Con la fuerza de los mares
Crónica de la segunda jornada de la 63ª edición del Festival de San Sebastián.
San Sebastián se agita en la ebullición típica del primer fin de semana del festival. Mareas de turistas que llenan las calles y terrazas de la ciudad aprovechando el sol se alternan con grupos de acreditados que cubren las rutas habituales intercambiando valoraciones, aún digiriendo el mal sabor de boca generalizado que dejó en la concurrencia la desmayada apertura a manos de un Amenábar insulso. Mientras, la troupe de Álex de la Iglesia, cada vez más amplia, acapara flashes y grupos de fans que se agolpan alrededor de la alfombra roja para captar un trocito de presencia de Mario Casas, Blanca Suárez, Hugo Silva o la gran novedad de la ocasión: Raphael, al servicio del barroquismo (expresivo y formal) de la España popular contemporánea que De la Iglesia ha convertido en su marca de identidad autoral, y que vuelve a aplicar en Mi gran noche, esperpento desmadrado del país del Sálvame, la precariedad laboral, la picaresca descarada, el canalleo del jefazo (barra político) de turno y el subsiguiente cabreo del empleado que se ha visto en la calle. De la Iglesia repite la fórmula de meter la directa y saturar las escenas de ruido y furia para mantener en funcionamiento esa furiosa acumulación de caricaturas andantes en la que se ha ido convirtiendo su cine. Lo esperado, en definitiva.
Pero más allá del exceso en pantalla y la tormenta de clics sobre la alfombra que, como era de esperar, ha dejado la visita del director vasco a San Sebastián, la jornada ha dado para más descubrimientos. Arrancando con el recital de clasicismo tan virtuoso formalmente como frío en su expresión que ofrece el reputado Terence Davies con Sunset Song, y siguiendo en la misma Sección Oficial con el indescifrable y lúgubre ejercicio de suspense que propone la francesa Lucile Hadzihalilovic, ganadora hace once años de la sección Nuevos Directores, en Evolution. El día también ha permitido acercarse a la última ganadora de Sundance, Yo, él y Raquel (crítica), y constatar lo encantadores que resultan su humor de inteligencia extravagante, su cinefilia y su narración del crecimiento de un peculiar adolescente; uno de los thrillers del año, Sicario (crítica), musculosa demostración del poderío del cineasta canadiense Denis Villeneuve. Y, por último, a un par de creaciones españolas en la sección Zabaltegi: Isla Bonita, lo nuevo del ya veterano Fernando Colomo, y The Propaganda Game, un retrato de la dificultad que supone extraer verdades seguras ante el fenómeno de Corea del Norte.
«Conforme avanza SICARIO, comprendemos que los personajes esconden motivos mucho más personales tras su empresa. Motivos tan ocultos como herméticos son los agentes interpretados por Josh Brolin y Benicio Del Toro. Así, el ritmo narrativo no será tan elevado como es habitual en los thrillers de acción, sino que estará marcado por una gran contención y una temporalización tan elegante como su fotografía; un ejercicio estético asombroso lleno de claroscuros e imágenes con poca iluminación que sumergirán al espectador en un oxímoron visual de belleza y crueldad».
«El planteamiento narrativo de ME AND EARL AND THE DYING GIRL sigue la lógica utópica de las relaciones hilarantemente-disparatadas propias del cine indie. Su enorme valor se lo otorga la realista composición del adolescente protagonista: un sagaz e inseguro artista».
SUNSET SONG
Terence Davies, Reino Unido / Competición.
por Emilio Martín Luna.
En un recodo del noreste escocés, a comienzos del siglo XX, Chris Guthrie despertaba. Lo hacía cerca de los 15 años, gracias a su espíritu autodidacta que crecía casi tan rápido como las curvas que moldeaban su cuerpo adolescente. Era feliz en Kingradie, una ficticia villa diseñada por Lewis Grassic Gibbon alejada del mundanal ruido. Dios, la tierra, madre, padre y hermano, eran sus fieles compañeros. La experiencia, ese deseo poderoso de no seguir el mismo sendero que eligió su propia madre y otras tantas mujeres de su tiempo, cincelaron un pensamiento amplificado en las grandes urbes del sur: el nacimiento de la identidad femenina como derecho. El alzamiento ideológico de la mujer contra los vestigios del Puritanismo en las Islas, que condenaba a ésta a ser un simple cordero, destinado a una vida corta y desgraciada, sin voz, sin voto; siempre a merced de una mano alzada ajena, o a una desafección institucional que la ubicaba como un objeto prescindible en un escenario de hombría. La joven Chris (sobre)vivía anhelando y huyendo, reconociendo que su hueco en este mundo era irrisorio y su relevancia nula. Donde todo cambia, pero la tierra permanece.
Y ahí, en lo mundano, es donde se erige uno de los grandes realizadores británicos de nuestro tiempo. Terence Davies, firmante de obras como Voces distantes (Distant Voices, Still Lives, 1988), El largo día acaba (The Long Day Closes, 1992) y The Deep Blue Sea (2011), tiene en la campiña escocesa el fondo perfecto para ejecutar otro de sus lienzos preciosistas. Ese revestido de realismo francés e influido por la Hermandad Prerrafaelita. Es el trazo de lo convencional a golpe de verde y ocre. Así pues se gesta Sunset Song, inspirada en la prosa de Gibbon y en el ascendente poder de unas damas con respuesta. Es el germen de las sufragistas y del feminismo que reclama sus pertenencias. Es el producto de la erosión del ego masculino a comienzos del siglo XX, que desembocará en un tsunami de cambios que cambiarán la geografía y filosofía de occidente. Siempre desde lo más simple, como ese caserón en Kingradie, cielo e infierno terrenal, proscenio para vida, dolor y muerte, donde el romanticismo ya solo es pasado; un sueño de juventud calcificado y perdido en el subconsciente.
Ambas corrientes, realista y romántica convergen en numerosos instantes de Sunset Song. Esa batalla del deseo contra el destino. Davies es un maestro de ambientes, que encuadra a sus personajes en un contexto bucólico donde el minutero no es bienvenido. El dibujo de cada rol está perfilado con tino. Sin embargo, en esta ocasión, su puesta en escena le delata. El hieratismo casi teatral que articulan muchas de sus secuencias mantiene al espectador incrédulo y distante. Agyness Deyn, que da vida la protagonista, no logra en ningún instante transmitir el vigor necesario para lograr cierta empatía. Más bien, atrae al espectador a la incomodidad con la que Davies parece haber abordado este proyecto. No hay ritmo en Sunset Song, solo pequeños suspiros de belleza entre un sinfín de temas que van desde la familia hasta el impacto en las clases trabajadoras de la Primera Guerra Mundial. Ni siquiera aparece la habitual prestancia del maestro británico a la hora de musicalizar dichos momentos. Todo suena forzado y extrañamente anodino, con una narración que se entrecorta y se solapa de forma esquemática y azarosa. Una ingenuidad que choca con la determinación de su citado anterior trabajo, The Deep Blue Sea, todo un torrente de sentimientos soterrados que en Sunset Song jamás llegarán a aflorar. Estamos, por tanto, ante una obra menor de un cineasta único. Un capricho efímero para el paladar que no cala. Un boceto, eso sí, con una mirada única. [65/100]
EVOLUTION
Lucile Hadzihalilovic, Francia / Competición.
por Miguel Muñoz Garnica.
En sus primeros compases, la nueva cinta de Lucile Hadzihalilovic se dedica a bucear en una contemplación reposada de algunos elementos del fondo marino. Corales, cuevas, y una estrella de mar (este último un elemento recurrente en varios momentos de la historia) ante los que la cámara se detiene en primeros planos fascinados. Algo que puede parecer una mera opción decorativa, pero que poco a poco termina revelando su cariz inquietante, especialmente cuando, a mitad de metraje, la cámara regresa a estas tomas submarinas realizando un llamativo encadenado a partir de un plano detalle de una bolsa de suero hospitalario. Este pequeño gesto contiene la gran dicotomía sobre la que gravitan las imágenes de Evolution: el misterio de lo natural frente a lo angustioso que emana de lo artificial. La peculiar estética de lo extraño que desarrolla la directora alterna escenas que diseccionan lo bronco de sus escenarios naturales (las playas de rocas afiladas que rodean la isla donde transcurre toda la película) con otras que se detienen en las lúgubres construcciones humanas que en ellos se erigen. Especialmente los pasillos en penumbra y las habitaciones desangeladas, donde predominan las notas de un verde amenazador, de las instalaciones hospitalarias donde sucede parte de la adusta pesadilla que es Evolution.
Además del panorama descrito, lo que da su eficacia al filme como un hipnótico ejercicio de suspense es su continua apelación a la incertidumbre del espectador. Hadzihalilovic sitúa su historia en una isla remota habitada solo por niños varones y extrañas mujeres de rostros pálidos y andróginos. Y se dedica a ir destapando los rituales progresivamente turbadores de estas últimas, a partir de una exploración que se filtra bajo la propia mirada de los pequeños. Esto es, la de alguien que ha aparecido en este lugar extraño y no entiende nada de lo que está pasando. La atmósfera oscurantista, difícil de encasillar en un género concreto, recoge ecos de la ciencia ficción de laboratorios de engendros a la vez que del “terror corporal” a lo David Cronenberg, si bien su tono general es el del suspense soterrado, que plantea numerosos enigmas sin ofrecer respuestas inequívocas. Ahora, Evolution se adivina una obra destinada a la controversia. Su planteamiento opaco y su forma errática de erigir incertidumbres no son plato de todos los gustos, pero es necesario conectar con ellos para que la hipnosis se produzca. En el caso del que escribe estas líneas, la receta ha funcionado con eficacia. [70/100]
PROPAGANDA GAME
Álvaro Longoria, España / Zabaltegi.
por Miguel Muñoz Garnica.
En un mundo donde las conquistas tecnológicas han convertido a casi cualquier rincón del planeta en algo que cualquiera con un smartphone y conexión a internet puede filmar y difundir, existe una gran fascinación por las localizaciones que aún escapan a esta norma. Los lugares prohibidos. Y uno de los más evidentes es la hermética Corea del Sur. Un país cuya contemplación está determinada por cierto tono de telediario sensacionalista, oscilante entre los episodios de terror nuclear y los bocados de humor absurdo que aportan las extravagantes actividades propagandísticas del régimen de Kim Jong-un (y que han dado lugar a un público dispuesto a dar credibilidad a bulos como el del tío del dictador devorado por una jauría de perros hambrientos). Pero, como suele suceder con los tonos sensacionalistas, se sabe poco más allá de las notas de color. Poco acerca de cómo varios millones de norcoreanos viven el día a día bajo este régimen.
Movido por esa fascinación, si bien con voluntad de trascender las mencionadas carencias, se mueve el documental de Álvaro Longoria. Una aproximación desde los ojos del extranjero con afán de profundizar, y que bebe de numerosas metodologías: la imagen de archivo, las entrevistas de busto parlante, el diario personal de la propia visita al país del director, las imágenes de color local, los archivos de hemeroteca... En este sentido, The Propaganda Game no suma nada especialmente innovador a los cánones del documental de investigación. Pero sí cuenta con algún que otro hallazgo reseñable (en especial, sus entrevistas con un español que emigró allí para cumplir su sueño de integrarse en el ejército comunista), y su exhaustividad a la hora de recopilar fuentes le permite tejer una compleja maraña de informaciones que narran muy eficazmente la imposibilidad de encontrar una verdad inequívoca en su retrato de ese misterio escurridizo que es Corea del Norte. [60/100]
MI GRAN NOCHE
Álex de la Iglesia, España / Fuera de competición.
por Víctor Blanes Picó.
«Es todo tan absurdo, que aquí no importa lo que hagas.» Algo así viene a decirle Blanca Suárez a Pepón Nieto para tratar de explicarle lo que está ocurriendo en el estudio de la ficticia Mediafrost donde se graba el especial de Nochevieja para dar la bienvenida al 2016. Esta frase resume no solo Mi gran noche, sino gran parte de la filmografía de Álex de la Iglesia. El director bilbaíno ha conseguido algo insólito para un cineasta: crear su propio género. Un cine excesivo, hiperbólico, extravagante, obsceno… el sello «de la Iglesia» resulta inconfundible, pero además es inimitable. Ya sea en medio de la Gran Vía, en unos grandes almacenes, en el Valle de los Caídos o en un estudio de televisión, tiene la asombrosa capacidad de crear un clima apocalíptico, un verdadero campo de batalla de las miserias humanas del que nunca se sabe bien cómo saldrá, pero que condensa en gran medida las filias y las fobias del españolito de a pie. En Mi gran noche está todo eso que llaman Marca España: el corrupto, la choni, el artista adolescente, el pobre desgraciado… La verdadera idiosincrasia de una sociedad que, como aquellos aristócratas de El ángel exterminador de Luis Buñuel, llevan horas atrapados en una sala sin lograr salir. Son un grupo de figurantes que se esfuerzan en falsear cualquier tipo de emoción junto a un grupo de famosos cuyas vidas son, en sí mismas, una falsedad.
A diferencia de otros trabajos anteriores del bilbaíno, donde el ritmo de la cinta va in crescendo , en su nueva película coge el tono en la primera escena y no se baja de la montaña rusa ni un solo segundo. El montaje frenético y la verborreica de sus personajes pisan el acelerador desde el primer minuto. No hay tregua: el histerismo hiperbólico de su planteamiento nos obliga a meternos de lleno en la desquiciada existencia de sus protagonistas. Ante esto, solo cabía un tipo de personaje: caricaturas exageradas de la sociedad. Son las únicas piezas que podían encajar en este puzle, y el reparto coral de la cinta se entrega totalmente a ellos. Ahí tenemos a Raphael, una especie de Darth Vader a medio camino entre Star Trek y Austin Powers, o a Mario Casas, una especie de Chayanne de medio pelo salido de Mujeres y hombres y viceversa, que interpretan a dos cantantes (Alphonso y Adanne, respectivamente) que son versiones hipertróficas de su vida real. Y luego está Blanca Suárez, estupenda en el papel más cómico que le hemos visto hasta ahora. Podríamos seguir, porque aquí no termina la cosa: Pepón Nieto, Carlos Areces, Jaime Ordoñez… todos están estupendos. En definitiva, Mi gran noche es la espina dorsal de la comedia Made in Spain. Plagada de referencias culturales, capaz de hacer chistes sobre John Lennon y Melendi con pocos minutos de diferencia, la película contiene todo el humor ochentero de José Luis Moreno, las Mama Chicho y Las Virtudes mezclado con los avances tecnológicos del siglo XXI, como el FaceTime o los selfies. Una sátira de la televisión, sí, pero también un retrato cruel y acertado de lo que somos. Y es que, en realidad, aunque hayan pasado los años, no hemos cambiado tanto. [79/100]
THE NEW KID
Le nouveau, Rudi Rosenberg, Francia / Nuevos Directores.
por Juan Roures.
Pocas películas se ganan el corazón del Jurado de la Juventud, un grupo de jóvenes mucho más exigente de lo que aparenta, sediento de obras arriesgadas que, al mismo tiempo, logren mantenerlo entretenido de principio a fin. Largo ha sido el aplauso recibido por la ópera prima del francés Rudi Rosenberg, acogida con un entusiasmo similar al obtenido el año pasado por Güeros, que terminaría concediendo a Alonso Ruizpalacios, no sólo el Premio de la Juventud, sino también el premio Horizontes, de la sección Horizontes Latinos. Le nouveau no opta a este último, sino al galardón Nuevos Directores y, si bien su liviano carácter juega en su contra de cara al mismo, todo indica a que nos encontramos ante una clara favorita de cara al Premio de la Juventud. Así, Le nouveau, literalmente “el nuevo”, es la clase de filme que logra ser original sin rozar siquiera la pretenciosidad, a la par que divertido sin un ápice de vulgaridad. Pero, sobre todo, es una obra que se atreve a tratar respetuosamente un tema tan importante como es la dificultad de los niños “diferentes” —¿y quién no lo es?— para encajar en los colegios sin sumergirse en el mero dramatismo.
Y es que, pese a su tinte de cine social, Le nouveau es, sin lugar a dudas, una comedia. ¡Y qué gran comedia!: pocas películas festivaleras despiertan entre el público tantas risas. Y además lo logra con una sencillez pasmosa: los niños, interpretados por actores prácticamente noveles, se mueven frente a la pantalla con increíble naturalidad, instando al espectador a preguntarse si Rosenberg llegó a dirigirlos en algún momento o se limitó a dejar fluir la magia. Empero, basta contemplar al jovencísimo Joshua Raccah —que acompañó a su director al coloquio posterior a la cinta— para comprobar que el trabajo del realizador francés es mucho más estimable de lo que pudiera parecer a simple vista. De hecho, con la excepción del conocido cómico francés Max Boublil, que encarna al vivaracho tío del protagonista, todos los intérpretes rondan los catorce años, una edad tan difícil como emocionante en la que las personas se forjan una personalidad que, en la mayoría de los casos, los acompañará el resto de su vida. Habiendo sufrido el papel de “novato” de pequeño, Rosenberg ha querido honrar a todos esos niños marginados en el colegio por motivos de discapacidad, género o procedencia y, si bien es cierto que evita ahondar en la seriedad del asunto (pudiendo ser considerado superficial), sí logra llamar la atención sobre él sin dejar por ello de hacer sonreír al espectador. A veces, la risa puede ser la mejor arma. [81/100]
ISLA BONITA
Fernando Colomo, España / Zabaltegi.
por Víctor Blanes Picó.
Cuando, allá por el 2008, Woody Allen aceptó la propuesta de rodar una película en la capital catalana y le salió Vicky, Cristina, Barcelona, muchos vieron en ella (y con razón) una simple postal fílmica turística de la ciudad mediterránea. Si cambiamos Barcelona por Menorca y a Allen por Colomo, podemos empezar a hablar de Isla bonita, la nueva película del director madrileño. Pero la comparación con el maestro neoyorquino no se limita a una simple coincidencia en el planteamiento de la cinta: Colomo juega a ser Woody Allen en su película más autobiográfica. Él es el protagonista de su cinta, se convierte en el personaje de su propio mundo y no hay línea que separe el Colomo director/actor/personaje. Una especie de homenaje a sí mismo (incluso con escenas de anteriores películas en las que ha trabajado como actor) en el que el dibujo con brocha gorda del personaje se come totalmente a la persona que se intuye que hay detrás. Por primera vez en su filmografía, parece dejarse llevar por la improvisación y el diálogo espontáneo, cosa que tiene dos resultados diametralmente opuestos: por un lado, encontramos escenas de gran soltura, frescas y naturales; por el otro, tenemos situaciones realmente desdeñables, con interpretaciones un tanto forzadas y de una naturalidad impostada.
Isla bonita pretende ser, ante todo, una oda a la libertad del individuo tomando como escenario el ritmo tranquilo de la isla balear. La libertad de pensamiento, de creación, sexual… el dejarse llevar por el momento sin importar las consecuencias. Sin embargo, las conclusiones parecen sacadas del diván de un psicológico con tendencia hippie. Las tramas están muy poco cuidadas (esa deriva homosexual que toma la historia de los más jóvenes está de más) y al final da la sensación de que se ha resuelto todo como buenamente se ha podido. Con todo, Isla bonita acaba siendo una película simpática, que se deja ver, pero que se olvida incluso antes de abandonar la sala del cine. [52/100]