Hail!
Crónica de la sexta jornada de la 48ª edición del Festival de Sitges.
Quedan cuatro días para llegar al final del 48º Festival de Sitges, pero afortunadamente las propuestas destacables forman parte de manera constante en la programación de la presente edición. La cantidad de posibilidades ofrecidas es sobrecogedora, inabarcable incluso en días como hoy, cuando la proyección de un filme en concreto marca el signo de la jornada entera. Se ha podido asistir a algunas interesantes propuestas, como Cop car (Jon Watts, 2015) [crítica], que guarda cierto espíritu común con La noche del cazador (Charles Laughton, 1955), o Slow west [crítica], de John Maclean, un sorprendente western como carta de presentación. Por la tarde, aquellos quienes ayer no pudieron o declinaron la oferta de entrar a ver dos obras clave de la cinematografía actual, Cementery of splendour (Apichatpong Weerasethakul, 2015) y Youth (Paolo Sorrentino, 2015) han tenido una nueva oportunidad. Sin embargo, dos películas en concreto se han impuesto hoy como centro gravitatorio de toda la atención, robándole el protagonismo a las demás, por muy recomendables que pudiesen ser.
Resultaba sinceramente hermoso contemplar cuánta expectación ha generado Macbeth, del australiano Justin Kurzel, pues esta adaptación del clásico reivindica la permanencia de William Shakespeare en el imaginario colectivo. Esta historia de búsqueda del absoluto a través de lo profético y rechazo a la pérdida como sinónimo de la muerte utiliza una fotografía excepcional, con colores encendidos que generan unas atmósferas casi oníricas, el recurso de la cámara lenta, una plástica visual digna de elogios, y cuenta con un elenco de enorme talento interpretativo —tanto Marion Cotillard como Michael Fassbender consiguen la inmersión total en cada palabra escrita por el genial dramaturgo—, pero lo más interesante y lo más arriesgado a la vez fue el acercamiento, el respeto deliberado al texto original, con un guion que en ningún momento funciona de manera impostada, sino que fluye acompasadamente con el resto de elementos. Todo el conjunto exhibe una encomiable solidez. Tras la proyección, el público dedicó una sincera y enérgica ovación.
La otra gran protagonista del día fue, sin lugar a dudas, la nueva incursión en la dirección de Jeremy Saulnier. El director estadounidense irrumpió, hace dos años, con una brillante y atípica película, Blue ruin, donde exponía a un individuo convencional a la terrible acción de la venganza, dotado pocas o ninguna de las herramientas físicas, éticas y procedimentales necesarias. Tal éxito provocó un nivel de ansiedad muy alto, con respecto a su siguiente creación, presentada hoy a competición. En Green room, Saulnier ha apostado por mantener los elementos celebrados de su obra anterior y mezclarlos con la carga discursiva del funcionamiento de la violencia como un mecanismo más en la resolución de cualquier tipo de situación, la brutalidad como un dinamizador del razonamiento humano. En esta presentación, el público demostró, aparte de satisfacción ante el resultado final, bastante empatía, casi complicidad hacia el filme y el flujo de los acontecimientos narrados que recuerda a algunos clásicos de terror.
GREEN ROOM
Jeremy Saulnier, Estados Unidos / OF Competición.
Cuando el coronel de las SS Adolf Eichmann, miembro de la élite nazi y creador de la denominada Solución final, fue capturado en Buenos Aires, la noticia causó tanto revuelo internacional, que la filósofa exiliada en Estados Unidos Hannah Arendt decidió acudir a Jerusalén a cubrir el proceso del criminal para la revista The new yorker. Cuál sería la sorpresa de una amplia parte de la comunidad intelectual cuando Arendt, observando al criminal, definió su teoría de la Banalización del mal. Según indicaba, resultaba imposible tratar a Eichmann como un monstruo o un demonio; los terribles actos cometidos, por atroces y terroríficos que fuesen, respondían al cumplimiento de órdenes y procedimientos burocráticos, tal como si se tratase de un simple oficinista o empleado cualquiera. Luego la abyección de la Solución Final suponía una optimización del sistema de desempeño laboral, a la hora de realizar la tarea impuesta. Hoy se ha estrenado en el Festival de Sitges la largamente esperada nueva producción cinematográfica de Jeremy Saulnier, Green room, la cual posee más de un rasgo en común con el revolucionario pensamiento por el que la filósofa alemana fue tan duramente criticada. El director estadounidense atrapó hace un par de años la atención de la crítica con Blue ruin, una aproximación a la aplicación de la violencia, teniendo en cuenta el factor humano y haciendo de los actos de venganza una tarea terriblemente ardua y angustiosa para su protagonista, un hombre frágil, con un pasado trágico —del que no se evidencian acontecimientos—, que decide arremeter contra el criminal que hizo daño a su familia. La presente película nos cuenta una historia diferente, al menos en apariencia. Con respecto a la narración, se nos muestra a una banda de punk, de gira por locales de dudosa reputación a lo largo de Estados Unidos, cuyos integrantes corren con la mala suerte de presenciar, después de un concierto en un bar de neonazis, algo que no deberían haber visto. A partir de entonces, los violentos cabezas rapadas, bajo el mando de su guía espiritual, ponen en movimiento una maquinaria de brutalidad, con la intención de silenciar a los indiscretos protagonistas.
A primera vista —seamos francos—, esta no parece ser, más allá de la tipología de los personajes, una trama innovadora. Bebe del cine de horror de los 70 en los que un grupo de gente inocente sufría el asedio de seres irracionales e inhumanos (véase, como ejemplo, La matanza de texas, clásico de género, de Tobe Hooper). Entonces, ¿posee tanto valor la excentricidad estética, como para ofrecer una experiencia más enriquecedora? Bien, la respuesta es, por ambigua que parezca, sí y no. Recordemos que Blue ruin tampoco partía de una novísima idea, pues cualquiera de las incursiones en la gran pantalla de Charles Bronson o Steven Seagal respondían a una dinámica muy parecida. La cuestión reside, tal vez, en la forma —como todo producto postmoderno—; pero también tiene algo que ver con la carga discursiva. Los personajes protagonistas no poseen una profundidad biográfica, pero obedecen en sus reacciones a la lógica de quien se encuentra inmerso de repente en una situación límite, y esa inocencia provoca, de igual modo, empatía. Pierde peso el afán de comprenderlos porque sus reacciones son intra-argumentalmente plausibles; se alejan de Bronson. Por otra parte, los enemigos (cuyo líder es interpretado por Patrick Stewart) tampoco se parecen mucho a los asesinos del filme de Hooper; no son monstruosos psicópatas capaces de lo inimaginable, sino humanos que ejecutan órdenes, actúan como meros ejecutores de la tarea o siguen motivaciones tales como la búsqueda de aceptación social. Lo cierto es que, si Blue ruin —es más sutil y profunda— dio una vuelta de tuerca al cine de vendettas, puede que con Green room, explícita en violencia, situaciones semiclaustrofóbicas y toques de humor negro, estemos ante una buena muestra de la reinvención de la serie B. [69/100]
FIRES ON THE PLAIN
Nobi, 野火), Shinya Tsukamoto, Japón / Noves Visions One.
Cuenta la leyenda urbana que, si un escorpión se ve acorralado y en peligro, por ejemplo rodeado de fuego, se suicidará, clavándose el propio aguijón. A pesar de la fuerte imagen poética que la idea parece evocar, distintos biólogos y estudiosos del tema afirman que, por una parte, estos movimientos son en realidad espasmos a los que el animal se ve forzado para regular su temperatura corporal y, por otra, los escorpiones son, evidentemente, inmunes a su propio veneno. Se requiere estar dotado de una alta inteligencia y capacidad racional para poder atentar deliberadamente contra todo el aparato fisiológico que se emplea sin descanso en mantenernos con vida. Si en algunas culturas, como las dominadas por el catolicismo, el suicidio se considera pecado imperdonable, por el contrario, en la ética japonesa se toma como una alternativa digna al fracaso. Y este es el tema central de la película Fires on the plain (2015), de Shinya Tsukamoto. Esta adaptación de la novela de Ooka Shohei, publicada en 1951 y ganadora de algunos premios y reconocimientos literarios, narra el infierno inimaginable que sufre un soldado imperial japonés, en medio de la cruenta batalla en Filipinas, a las puertas del final de la Segunda Guerra Mundial. Después de desertar de su compañía y descartar el suicidio como posible, llega la angustia ante el peligro y el asedio, llega el hambre, la enfermedad, la sed, factores que van mermando progresivamente la estabilidad mental de su protagonista. Deambula en medio de una barbarie obscena digna del infierno pintado por El Bosco en El jardín de las delicias, entre cadáveres destrozados y soldados delirantes. Al igual que el personaje de Martin Sheen en Apocalypse now (1979), conforme se va adentrando en lo profundo de la selva, el nivel de locura e irracionalidad va creciendo alrededor, y el comportamiento de los hombres se transfigura en animalidad, extrema crueldad y antropofagia, debido a las tremendas condiciones en las que se encuentra el ejército japonés.
La curiosa revisión del punto de vista planteada aquí, pues en Occidente estamos más acostumbrados a presenciar los relatos bélicos narrados por estadounidenses o europeos (exceptuando algunos casos como la recomendable Ciudad de vida y muerte, del chino Lu Chuan), no responde a ningún criterio de orden político, ni nada parecido. Denuncia, más bien, cómo el horror más salvaje puede engendrarse en cualquier momento y cualquiera es susceptible de sufrirlo. Delante de tal situación de amputación del estado racional de las cosas, las actitudes más abyectas ya no pueden ser tratadas bajo el mismo prisma ético, pues en momentos de máxima necesidad estamos bajo amparo de nuestro instinto de supervivencia más básico y el cuerpo hará todo cuanto le sea posible para continuar funcionando. La belleza natural y los tonos verdes presentados en el filme contrastan frontalmente con las viscerales escenas de violencia que manchan cada paisaje, gracias a una interesante fotografía —sobre todo en las escenas de máximo estrés, con una cámara imprecisa y cinética—. Tanta sangre y desesperación vienen a corroborar, en este correcto producto cinematográfico, las palabras de Plauto «el hombre es un lobo». [62/100]
Luis Enrique Forero Varela
© Revista EAM / 48ª edición del Festival de Sitges