Un lugar en el mundo
crítica de Life feels good (Chce siz zyc, Maciej Pieprzyca, 2013).
“Cuando eres un vegetal, nadie te entiende.” En esta declaración del protagonista, el joven Mateusz (interpretado con gran solvencia por Dawid Ogrodnik), quedan condensados tanto el argumento como el tono de una película que, explícitamente inspirada como se halla en un hecho real, a priori tenía todas las papeletas para devenir una típica historia sentimentaloide sobre el sufrimiento del enfermo y la autosuperación, tan del gusto de las amplias audiencias. Afortunadamente, el magnífico quehacer de Maciej Pieprzyca, en su doble condición de guionista y director de la cinta, convierten a Life Feels Good (2013) en una propuesta tan ecléctica como potente, gracias a un conjunto de hallazgos discursivos que dotan la obra del distanciamiento suficiente para mantener un equilibrio perfecto entre contención y emotividad.
Para empezar, resulta inmejorable el punto de vista elegido para narrar la trama; y es que, junto a la exposición extrínseca propia del cine, que hace coincidir la mirada del espectador con la de los personajes que rodean a Mateusz, se inserta la glosa continua de lo que acontece mediante la voz en off del protagonista. Ello propicia una dialéctica constante entre la apariencia de sus actos y la intencionalidad de los mismos, hecho que logra la implicación del público de forma más efectiva que si Pieprzyca se hubiera limitado a exponer, incluso acentuando el elemento melodramático de la anécdota, la larga lucha de Mateusz por hacerse entender a pesar de su innata parálisis cerebral. Dicha dialéctica, además, da lugar a un juego de contrastes cuya modulación es tan amplia y variada como la de la propia vida, es decir, que arranca tanto carcajadas como lágrimas en el espectador. Gracias a este hecho, Life Feels Good se encuentra impregnada de elementos muy poco convencionales en este tipo de biopics centrados en personas discapacitadas, léase un sentido de lo maravilloso casi irrealista o un humor negrísimo. Asimismo, la estructuración del relato mediante una serie de episodios separados por unos intertítulos enigmáticos para el espectador hasta la recta final de la obra incide en el carácter, más que subjetivo, confesional, de una pieza que ejerce a guisa de diario personal del personaje principal de la intriga, hecho que también motiva el carácter fragmentario de lo contado, la abundancia de elipsis y la narración diferida. Si a todo lo dicho se le suma una realización sutil y delicada, que sabe modular su acento en virtud de lo que sucede, tenemos ante nosotros un filme muy notable, y cuya originalidad no estriba en lo extravagante sino en lo mesurado, al ser capaz de mezclar sin estridencias unas imágenes de corte poético y aun ligeramente fantásticas –véase el momento de los fuegos artificiales– junto a otras de notas cómicas –la llegada al centro de discapacitados mentales– o bien secamente realistas –la espeluznante secuencia en la enfermería de la clínica, construida mediante tres planos contrapuestos dentro de una ausencia absoluta de banda de sonido–.
«Decía Walt Whitman que “yo no conozco nada más que milagros”; Life Feels Good es, de hecho, la constatación de semejante visión de la existencia, impregnada de una espiritualidad deísta donde la búsqueda del propio lugar en el mundo no se traduce en la obtención de fama, dinero o poder, ni siquiera en el gozo del amor, sino en la serenidad y la plenitud propiciadas por el conocimiento de uno mismo y por la propia aceptación».
En este sentido, no es descabellado afirmar que Life Feels Good es una especie de mixtura entre Mi pie izquierdo (1989) de Jim Sheridan y Amélie (2001) de Jean-Pierre Jeunet, puesto que ofrece, por un lado, el retrato de un minusválido alejado de paternalismos y focalizado en el propio personaje central –también la película de Sheridan se asentaba en un flashback–, donde además se llevaba a cabo la reconstrucción histórica de su contexto, y, por el otro, se constituye en una oda al milagro cotidiano de la existencia que puede impregnar la realidad más prosaica o dramática a poco que se posean los ojos pertinentes para ello. Sin duda, la soñadora banda sonora de Bartosz Chajdecki contribuye a acentuar dicha percepción. Es sintomático al respecto que la fotografía de Pawel Dyllus contraponga la grisácea cotidianidad de Mateusz con esos momentos en los que la vida parece tener propósito, sentido; no en vano, la trama, al abarcar más de 20 años de la historia contemporánea de Polonia (de 1987 a 2010), es también el reflejo de la transición de esta nación desde un régimen comunista marcado por el aislamiento y las carencias –lo que en parte explica el erróneo diagnóstico de Mateusz– hasta su inserción en el mundo moderno –con la reveladora aparición del ordenador en la vida del protagonista–. Decía Walt Whitman que “yo no conozco nada más que milagros”; Life Feels Good es, de hecho, la constatación de semejante visión de la existencia, impregnada como se encuentra de una espiritualidad deísta donde la búsqueda del propio lugar en el mundo no se traduce en la obtención de fama, dinero o poder, ni siquiera en el gozo del amor, sino en la serenidad y la plenitud propiciadas por el conocimiento de uno mismo y por la propia aceptación. | ★★★★ |
Elisenda N. Frisach
© Revista EAM / Barcelona
Ficha técnica
Polonia, 2013. Título original: Chce sie zyc. Director: Maciej Pieprzyca. Guion: Maciej Pieprzyca. Fotografía: Pawel Dyllus. Música: Bartosz Chajdecki. Duración: 112 minutos. Productora: Tramway Film Studio, Telewizja Polska – Agencja Filmowa. Diseño de producción: Wieslaw Lysakowski, Krzysztof Szpetmanski. Dirección artística: Joanna Wójcik. Intérpretes: Dawid Ogrodnik, Kami Tkacz, Dorota Kolak, Arkadiusz Jakubik, Katarzyna Zawadzka, Anna Nehrebecka.