Rococó en rojo sangre
crítica de La cumbre escarlata (Crimson Peak, Guillermo del Toro, 2015).
Hollywood, ese mastodonte tan genuinamente estadounidense, fue concebido en su origen por un puñado de inmigrantes. Productores en su mayoría europeos que, en pleno amanecer del cine, huyeron de Nueva York hacia el Lejano Oeste intentando escapar del matonismo de un Thomas Edison que protegía con celo el monopolio de sus patentes. Quizá este alumbramiento bastardo explique por qué, de forma cíclica, el gigante del cine haya ido necesitando de olas de extranjeros que jugaron a tomar sus tronos y reinar en ellos para reimpulsar sus creaciones. En los años treinta, por ejemplo, fueron aterrizando los centroeuropeos en el exilio (Lang, Murnau, Preminger y compañía). O a finales de los sesenta, la “familia” italoamericana (Coppola y Scorsese a la cabeza). Ambos constituyeron casos similares: se apropiaron de los viejos códigos de producción (grandes presupuestos, afán comercial, géneros, estrellas...), pero la vez supieron amplificar sus ecos a partir de la fuerte personalidad artística de esos directores. En una dinámica similar se puede situar la permeación que, desde principios de siglo, ha ido experimentando Hollywood con respecto al cine mexicano (no hay más que ver su fuerte presencia en los Oscar, que no dejan de ser la autoafirmación de la industria). Alejandro González-Iñárritu, Alfonso Cuarón y Guillermo del Toro son ejemplos muy claros de esta apropiación recíproca. De un sistema hollywoodiense que integra en sus engranajes a un puñado de outsiders, pero también de cómo los mismos superan las limitaciones del corsé para hacer que afloren sus auténticas manifestaciones expresivas, trascendiendo el mero ejercicio de artesanía.
Del Toro, ya centrándonos en su figura, es quizá el más integrado dentro de los cánones hollywoodienses de los mexicanos “adoptados". En primer lugar, porque sus producciones en Estados Unidos se han centrado en uno de los géneros de mayor tradición en el cine comercial de este país: el fantástico, con muchas de las subdivisiones que implica. Monstruos, vampiros, superhéroes, robots... Y en segundo lugar, porque se trata de uno de esos cineastas que priman la sumisión al género con buena caligrafía por encima de la expresión de universos personales. Una sumisión que tiene mucho de la actitud típica del niño que juega a imitar a los ídolos que le han marcado. Lo que se traduce en que el mexicano tiende a recrearse en la creación fetichista de sus mundos, dejando en un lugar secundario los aspectos más narrativos y estructurales. Tómense como muestra las criaturas alegóricas de El laberinto del fauno o los robots de Pacific Rim. En el caso de La cumbre escarlata, el mimo habitual de Del Toro en el diseño de producción se percibe sobre todo en la arquitectura de su escenario principal: la mansión en declive que da nombre al filme. Pero también en algunas de sus criaturas. Más allá de las intrincadas formas de los fantasmas que aparecen desde un principio en la historia, resulta llamativo cómo las polillas, la forma de vida más extendida en dicha mansión, se utilizan desde las primeras escenas como aviso de lo que está por venir. No sólo del tono de romanticismo decadente por el que la cinta se adentra, sino también de los giros que mueven su trama, a partir de una frase amenazante del retorcido personaje de Lady Lucille (Jessica Chastain) a la cándida Edith (Mia Wasikowska, que encarna a una joven escritora, feminista avant-la-lettre y “niña bien” en el refinado norte colonial de Estados Unidos). Las polillas, advierte Lady Lucille, son insectos antiestéticos, dedicados a sobrevivir en la oscuridad, que se alimentan de mariposas.
«El mito del hombre nuevo estadounidense frente al decadente europeo. El “self-made man” orgulloso de haber llegado a lo más alto sólo con el trabajo de sus manos encallecidas frente al noble europeo, perezoso y arribista, que no se aferra más que a la ostentación de un apellido».
Aún no hemos explicitado nada demasiado concreto del argumento de La cumbre escarlata, pero las referencias señaladas permiten hacerse una idea muy clara de qué herencias recoge. Se puede rastrear al Hitchcock de Rebeca en el tratamiento de su fábula. La joven “pura” (la mariposa Edith) que cae rendida ante un apuesto aunque dudoso aristócrata anglosajón (Tom Hiddleston, que interpreta al baronet inglés Sir Thomas Sharpe) y pasa a ser la nueva habitante de una vieja mansión donde van consumiendo su inocencia la presencia de un pasado turbio y de una segunda mujer hostil, Lady Lucille (hermana de Sir Thomas), con la que comparte hogar y hombre. La vieja historia de luz contra oscuridad trasladada al imaginario colectivo de los caserones decadentes. Lo que, junto a la ambientación decimonónica de la historia, sitúan claramente a la película de Del Toro en una tradición estadounidense de amplio calado. El terror gótico fundado por Edgar Allan Poe y trasladado al cine con especial encanto por la dupla que formaron el director Roger Corman y el actor Vincent Price. Precisamente en su primera adaptación a la pantalla de Poe, La caída de la casa Usher, se pueden encontrar los mayores parentescos con La cumbre escarlata. La cuestión, además, es que el mexicano no sólo se inscribe formalmente en dicha tradición, sino que parece acatar las implicaciones mitológicas “pro-USA.” que conlleva. Porque en el gótico norteamericano del siglo XIX se localiza fácilmente la dicotomía entre viejo mundo y nuevo mundo, con la toma de partido por los valores regeneradores de este último. El mito del hombre nuevo estadounidense frente al decadente europeo. El “self-made man” orgulloso de haber llegado a lo más alto sólo con el trabajo de sus manos encallecidas frente al noble europeo, perezoso y arribista, que no se aferra más que a la ostentación de un apellido. Dicha dicotomía está presente en el corazón de La cumbre escarlata, donde el padre de Edith representa la autenticidad americana y Sir Thomas al parásito inglés. Más aún, el componente terrorífico de la cinta bebe de los viejos vicios de una aristocracia inglesa que han degenerado en podredumbre, a la que simboliza con eficacia la mansión.
«El guion de La cumbre escarlata se nutre de un surtido de tópicos tan apolillados como su escenografía. Sin apenas profundidad en el tratamiento de personajes, y con un exceso de líneas de guion autoexplicativas o puestas al servicio del subrayado de la trama».
Ahora bien, al arrancar estas líneas señalábamos a Del Toro como uno de esos directores “acogidos” con la suficiente personalidad como para ir más allá de las convenciones hollywoodienses. Y La cumbre escarlata, pese a la herencia que arrastra señalada en el párrafo anterior, no es ajena a esta afirmación. Sus aportaciones, como hemos visto, no hay que buscarlas en relecturas críticas con la cultura estadounidense, que el mexicano parece haber interiorizado sin esfuerzo. Sino en el afán de volver a contar sus viejas historias, casi folclóricas, mediante su particular estética rococó. Esto es, el planteamiento de una puesta en escena concebida desde el recargamiento. Del Toro incluso recurre a situar la mansión inglesa sobre un terreno de arcilla roja para hacer que sangren sus paredes. Lo que viene a rematar la lobreguez de este decorado amenazante, de maderas podridas que crujen lamentos y se infestan de polillas, esos insectos que sobreviven a base de devorar la belleza. Ahora bien, la contemplación fascinada de las virguerías arquitectónicas del cineasta puede verse disminuida por ese aspecto que, como ya señalábamos, parece haberse dejado en segundo plano. La narrativa. El guion de La cumbre escarlata se nutre de un surtido de tópicos tan apolillados como su escenografía. Sin apenas profundidad en el tratamiento de personajes, y con un exceso de líneas de guion autoexplicativas o puestas al servicio del subrayado de la trama, la apuesta de Del Toro aparenta ser el recrearse en el romanticismo decadente de sus imágenes más que el impulsar una historia de calado. Lo que, a efectos prácticos, funciona sólo a ratos y sin demasiada hondura, especialmente en aquellas escenas protagonizadas por una turbia Jessica Chastain. | ★★★ |
Miguel Muñoz Garnica
© Revista EAM / Pamplona
Ficha técnica
Estados Unidos, 2015. Crimson Peak. Director: Guillermo del Toro. Guión: Guillermo del Toro, Matthew Robbins, Lucinda Coxon. Productores: Guillermo del Toro, Callum Greene, Jon Jashni, Thomas Tull. Productora: Legendary Pictures, Universal Pictures. Presentación oficial: Fantastic Fest 2015. Fotografía: Dan Laustsen. Música: Fernando Velázquez. Montaje: Bernat Vilaplana. Vestuario: Kate Hawley. Diseño de producción: Thomas E. Sanders. Dirección artística: Brandt Gordon. Reparto: Mia Wasikowska, Jessica Chastain, Tom Hiddleston, Charlie Hunnam, Doug Jones, Javier Botet, Jim Beaver, Burn Gorman, Leslie Hope, Kimberly-Sue Murray, Emily Coutts, Gillian Ferrier, Matia Jackett, Martin Julien.