos y papeles, tanto el profesional como el afectivo. Leconte ha procurado imprimir a su película de la magistral impronta de Zweig, pero sus limitaciones frente al producto literario —más allá de discusiones acerca de la necesidad de adaptar un lenguaje artístico a otro, o la legitimidad de la obra subsidiaria de la original— se hacen evidentes, presentando un producto desequilibrado cuyo elemento más destacable, por encima de los demás, es el trabajo de los actores. El talentoso Rickman encarna con solvencia al empresario curtido y de buen corazón. Imprime a su personaje una serie de matices que lo humanizan en cada una de sus decisiones, en la sospecha de su quizás próxima muerte y las contradicciones en las que incurre al presenciar el sutil abismo de emociones afectivas hacia el que van siendo arrastrados su esposa y Friedrich. La interpretación de Rebecca Hall como Lotte Hoffmeister es también digna de mención. Realiza un intenso esfuerzo actoral, pues es su personaje quien presenta un cuadro psicológico más complejo, debido a la condición de sujeto deseado frente a su autonomía y sus roles de esposa y madre, además —claro está— del hecho de tener siempre que ocultar y reprimir su propio deseo, tratándose de una mujer (y además noble) con la distancia cultural de la época.
«Leconte ha procurado imprimir a su película de la magistral impronta de Zweig, pero sus limitaciones frente al producto literario se hacen evidentes, presentando un producto desequilibrado cuyo elemento más destacable, por encima de los demás, es el trabajo de los actores».
Si los actores desempeñan su trabajo de modo destacable, el guion que interpretan —de la mano del propio director, junto a Jérôme Tonnerre— concede demasiado peso al desarrollo de unos hechos en estado de inamovilidad. Que no se nos malentienda; la situación sociológica y emocional que se presenta no invita al dinamismo ni la pasión desatada, frontal. Sin embargo, aquí el progreso autorreflexivo de los protagonistas se ve opacado por la mera descripción de situaciones y entornos con una dirección de fotografía correcta pero sin demasiada ambición, obra del portugués Eduardo Serra. La irregularidad del film concede algunos paisajes humanos sumamente interesantes, sobre todo a partir del momento en el que incide, de manera tangencial aunque con un severo impacto, el comienzo de la I Guerra Mundial. Entonces, se nos ofrece a los espectadores la cuestión referente a la elasticidad del enamoramiento. ¿Cuántos embates puede soportar la paciencia y las fuerzas de dos sujetos asaltados por circunstancias ajenas a su control? ¿Cómo se refleja un conflicto global en la sensibilidad subjetiva? La devastación que supone el paso del tiempo frente al voto tácito de unión arrastra a los personajes paralelamente a la destrucción del ego nacionalista de Alemania durante la contienda internacional. La promesa no debe ser tratada con inclemencia y, mucho menos, ha de acuñársele el alias de “drama romántico” porque, como ocurre con este tipo de catalogaciones más o menos arbitrarias, se incurre en prejuicio. Si ha de juzgarse, quien suscribe estas letras sugiere que se debe hacer un esfuerzo por implementar las estructuras y los usos consustanciales a la época retratada para posteriormente analizarla de manera autónoma y con criterio. El resultado final, lamentablemente, es una película poco uniforme, con interesantes actuaciones y algún elemento discursivo desaprovechado. En este caso, el director francés ha perdido la capacidad de poner los diversos elementos en armonía y de manera sólida. Tiene, eso sí, la incuestionable virtud de traer a la cinematografía actual la ética y la estética de uno de los más valiosos pensadores del siglo XX, crítico, convencido antibelicista y fiel a sus principios hasta las últimas consecuencias. | ★★ ½ |
Luis Enrique Forero Varela
© Revista EAM / Barcelona
Ficha técnica
Francia, Bélgica. 2013. Título original: A promise. Director: Patrice Leconte. Guión: Patrice Leconte, Jérôme Tonnerre. Fotografía: Eduardo Serra. Música: Gabriel Yarel. Duración: 98 minutos. Productora: Fidelité / Wild Bunch / Scope Pictures / Orange Cinéma Séries. Montaje: Joëlle Hache. Diseño de producción: Ivan Maussion. Diseño de vestuario: Pascaline Chavanne. Intérpretes: Rebecca Hall, Richard Madden, Alan Rickman, Toby Murray, Maggie Steed, Shannon Tarbet, Jean-Louis Sbille. Presentación Oficial: Festival Internacional de cine de Venecia 2013.