Pequeño, grande, más grande, ¡gigante!
Retrospectiva dedicada a Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack en la 63ª edición del Festival de Cine de San Sebastián.
En nuestro periplo por las películas que conformaron la retrospectiva dedicada a Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack en el Festival de Cine de San Sebastián de este 2015 vamos ahora a recordar tres en las que una de nuestras parejas cinematográficas favoritas trabajaron en solitario, firmaron realizando tareas diferentes o coincidieron de nuevo como directores: un documental que Schoedsack rodó en formato mudo y que tuvo que adaptar al ya triunfante sistema sonoro que suposo un paso más en la evolución que junto a Cooper había empezado a forjar dentro de este género; una revisitación de King Kong tan simpática como entrañable pensada para todos los públicos a la que precisamente su falta de pretensiones engrandecerá; y un segundo documental que supone en sí mismo un King Kong descomunal que pudo haber sido el inicio de una nueva forma de entender el arte cinematográfico y que, como aquel, pereció merced a la inconsciencia de su propio poder y su potencial debilidad.
RANGO
1931, EE. UU.
La pareja Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack funcionaban formando un engranaje perfecto de fuerza creativa y trabajo artesanal. Si Cooper era el torrente que arrasaba todo a su paso con sus geniales y descomunales, como las películas que hacía, ideas, Schoedsack era el epítome del esfuerzo aplicado e incansable en sus producciones. Sin los conocimientos técnicos en el arte cinematográfico del segundo el primero quizá no hubiera podido haber hecho realidad sus sueños, y a su vez el carácter arrollador y excesivo de Cooper insufló de pasión y ambición el carácter sencillo y algo tímido de su compañero de aventuras. Tras trabajar en tres filmes en común en los que habían demostrado sus fabulosas e innovadoras cualidades en el género documental, al que contribuyeron a dar la forma con la que lo entendemos en la actualidad, Hierba (Grass: A Nation’s Battle for Life, 1925) y Chang (Chang: A Drama of the Wilderness, 1927), y en el cine de aventuras coloniales, Las cuatro plumas (The Four Feathers, 1929), Schoedsack se enfrentó en solitario a su cuarta película. Para ello viajó a la isla de Sumatra y dio inicio al rodaje de un documental en el que, más de lo que hasta entonces había hecho junto a Cooper, buscó una hibridación más fuerte entre lo narrativo y lo descriptivo. Así, Rango (1931) se centra en las aventuras de un pequeño orangután tanto en la jungla salvaje como en su contacto con un nativo y su hijo que lo atrapan y cuidan en su casa. El día a día de los animales y los humanos se muestra en todo momento siguiendo un guion que intenta acercarse a sus protagonistas haciendo uso de las constantes más comunes de un film convencional, no solo en su estructura sino en su desarrollo. Y esto desde su mismo comienzo, en el cual un niño juega con sus fieras de plástico en una selva feroz montada en el salón de su casa ante la divertida mirada de su abuelo, que al poco pasa a relatarle lo que de verdad significa ser cazador de tigres. Un guiño directo al espectador pues parece ser el mismo Schoedsack el que se dispusiera a contarnos, con la voz del anciano que es la voz de la experiencia, en qué consiste tarea tan peligrosa. También es una concesión al cine sonoro: Rango es un filme mudo salvo por este prólogo. El resto de su metraje está acompañado por música y sonidos sincronizados a la imagen. Y como prueba de que Cooper no estuvo presente en ningún momento, el relato de Schoedsack apuesta por la sencillez, no hay grandeza ni grandes secuencias épicas, la personalidad del director se traslada a cada plano y todo rezuma peligro y aventura pero también cotidianidad y cercanía. Y humor, porque Schoedsack no deja en todo momento de trufar las andanzas del pequeño Rango de gracias y bromas dirigidas a provocar la sonrisa, cuando no la carcajada, del entregado espectador. Exotismo, risas y drama final, porque nunca debemos olvidar que por muy feliz que discurra la vida en la jungla esta se encuentra siempre amenazada por mil peligros. La muerte se oculta en cada tronco de árbol, en cada liana que promete seguridad y facilidad de escape, en cada par de ojos de las fieras agazapadas tras la espesura.
Con un acercamiento más cotidiano, Rango cuenta con muchos elementos que ya estaban presentes en Chang: planos rodados con la cámara a ras del suelo, la disposición de las trampas para atrapar a los tigres, persecuciones que quitan la respiración y toda la elegancia atemperada por el miedo del contoneo de una pantera atrapada por el objetivo siempre atento y cuidadoso de Schoedsack. Fruto del deseo de su director de seguir experimentando con el formato de documental para acercarlo al modelo de narración tipificada hollywoodense, y a la vez de la modestia en su planteamiento del proyecto, que nunca en su vigorosa y fascinante plasmación en imágenes, fue que el mismo Schoedsack se encargó de casi todas las tareas de realización, recibiendo tan solo la ayuda de Al Williams en la fotografía. Un empeño personal de entrega absoluta a una pasión que poco después lo llevaría a volver con su compañero Cooper y rodar una de las películas más colosales (y geniales) de todos los tiempos: King Kong (1933). Un trabajo tan elaborado y que les llevó tanto tiempo que hasta les permitió rodar una película en el ínterin, la no menos prodigiosa El malvado Zaroff (The Most Dangerous Game, Ernest B. Schoedsack e Irving Pichel, 1932), utilizando decorados que estaban construyéndose para la aventura de nuestro simio favorito. Aunque tal vez Rango ha quedado algo escondida entre el ramillete de obras maestras de las que Schoedsack formó parte y a las cuales ayudó a dar vida, es una brillante demostración de su gran valía como director. Porque si hay quien piense que Rango pudiera ser una obra menor, no podemos obviar lo que supuso como evolución del trabajo documental de su autor, y todo ello engarzado en un relato trazado con elegancia y sabiduría cuyo emocionante final mostrando el ataque de un tigre a nuestros héroes y la lucha de este a vida o muerte contra un búfalo de agua rezuman el verdadero sentido de lo salvaje desatado, del dolor de la pérdida inexplicable salvo por la sinrazón de la ley de la jungla, siempre despiadada y atroz en su belleza sin igual.
EL GRAN GORILA
Mighty Joe Young, 1949, EE. UU.
Bueno, veamos qué tenemos… Un gorila gigante, por supuesto, pero ya hemos aprendido de King Kong (Ernest B. Schoedsack y Merian C. Cooper, 1933) que el simio se ganará los corazones de los espectadores, así que debe ser mostrado en su entorno salvaje y bestial pero también haciendo gala de toda su nobleza de bruto con corazón. Como ya hemos contado una historia de amor imposible entre la bella y el monstruo, ¿por qué no optamos por algo más cercano y menos morboso y lo convertimos en el compañero ideal de una bella e inocente joven? Ella será la única capaz de domeñar sus impulsos más brutales y convertirlo en un entrañable bebé algo traviesillo y destrozón, sin duda muy peligroso y terrible cuando se enfada pero encantador bajo el influjo de nuestra tierna protagonista. Tenemos la jungla, tenemos a la bestia, tenemos a la hermosa compañera… ¿qué nos puede faltar? Claro, un protagonista, un compañero para nuestra dama que en esta ocasión, no nos volvamos a pasar de la raya que estos son ya otros tiempos, será un humano que represente de forma ejemplar al norteamericano medio, modelo de bonhomía y lealtad que en su sencillez y, hasta si apuramos un poquito, simpleza deje entrever un alma pura y de ideales irreprochables con el que todos nos podamos identificar. Y qué mejor para ello que un vaquero, representante de un modo de vida paradigmático que forma ya parte del imaginario mundial gracias al mismo cine que de él nos ha dado esa imagen impoluta. Hasta aquí perfecto, pero necesitamos un contrincante, alguien que lleve los problemas a este ramillete de personajes que por sí solos no crearán demasiados conflictos. Así que ahora entrará en juego un perspicaz y avispado empresario de espectáculos que se empeñará en sacar al simio de su entorno natural y llevarlo a la metrópoli con objeto de mostrarlo en un show tan chabacano como propicio para obtener el mayor de los éxitos. Pero ojo, tengamos presente de nuevo King Kong: este tampoco debe resultar odioso al espectador, al final este modelo de hombre de negocios también representa el modo de vida norteamericano emprendedor y aventurero que quedó machacado en el filme de 1933. Así queremos imaginar que Merian C. Cooper, en su sin igual idiosincrasia, planteó el argumento de la nueva película que iba a producir. Y como en ningún momento dejaba de mirar hacia el pasado para construir esta película presente, volvió a contar con su amigo y compañero de aventuras con el que se había iniciado en el cine. Schoedsack había quedado ciego en un accidente durante la Segunda Guerra Mundial cuando pilotando su avión de combate se arrancó la máscara de oxígeno de la cara entre las llamas. La grandeza de Cooper podría contarse no solo en sus descabelladas y pantagruélicas ideas cinematográficas y en las historias que gustaba contar plagadas de detalles excesivos y grandilocuentes, sino en la humanidad y nobleza que lo llevó a no dudar en contar con su hermano de lucha cuando este ya no contaba para nadie en el medio que los había visto nacer, crecer, triunfar y subsistir. Ernest B. Schoedsack dirigió ciego El gran gorila (Mighty Joe Young, 1949).
Aunque parezca que nos hemos tomado un tanto a la ligera el posible nacimiento de esta pequeña película, que ello no lleve a error: El gran gorila es un gran filme que nos ofrece mucho más de lo que en su modestia parece darnos. Comienza como un relato de aventuras en la jungla con el toque fantástico de ese gorila gigante que campa a sus anchas entre la naturaleza salvaje solo controlado por la niña que lo adoptó en su infancia. Un empresario medio arruinado (una vez más el actor fetiche de Cooper y Schoedsack, el gran Robert Armstrong) que acude allí en busca de la atracción definitiva que lo saque del arroyo que se hace acompañar de una inusitada troupe de vaqueros que se dedicarán a cazar a lazo a las fieras, pues no otra es la idea que ha tenido para dar publicidad a su viaje y crear expectación a su vuelta. Cuando parece que todo quedará en la capacidad de Max O’Hara, el mentado empresario, de adornar los artículos periodísticos en los que va narrando sus aventuras, dan con la atracción que sin saber buscaban: el bueno de Joe, el gorila gigante, al que además acompaña una bella señorita, Jill Young (la actriz Terry Moore). Ambos supondrán la pareja perfecta con la que sorprender en un espectáculo sin igual a todo New York. Y a todas las ciudades que recorrerán en una gira que parecerá no tener fin. Y es en este encuentro entre la civilización (las ciudades modernas) y la barbarie (la jungla recóndita) donde Schoedsack y Cooper dejarán de nuevo bien claro cómo estos roles no son tales. La brutalidad de la urbe se muestra sin concesiones, los humanos no dejan de ser unos seres por lo general detestables que no dudarán en emborrachar y envilecer a la inocente bestia provocando su incontrolable ira. En la que sin duda es la secuencia más hermosa e impactante de la película, el bueno de Joe, bajo el influjo del alcohol, destrozará el local de Max llevando el caos de lo salvaje al corazón de la medianía y la vulgaridad “civilizadas”. Los efectos especiales de Willis O’Brien resultan prodigiosos y confieren ese toque de fantástico desatado que pocos como él supieron trasladar a una pantalla, con la misma fuerza y belleza indómitas con que lo hiciera en las míticas El mundo perdido (The Lost World, Harry O. Hoyt, 1925) y King Kong, con la ayuda en su equipo técnico del gran Ray Harryhausen, su mejor discípulo en el que fue su primer trabajo. Con un guion de la esposa de Schoedsack, Ruth Rose, que en tantos trabajos anteriores les había acompañado, y con el staff familiar de la productora RKO, El gran gorila supone un ejemplo más de esas películas quizá pequeñas pero que dejan entrever en ellas la grandeza del cine en todo su esplendor y fascinante sencillez. La añoranza de la jungla en la que Cooper y Schoedsack dieron sus primeros pasos como directores de cine late en cada plano y en su resolución final, porque al igual que sus creadores el gran Joe tampoco puede ser feliz en Hollywood. Cerrará sus ojos y soñará con ese paraíso en el que la nobleza de lo salvaje es la ley. Y por eso sus creadores le concederán su deseo y le harán retornar a su hogar con la joven Jill y su marido, el honesto vaquero, a llevar la vida de felicidad que si tal vez en la realidad le estuviera negada, en el mundo de ensueño que es el cine le pertenece por derecho.
ESTO ES CINERAMA
This is Cinerama, 1952, EE.UU.
A estas alturas no descubriremos nada nuevo si afirmamos el gusto de Merian C. Cooper por los grandes proyectos y por sus ideas tan colosales como el gorila que le dio fama eterna. No es de extrañar pues que quedara prendado de un nuevo proyecto que llevaría el cine a un grado superior de experiencia vital: el cinerama. Un formato cinematográfico que requeriría de una sala de proyecciones gigantesca y una pantalla semicircular que envolvería al espectador sumiéndolo en un viaje casi alucinógeno de sensaciones visuales cuyo impacto resultaría imborrable. Y así sucedió en su estreno, que el mismo Ray Bradbury recuerda como uno de los más sorprendentes a los que jamás hubiera asistido. Contemplar hoy este desproporcionado experimento, que apenas si llegó a tener continuidad (quizá la película más recordada rodada en este formato sea La conquista del oeste, How the West Was Won, 1962, y ello sobre todo debido a su cuarteto de directores: John Ford, con el que Cooper había trabajado en muchas ocasiones como productor convirtiéndose en una de las pocas personas a las que el irascible Ford respetaba, Henry Hathaway, George Marshall y Richard Thorpe, si bien los dos últimos no gozan de demasiado crédito en determinados círculos cinéfilos hoy día pese a que nos dejaron grandes películas), en una sala cuya pantalla apenas supera las dimensiones del televisor de una casa como así son las de un minicine no tiene nada que ver con lo que pudo ser contemplarla en su esplendor primigenio. Esto es cinerama (This Is Cinerama, 1952) se ha recuperado en formato smilebox curve screen simulation, una simulación que pretende provocar las mismas sensaciones que el original, para lo que incluso se han respetado los 12 minutos iniciales de la épica música compuesta para el filme reproducida con la pantalla en negro como se hiciera en su día. Tras esta introducción uno de los productores, Lowell Thomas, nos ofrecerá aún en formato pequeño y en blanco y negro un repaso por la historia del cine, el cual curiosamente parece comenzar con Edison y ya narrativamente con Asalto y robo al tren (The Great Train Robbery, Edwin S. Potter, 1903) ignorando por completo a los hermanos Lumière, y que culminará, claro está, con “la revolución cinematográfica” que supondrá el cinerama, un proceso de rodaje y exhibición creado por Fred Waller. Este recorrido histórico termina y entonces la pantalla se abre como un abanico de proporciones gigantescas y el viaje psicotrópico, pues no otra sensación parece quedarnos en su final, da comienzo.
Esto es cinerama está compuesta en su primera parte por una serie de breves visitas por lo que podríamos considerar las grandes maravillas del mundo. La imagen y el sonido rompiendo las viejas restricciones y llevándonos más allá en una mezcla inaudita de show circense y espectáculo artístico culto, en su acepción más convencional y estereotipada, en el cual el viejo mundo está representado por ciudades como Venecia, Zaragoza, Edimburgo, Milán, Viena y otras siempre mostradas a través de lo más característico de ellas. Así una ópera en el Teatro La Scala de Milán o unas jotas y una corrida de toros cuando se detiene en España, todo mostrado en planos generales estáticos que nos llevan a pensar más que en el futuro del cine en su pasado más carpetovetónico, tanto en lo formal (los planos tomavistas de las primeras filmaciones allá a finales del siglo XIX y principios del XX) como en los temas elegidos para su representación, si bien algunos tramos no carecen de cierta fuerza compositiva (en especial el impactante desfile de gaiteros en Edimburgo). Llegamos al intermedio. Y si este nuevo formato nos permite contemplar con ojos jóvenes lo viejo, no puede ser menos para lo nuevo. Y lo nuevo es toda la grandeza y majestuosidad de los Estados Unidos. Nos trasladamos entonces a los sobrecogedores pantanos de los Everglades, pero enseguida el parque de atracciones de Cypress Gardens de Florida es el centro de atención y cuesta trabajo imaginar algo más absolutamente kitsch que esos desfiles de modelos del “viejo Sur” y las acrobacias acuáticas de unos señores pilotando lanchas y unas señoritas en bañador deslizándose sobre las aguas en lo que debemos imaginar un espectáculo sin igual que solo provoca sudores fríos de espanto en el espectador, en especial cuando vemos desfilar ante nuestros ojos a un grupo de payasos haciendo esquí acuático. Pero este fragmento imposible deja pronto paso a los momentos más épicos del filme: un recorrido por los Estados Unidos rodado en planos aéreos que en determinados momentos en verdad nos quita el aliento. Cooper montó la cámara en un avión, poniendo en riesgo todo el proyecto pues solo tenían un prototipo (si el aparato hubiera sufrido un accidente no hubiera podido terminarse la película pues todo el dinero ya estaba invertido), y se rodaron tomas de una belleza casi apoteósica algo quemadas por el uso de una música excesiva en todo momento, pero así quiso que sonara el propio Cooper. Para el rodaje de las secuencias entre mareantes desfiladeros y montañas cortadas a pico hizo que el piloto se acercara peligrosamente a sus farallones pues el formato cinerama alejaba las perspectivas y si no se rodaba desde muy cerca la sensación era que se estaba rodando desde demasiada distancia. La película contó con un buen puñado de directores: Michael Todd, Michael Todd Jr., Gunter von Fritsch, Fred Rickey, Ernest B. Schoedsack y el mismo Merian C. Cooper. Aunque en su discurso Esto es cinerama acaba convirtiéndose casi en un sermón, sin duda logró su objetivo de convertirse en el King Kong de las películas: más grande, más fuerte, mejor. En su exceso reside su gloria y su fracaso. Gloria por lo que intentó, y fracaso porque hoy en día está condenada a ser exhibida en formatos para los que jamás fue pensada y que nunca lograrán retrotraernos a lo que supuso en su estreno. Como el gran gorila mítico, nació para ser esclavizada por un mundo moderno que jamás la comprenderá.
José Luis Forte
© Revista EAM / 63º Festival de San Sebastián