Leones en jaulas de papel
crítica de Sicario (Denis Villeneuve, 2015).
Se cierran las fronteras en la Europa del Este, la única vía de escape a la terrible situación bélica que se vive actualmente en Siria es tapiada a consecuencia, en gran medida, de la presión popular. Mientras cuatro millones de personas suplican por un lugar en el que cobijarse de las constantes detonaciones que arrasan día tras día su país, y del reguero de muertes que éstas originan, nosotros, europeos del primer mundo acomodado —y perdón por la generalización—, apelamos a un dictamen justo basado en unas prioridades que consideramos ineludibles. No es que seamos reacios a ofrecer ayuda al necesitado, el problema es simplemente que, “ahora”, no es un buen momento. Y es precisamente ese “ahora” el que nos ha excusado cada vez que nuestro apoyo ha sido requerido, un presente inmediato que nunca sonó tan ambiguo e indefinido: desesperanzador. ¿Qué podemos hacer? Nos gusta el orden y cada cosa en su sitio; los santos en el cielo y los pecadores en el infierno. Somos capaces de asumir que la coherencia en el infierno es el caos mismo, siempre que éste no salga de sus fronteras y nos salpique. En el infierno, el orden se conserva gracias a que las víctimas asumen su condición de mártires, a quienes lloraremos desconsoladamente y cuyas imágenes llenarán los muros digitales de todas nuestras redes sociales. Sin embargo, cuando esas víctimas, esperanzadas por nuestro apoyo remoto, deciden pedir ayuda real, en ese momento se subvierte el orden establecido y el caos invade nuestra zona de confort. Las consecuencias de perder la contención de la violencia entre estratos geográficos, dejando que la crueldad se expanda fuera de sus fronteras asumibles, son devastadoras.
Sicario muestra uno de esos infiernos terrenales, donde hace tiempo que el primer mundo tiró la toalla y lo abandonó a su suerte en medio de un caos violento reinado por los magnates del crimen. El filme se recrea con una impresionante potencia audiovisual —ojo a la fotografía de Roger Deakins— en las consecuencias que se producen cuando esas fronteras invisibles que lo separan del mundo civilizado desaparecen, y ese orden, aniquilado, origina que se crucen ambos mundos en un choque de secuelas fatales. ¿Quiere por ello, Denis Villeneuve, reinventar el thriller sobre el narcotráfico o, siquiera, mostrar una situación que no conociéramos previamente? No, sin lugar a dudas, lo que interesa al director canadiense no es tanto la realidad que se esconde tras la historia como la metaficción y su manera de plantearla; ese hermetismo y brutalidad tan característico que rodea a sus personajes en medio de una ciudad sin ley. Para ello recurrirá como motor principal de la acción a la violencia. La violencia, o el uso de ésta, como excusa para hacer avanzar una narración sustentada por la intriga y la tensión contenida. Una estrategia de representación de los acontecimientos que suscita un estado de estrés insostenible, incrementando su nivel de intensidad progresivamente a lo largo del metraje aunque, en ningún momento, llegará a detonar abiertamente, pero dejará al espectador sumido en esa angustia insoportable de nerviosismo por la constante sensación de que algo está a punto de ocurrir. La vehemencia es una forma de vida heredada de ese brutal escenario que es la Ciudad de Juárez, presentada por Villeneuve con características prosopopéyicas de verdadera maldad, donde no existe otra alternativa que la supervivencia. Juárez cobra vida desde los primeros minutos y jugará sus cartas como en una partida de póker o como si de la propia guerra fría se tratara, a base de amenazas y demostraciones de crueldad sin llegar a lanzar el esperado envite final. La mejor defensa de la ciudad es el temor y la cantidad de leyendas creadas en torno a ella, cuya veracidad, muy pocos han osado a comprobar y los que lo han hecho no han llegado muy lejos para contarlo. El terror que un entorno así genera a su alrededor funciona como un sistema defensivo perfecto para evitar que los enemigos de los jefes del cártel se acerquen demasiado, cualquier invasión de alguien externo es una potencial amenaza y una presencia hostil que no será bienvenida.
«El director rompe con ese aire de hipermasculinidad y testosterona que caracteriza a este tipo de películas y situaciones atroces, gracias a la aparición de la actriz principal, Emily Blunt. Será precisamente la inteligencia femenina y la ética de la mujer la que juegue un papel protagonista a la hora de resolver o, al menos, plantear los conflictos no relacionados con las batallas de los señores de la droga».
La historia se centra en Kate Macer, una agente del FBI que ha sido reclutada por un comando especial para llevar a cabo una operación contra el narcotráfico. A medida que Macer se involucra más en el grupo de asalto, se dará cuenta de que los métodos empleados por el líder, Matt, resultan poco ortodoxos y bastante alejados de los límites de la legalidad. El realizador se adentra gracias a esta estrategia en la crítica a la corrupción de los sistemas gubernamentales. Una crítica que resulta muy efectiva no sólo por la potencia del mensaje, sino también por el acierto a la hora de seleccionar al reparto. El director rompe con ese aire de hipermasculinidad y testosterona que caracteriza a este tipo de películas y situaciones atroces, gracias a la aparición de la actriz principal, Emily Blunt. Será precisamente la inteligencia femenina y la ética de la mujer la que juegue un papel protagonista a la hora de resolver o, al menos, plantear los conflictos no relacionados con las batallas de los señores de la droga. La protagonista actúa de árbitro en este implacable tablero en el que, mientras todas las piezas se mueven a su derredor, ella deberá juzgar qué movimientos son legales y qué otros requieren una sanción. La pregunta es, ¿quién va a sancionarlos? Las estrictas normas de hermanamiento entre los grupos de policías nos dicen que enfrentarse a un colega puede suponer la absoluta marginación y la estigmatización por parte de una mafia con placa y pistola que, en ocasiones, llega a ser mucho más peligrosa que cualquiera de las que carecen de la insignia federal. Esto lo apreciamos gracias a dos fantásticos actores como son, Josh Brolin, interpretando a un extrovertido policía sin escrúpulos, de dudosa moral, y Benicio del Toro, su “hitman” particular: Alejandro, un hombre que asusta con su mirada esquiva y su siniestra introversión. Una figura ensombrecida y conceptualmente contradictoria que, pese a estar del lado de los buenos, su sola apariencia nos despierta un inexplicable temor que se traduce en un estremecimiento absoluto cada vez que susurra alguno de sus ininteligibles murmullos.
«Recurriendo a una tosca y expeditiva fluidez narrativa, el director establece una incuestionable relación entre violencia y entorno».
De esta manera, recurriendo a una tosca y expeditiva fluidez narrativa, el director establece una incuestionable relación entre violencia y entorno. No se entiende Ciudad de Juárez sin su componente principal: el odio. Éste, a su vez, origina un subsecuente estado generalizado de terror, lo que funciona como un todo organizador del medio. La ciudad se va levantando entonces proyectada, o condicionada, por una necesidad defensiva establecida por ese miedo. Así se aprecia que sus habitantes siguen la lógica procedimental que les dictan los muros defensivos, al asumir una posición de alerta constante, conformando un bucle de acciones y reacciones brutales asumidas desde la infancia a consecuencia de esa misma estructura arquitectónica. Lo paradójico de la situación llega precisamente al hacer frente a esa fuente de hostilidad. La confrontación entre los intrusos y los habitantes de Juárez crea una transmisión del comportamiento que hace imposible distinguir qué bando está actuando de manera más censurable; los narcotraficantes, que al fin y al cabo no hacen sino aquello que les han permitido hacer desde que tienen uso de razón, o los policías, quienes se proponen atentar contra el determinismo unidireccional y unívoco establecido en una zona regida bajo leyes independientes y ahora, por lo que parece ser un simple capricho o vendetta personal, han decido aniquilar el pacto no escrito que declaraba a ese territorio emancipado bajo un orden sucesivo, nacido de los llamados factores de riesgo y cuyas tareas administrativas, ejecutivas y judiciales fueron entregadas a los poderosos narcos con la única condición de que sus actuaciones homicidas no sobrepasaran los límites previamente delimitados. La película establece que la contención de la violencia resulta poco probable. Un delincuente juvenil, al margen de cualquier sindicato y en un acto de inconsciente necesidad, puede romper en cualquier momento con ese pacto y, al mismo tiempo, con el deseado orden. Es un mecanismo de supervivencia con el que palia la escasa libertad que tiene en el espacio privado marginal que le han asignado, y que lo obliga a disputar, ahora en el espacio exterior y público, su sentido de existencia; una relación espacio-ambiental que es entendida como una forma de depredación dada su condición social y simbólica. Finalmente, todo se resuelve como en un abrir y cerrar de ojos, o como una bala atravesando un cráneo para desactivar de forma permanente el mecanismo que nos mantiene conscientes de nuestras propias acciones. | ★★★★ |
Alberto Sáez Villarino
© Revista EAM / 68º Festival de Cannes
Ficha técnica
Estados Unidos. 2015. Título original: Sicario. Director: Denis Villeneuve. Guion: Taylor Sheridan. Fotografía: Roger Deakins. Música: Jóhann Jóhannsson. Duración: 121 minutos. Productora: Lionsgate / Black Label Media. Montaje: Joe Walker. Diseño de producción: Patrice Vermette. Diseño de vestuario: Renée April. Intérpretes: Emily Blunt, Benicio Del Toro, Josh Brolin, Jon Bernthal, Daniel Kaluuya, Maximiliano Hernández, Dylan Kenin, Frank Powers, Bernardo P. Saracino, Edgar Arreola, Marty Lindsey. Presentación official: Festival de cine de Cannes 2015.