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    Cine Alemán Siglo XXI

    Festival de San Sebastián 2015 | Día 6. Críticas: Moira, Lejos del mar, Freeheld, Parasol, La novia & Drifters

    El equipo de Moira

    La oscura raíz del grito

    Crónica de la sexta jornada de la 63ª edición del Festival de San Sebastián.

    En muchas ocasiones, hacer cine es una cuestión de poner el dedo en la llaga y apretar sin miedo. Tantear las heridas abiertas de una sociedad cámara mediante. Mountains May Depart [crítica] y Taxi Teheran, dos de las mejores cintas que han pasado por Perlas en esta edición del Zinemaldia, tienen mucho que ver con esto. Jia Zhangke y Jafar Panahi, sus respectivos artífices, son modelos claros de lo que es una mano maestra para trazar estampas con gran riqueza de tonos sobre los males de sus países. China y su conversión al capitalismo feroz, Irán y la omnipresencia de un régimen coaccionador. En similares coordenadas se puede situar a una de las películas de la jornada que nos ocupa. La georgiana Moira, que, pese a ser mucho más limitada en su alcance, elabora una eficaz lectura sobre las posibilidades de redención de un hombre recién salido de la cárcel apuntando a un elemento de fondo, el más determinante: el poder soterrado de la mafia que constituye, precisamente, una de las mayores problemáticas sociales de Georgia. En los casos reseñados, pese a ese componente de visión crítica hacia las preocupaciones nacionales, no se trata de confeccionar un discurso político. Sino de bucear dentro de los micromundos condicionados por ese contexto, dejando que sea la parte la que sugiera el todo.

    Ahora bien, esta jornada en San Sebastián también ha dado un par de ejemplos en los que ese hurgar en las lesiones intangibles de un país deviene en un ejercicio de banalización o diatriba panfletaria. Llevando las cosas a un terreno más cercano, la nueva obra de Imanol Uribe, Lejos del mar, indaga en uno de los traumas aún más lacerantes de la sociedad española: el terrorismo de ETA. Lo hace ofreciendo la que ya se ha coronado casi por unanimidad (que suscribimos) como peor película del festival, en una historia de amor entre un etarra arrepentido y la hija de una de sus víctimas que fuerza su discurso hasta extremos moralmente despreciables. La concurrencia del certamen se la ha tomado a pitorreo, pero es posible que no tarde mucho en empezar a hablarse de ella desde sensibilidades más denigradas. El otro ejemplo negativo lo encontramos en Freeheld, que viene a tocar un tema tan sensible en la sociedad estadounidense como es la igualdad de derechos para los homosexuales. En su caso, el alegato al que apunta es intachable, pero sus maneras de forzarlo mediante la caricaturización y el maniqueísmo la sitúan en las antípodas del estilo de retrato social que se defendía al comienzo de estas líneas. Ese cine que consigue aunar lo intelectual y lo sentimental al transmitir a cualquier espectador, por muy lejano que sea, la esencia sin adulterar de una geografía y una época.

    Moira

    MOIRA

    Levan Tutberidze, Georgia / Competición.
    por Emilio Martín Luna.

    El cine georgiano se ha convertido en el silencioso inquilino del circuito de festivales. Con cada vez más frecuencia van apareciendo en los programas oficiales representantes de esta antigua república soviética que los últimos años nos ha descubierto nombres como George Ovashvili (Corn Island), Nana Ekvtimishvili (In Bloom), Zaza Urusadze (Mandarinas) o Levan Koguashvili (Blind dates). Es el florecimiento de una industria aún en pañales pero que, a base de secciones competitivas y algún que otro laurel (Ekvtimishvili venció en Sarajevo en 2013 y Ovashvili en Karlovy Vary en 2014), está encontrando su hueco. De este modo, arribó ayer al Donostia Zinemaldia Moira, segundo largometraje de Levan Tutberidze tras la inédita I will die with you (Ushenod mgoni movkvdebi, 2010). Un drama criminal ambientado en una ciudad portuaria cercana a la frontera con Abjasia; donde Mamuka vuelve con su familia tras un lustro entre rejas por un delito menor. Allí le esperan su hermano menor, un joven en el paro que busca independizarse con su reciente novia, y un padre derrotado por un ictus que añora a su esposa, una cantante que emigró a Grecia y con la que solo tienen contacto telefónico. La llegada de Mamuka no solo revitalizará a una familia al borde del colapso, también supondrá el reencuentro con el pasado que le robó una preciosa parte de su vida.

    Pese a que la temática de Moira tiene revisiones anuales y no ofrece ningún recurso novedoso en la narración, Tutberidze logra que la platea empatice con sus dos protagonistas gracias a un retrato cercano, marcado por silencios y miradas, donde los ojos de Mamuka — notable Paata Inauri— expiran injusticia. Es la representación de la juventud georgiana: o muerte en la ribera del río Inguri a manos de un rebelde o quizá la Parka espere navaja en mano en un apestoso callejón de un pueblo perdido. Jóvenes condenados a vagar, a parchear los errores de sus padres. No hay salvación alguna, tan solo el deber otorgar una brizna de esperanza a los seres queridos. Tutberidze demuestra talento en escenas donde la tensión, el tempo, lo marca el sol; con una composición, tanto cromática como espacial, de planos –soberbio final— que se zafa de la habitual rigidez que caracteriza al cine de Europa del Este. Algo que también se observa en la definición de los personajes, donde el papel de la mujer sirve para recalcar ese estado de decepción e insatisfacción que caracteriza a un pueblo que ve lejana una vía de escape. Moira es una película modesta, temperada incluso, pero que porta una serie de detalles que obligan a anotar el nombre de su director. Y tal como está la Sección Oficial, no debemos descartarla como integrante del palmarés. Con o sin galardón estamos ante un nuevo paso adelante para la cinematografía georgiana. [70/100]

    La novia

    LA NOVIA

    Paula Ortiz, España / Zabaltegi.
    por Víctor Blanes Picó.

    Y esto es un cuchillo,
    un cuchillito
    que apenas cabe en la mano;
    […]
    Y apenas cabe en la mano,
    pero que penetra frío
    por las carnes asombradas
    y allí se para, en el sitio
    donde tiembla enmarañada
    la oscura raíz del grito.

    Tras debutar con la sugerente De tu ventana a la mía, la más malickiana de nuestros realizadores se atreve con una empresa de aúpa: la adaptación cinematográfica de uno de los grandes, Federico García Lorca. Y, además, se atreve con una de las obras más complicadas por su fuerte carga simbólica, Bodas de sangre. La obra, escrita en 1933 y que combina prosa y verso, contiene todos los símbolos del escritor granadino: la luna (representación del erotismo mágico de la muerte), la sangre (siempre presente en sus historias, primera y última parada de sus personajes, capaz de crear y arrancar la vida), el caballo (la muerte representada en la masculinidad de su jinete), el bosque (donde surge y se materializa la pasión más primaria) y el color amarillo (la amargura de la tierra seca, que envejece el cuerpo y el alma). Paula Ortiz materializa en pantalla estos elementos para lograr una versión totalmente alegórica, metafórica y puramente lorquiana. En el reverso de las imágenes se esconde el verdadero tema que recorre gran parte de la obra del dramaturgo: la fuerza de un destino inevitable marcado por la tradición y las costumbres ancestrales. El sino subyace en cada escena y en cada plano de una película cuya belleza puede resultar por momentos abrumadora, pero que es la mejor compañera de viaje para la palabra y el verso lorquiano.

    Uno de los grandes aciertos de la cinta es colocar la acción lejos del entorno típico andaluz. El contraste entre la sobria aridez de la Anatolia turca con la calidez en tonos azulados sombríos de los austeros interiores nos traslada a un mundo atemporal, vacuo de cualquier referencia geográfica, que evoca el alma de la historia. La novia prefiere evocar todos y cada uno de los recovecos del universo lorquiano a golpe de estilo y palabra. Por un lado, la película es, en sí misma, todo un ejercicio de técnica al servicio de la metáfora y la alegoría propia de la obra que adapta, pero logra evitar que el envite visual y la preciosidad de sus imágenes se coman al verdadero protagonista de la obra: el verso de Lorca. Ortiz conserva la idiosincrasia de la historia a través de los elementos orales, como las canciones populares y las nanas (además de incluir algunos de sus poemas cantados), que sirven para establecer el tono y dotar de profundidad a la atmósfera fílmica, y la fuerza del verso en boca de unos actores que se dejan la piel en sus personajes. Inma Cuesta dota de alma, vida y sentido a la novia en una interpretación excelente, pero Luisa Gavasa se come cada plano en su recreación de la madre del novio: inmensa, soberbia e incontestable. La novia es, en definitiva, una de las películas más bellas producidas por nuestro cine. Una verdadera obra de arte cuyas imágenes son como un susurro lleno de rabia, fuerza y dolor que nos traslada a esa «oscura raíz del grito» del mundo lorquiano. Un placer para todos los sentidos. [88/100]

    Parasol

    PARASOL

    Valéry Rosier, Bélgica / Nuevos Directores.
    por Emilio Martín Luna.

    Hay algo en Parasol que duele, que perdura. Una sensación familiar que evocan sus personajes. No es necesario escudriñar a la señora Experiencia, ni indagar en los recovecos de la memoria. Duele, sin más. La ópera prima de la directora belga Valéry Rosier nos traslada a Can Picafort, Mallorca, para contarnos una realidad que no entiende de nacionalidad, edad o condición social: la soledad, ese producto del fracaso, ese muro de hormigón infranqueable en la salida número tres de la autovía vital. Allí, entre calas y campings, trenecitos y lavanderías, Rosier plasma la ansiedad silenciosa de tres personas: un joven turista británico, un pagafantas en la edad del pavo que huye de sus padres y busca aparentar lo que todo adolescente anhela en ese estadio vital; una setentona belga que tiene un affaire con un homólogo que reside en la isla; y, el conductor español de un tren turista al borde del despido y con una hija, fruto de su quebrado matrimonio, cerca de la decepción. Todo un crisol de desengaño, integrado por caminantes errantes que buscan alivio y aire entre cerveza y cerveza, cubata y cubata. Como la vida misma, éste llega de la manera más rocambolesca. Es la solución momentánea a la oscura monotonía. Una solución efímera, una de las miles que articulan nuestra existencia.

    Rosier demuestra un buen dominio de la narrativa a la hora de definir personajes y entornos –todos dibujados a base de los clichés conocidos que cada año completan el imaginario de Magaluf y el turismo balear—, siempre subrayando su vertiente más entrañable, el lado amable del esperpéntico turista que Ulrich Seidl maltrataba en el primer segmento de la Trilogía Paraíso. La cineasta belga remarca el desamparo de sus caracteres a base de planos generales cortos, con un interesante uso de la cámara, donde el protagonista en cuestión ocupa un lado de la imagen. Una explotación del sistema de cuadrantes que logra su propósito: introducir con éxito, pero que acaba resultando agotador. Porque, sí, una vez descrito el primer tropezón de estos héroes anónimos, todos los sentimientos que extrapola Parasol se evaporan en favor de la repetición. Como viene siendo habitual en la sección Nuevos Directores, el filme se descubre como un cortometraje demasiado alargado donde todos esos perdedores con estilo comienzan a perder encanto y terminan auto perdonándose delante de nuestros ojos por agotamiento más que por evolución. Pese a ello, estamos ante una obra honesta y con algún que otro momento brillante. No se le puede pedir mucho más. [55/100]

    Parasol

    FREEHELD

    Peter Sollett, Estados Unidos / Competición.
    por MIGUEL MUÑOZ GARNICA.

    Freeheld cierra su última imagen con una pequeña coda de rótulos que detallan la vida posterior de las protagonistas de su historia “basada en hechos reales”, y que se refuerza con una colección de fotografías de las mujeres auténticas. Son dos recursos muy manidos que permiten intuir una intención de golpear emocionalmente al espectador usando lo verídico de las escenas que acaba de contemplar. Por si acaso no bastaran por sí solas. Esta reiteración da buena cuenta de lo apremiante que resulta para la cinta de Peter Sollett que su mensaje llegue alto y claro. No en vano, estamos ante un producto que no oculta su condición de alegato por encima de todo. La causa escogida, la igualdad de derechos para los homosexuales, se simboliza en el caso real que adapta. El de una policía (Julianne Moore, de nuevo en un papel de enferma) con cáncer en fase terminal que lucha contra la administración local para que su mujer (una forzadísima Ellen Page) pueda percibir tras su muerte la misma pensión de viudedad que les corresponde a sus compañeros heterosexuales.

    Pero, como ya se adelantaba unas líneas atrás, el tono escogido por Sollett no entiende demasiado de matices. El guión de Freeheld presenta un elenco de personajes secundarios al servicio de su discurso, cuyas conductas contrarias a las demandas de la mencionada pareja protagonista se deforman hasta la caricatura, sacrificando con ello cualquier atisbo de profundidad. Es más, los propios caracteres de Moore y Page están trazados a vuelapluma, al igual que su relación sentimental. Algunas líneas de guión especialmente sonrojantes (léase: “-No bebes mucho, ¿verdad? -No, mi madre era alcohólica”) evidencian la desgana a la hora de desarrollar a sus criaturas y el intento por compensar con retazos facilones de psicología autoexpresada. De hecho, el personaje más llamativo de la cinta no escapa a esta liviandad, sino que la aprovecha. De la caricaturización hacia unos límites tan inverosímiles que mutan en comedia surge el abogado-activista judío y gay intepretado por Steve Carell. El resultado, en fin, consiste en un refrito de clichés mal maridados que parecen adquiridos en un bazar de “componentes para películas oscarizables”. Una cinta sin alma, que se encarga de guiar (con música alta y primeros planos de acercamiento al rostro enfermo de la protagonista que rozan lo obsceno) los momentos en los que hay que conmoverse. O indignarse. Que, con su estética del hablar alto, claro y simple cae en un reduccionismo ridículo que no beneficia a su mensaje. Y cuya inclusión en la Sección Oficial solo se explica por la presencia de Ellen Page en tierras donostiarras (los flashes mandan), o por su clara condición de producto con aspiraciones (es muy probable que fallidas) a entrar en la carrera de los premios. [35/100]

    Lejos del mar, de Imanol Uribe.

    LEJOS DEL MAR

    Imanol Uribe, España / Fuera de Competición.
    por Víctor Blanes Picó.

    Parece que el año pasado, en este mismo festival, Borja Cobeaga abría la veda para poder abordar el conflicto vasco desde una óptica diferente, huyendo de la representación oficialista y ampliando el abanico del género, gracias a la genial Negociador. Contar la historia de las negociaciones entre el gobierno y ETA bajo el prisma del humor absurdo requería de mucha mano y profesión. Para ello, es necesario creer con firmeza que no hay historias que no se puedan contar, que ninguna trama es inenarrable siempre que se esté a la altura y se tenga la maestría necesaria. Ahí está la clave: el oficio y el buen hacer por delante de la autocensura por no saber como abordar un tema concreto. A Imanol Uribe, director de la notable El rey pasmado y la estupenda Días contados, se le presume todo ello, y mucho más. Por eso no se entiende, y hasta incluso provoca cierta lástima, el descalabro que resulta ser su nueva película, Lejos del mar. Las causas, como apuntábamos, no hay que buscarlas en la mayor o menor credibilidad de lo que relata, la de un etarra recién salido de la cárcel con la doctrina Parot y su historia de amor con la hija de una de sus víctimas. Hay que señalar a la torpeza narrativa y la tosquedad irrisoria del modo en el que lo plantea. De nuevo, no hablamos del qué, sino del cómo.

    Lo cierto es que la película tenía todos los ingredientes para lograr ser un producto, como mínimo, interesante y que empujase a la reflexión: un director curtido en todo tipo de géneros, un plantel de actores de primera clase (Eduard Fernández, Elena Anaya y Susi Sánchez, entre otros) y un tema de actualidad al que no está de más darle un par de vueltas y enfocarlo desde otro punto. El problema es asumir que con un buen puñado de escenas silenciosas, algún que otro monólogo presuntamente profundo y fundidos a negro esparcidos aquí y allá es suficiente para dotar de sutileza a la narración. El problema es construir unos personajes planos, estereotipados, caricaturizados, ridículos e inverosímiles y pretender que el buen hacer de los actores salven la imposible papeleta. Y ante todo, el problema es pretender que Eduard Fernández cuele como terrorista etarra cuando solo pone un torpe acento vasco en un par de frases sueltas, y ni siquiera habla en euskera con su madre. El problema es, en definitiva, tomarte tan en serio tu historia que acabes perdiendo el norte de lo que quieres contar y el contacto con la realidad de un tema tan delicado. Porque cuando esto ocurre el efecto es justo el contrario: las risas en la sala de cine (la más sonora, posiblemente, por el grandioso titular en la primera plana de un periódico: «Caso extremo de Síndrome de Estocolmo en Almería») funcionan como un mecanismo de defensa ante el soberbio ridículo que se está visionando. [10/100]

    Drifters

    DRIFTERS

    Tjuvheder, Peter Grönlund, Suecia / Nuevos Directores.
    por Juan Roures.

    Tras toda una década de preparación, la ópera prima del sueco Peter Grönlund por fin ha visto la luz del radiante sol que ha sorprendido a la 63ª edición del Zinemaldia. Y lo ha hecho con gran solidez, gracias especialmente a un impresionante trabajo por parte de todo el reparto. A la cabeza de este —que incluye un 90% de intérpretes no profesionales, lo que indudablemente contribuye al crudo realismo del retrato—, encontramos a una bestial Malin Levanon que resulta imposible no comparar a la pletórica Charlize Theron deMonster (2003). Nos encontramos en ambos casos ante singulares bellezas tornadas en auténticos monstruos de la pantalla (en ambos sentidos del vocablo), pero, mientras Theron lograba, pese a todo —y, con “todo”, hablamos de una maníaca asesina y adicta a todo lo que se puede ser adicto—, ganarse la identificación del espectador, Levanon hace estragos al respecto. Indudablemente, es ahí donde reside la principal lacra de Drifters, un filme inquietantemente devastador plagado de personajes por los que resulta verdaderamente difícil sentir empatía.

    La capacidad de identificarse mental y afectivamente con el prójimo es un elemento a menudo olvidado por los cineastas ávidos de impacto, pero no hay que olvidar que incluso Tarantino, Cronenberg o los Coen, cuyas filmografías están llenas de personajes oscuros, dedican gran parte de sus metrajes a definir a los mismos con el mero deseo de lograr que se ganen al espectador. Y es que, una vez logrado eso, todo lo demás importa poco: el público ha entrado de lleno en la pantalla y ha aprendido a preocuparse por quienes la pueblan. No es ese el caso de la cruda Drifters. Quizá una introducción al pasado de la protagonista habría ayudado; con apenas unas pinceladas se le habría otorgado algo de humanidad entre dosis y dosis; pero, indudablemente, algo falta, porque el potente desenlace de la obra pierde fuerza a causa de la fugaz introducción. Aun así, este drama social refleja el lóbrego mundo del alcohol y las drogas, así como las terribles consecuencias de su abuso, con auténtico brío y, quienes sientan verdadero interés por dicha temática, encontrarán aquí un fascinante retrato; además, conviene recordar que se trata del primer trabajo de un cineasta que, con suerte, sabrá limar sus carencias en el futuro. [58/100].

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