Irse a dar un paseo
reseña de Del caminar sobre hielo (Werner Herzog).
Título original: Vom Gehen im Eis. Primera edición: 1978. Fecha de lanzamiento en España: 2015. Traductora: Paula Aguiriano. Colección: Piccola. Formato: 11x16 cm. ISBN: 978-84-16529-19-3. Valoración: ★★★★★.
Quién no ha recibido alguna vez una pésima noticia y ha echado a caminar como si no hubiera mañana. Todo recto, seguido, saltándose los semáforos en rojo y con la visión en túnel, hasta que el regreso se confirma imposible aun estando a cien metros del portal de casa. De pronto —quién lo diría— los primeros campos aparecen frente a uno igual que un fotograma en Tecnicolor, donde con satisfacción te quedarías a vivir un par de años o cincuenta. Son reacciones impulsivas, llenas de cólera, que responden a una cualidad natural: el miedo. Terror a la pérdida, concretamente. A que un ser querido al que jamás has llamado "ser querido", puesto que es mucho más importante, se despida para siempre con la excusa de una enfermedad. De repente un día alguien te anuncia que el fin se acerca, y entonces decides romper con todo, incluso contigo mismo, y pruebas a correr, y corres y esprintas cada vez más rápido, creyendo ilusoriamente en la única opción inverosímil: separarte como Peter Pan de tu propia sombra, para verter en ella las malas vibraciones o ese 50% que tanto disgusta a tu Jack Russell. Quién no ha fantaseado alguna vez con ser el vaquero —espaldas fantasmagóricas, discurso parco y acciones expeditivas— que trota sin prisa ni pausa hacia el horizonte desteñido por el rojo carmesí. O quizá tan sólo Forrest Gump, ese atleta disfuncional que empezó haciendo footing por la mañana y acabó un año más tarde, en la otra punta del país, casi pidiendo que asfaltaran el Pacífico para seguir adelante unos cuantos kilómetros. Hay, en fin, calentamientos que no terminan nunca. También gente que ante la adversidad, nótese el caso de Werner Herzog, se calzan las botas y se peinan despeinándose a conciencia, sin peine alguno.
Mírenlo. Aparece en la portada del libro. Él, con barba de cuatro días, una cuerda de escalada al hombro y un piolet en su mano derecha, se resume a sí mismo. Sabemos que es el director de Aguirre, la cólera de Dios, Fitzcarraldo y otras tantas películas memorables, pero si esta mañana hubiéramos despertado con amnesia, habríamos dicho que parece un señor recién salido del frenopático, quizá con extravagantes tendencias suicidas, decidido a caminar hasta que las plantas de sus pies parezcan "el núcleo rojo de la Tierra". Hay método en su (des)peinado, no crean. Pero, y aquí vienen los obuses, en realidad sólo está abatido por una dura noticia: Lotte Eisner, historiadora y crítica de cine y cofundadora de la Filmoteca Francesa, a la que él admira y ama como se aman a los que no deberían morirse nunca, padece una grave enfermedad. Por ello el alemán decide prepararse el macuto, y poco después emprende viaje en solitario —aunque perseguido por sus fantasmas— de Múnich a París, donde Eisnerin yace convaleciente. Armado con su bloc de notas, Werner Herzog transita muchos pueblos y observa —de tapadillo— la idiosincrasia autóctona igual que un forastero camuflado entre las gélidas maquias. A los que ya habíamos leído su brillante making of/dietario Conquista de lo inútil no puede sorprendernos en absoluto su capacidad para construir puñales con oraciones cortas presuntamente inofensivas. Del caminar sobre hielo (Gallo Nero) revela a veces su maza filosófica y otras una aséptica levedad resultante del proceso quirúrgico al que somete su narración: Herzog no escribe, sino que puntea al final de cada acontecimiento reseñable para él. Sus descripciones, ajustadas y detallistas en su fugacidad, se entierran con el peso de la siguiente zancada.
La mirada de Herzog es aquí un láser bien calibrado, sin piedad con el prójimo; él apunta a su objetivo y dispara párrafos como este: «Una lluvia indecisa cae gota a gota, lo justo para que no importe (...) Todo es gris sobre gris. Las vacas aparecen y se asombran. En la peor tormenta en el Jura de Suabia encontré un cercado provisional para ovejas; las ovejas estaban heladas y confusas, me miraron y se arracimaron a mi alrededor, como si yo trajera una solución, la solución. Nunca antes he visto tanta confianza en los rostros de las ovejas en la nieve». Herzog dispone muy pronto la atmósfera predominante y lanza un apunte grisáceo casi negro: «Los rostros revelan hasta qué punto nos hemos convertido en los coches en los que nos sentamos». No es necesario rebatirle. ¿Para qué? Traguen saliva. Beban. Agua también. Descansen. No tanto. En marcha. A fin de cuentas el camino debe tener un final ¿feliz?
Juan José Ontiveros
© Revista EAM / Madrid