Mentirosos con pulsiones
crítica de A los actores (Manuel Gutiérrez Aragón, Anagrama, 2015).
Hubo un tiempo en que los actores estaban mal vistos, como hablar con la boca llena o señalar a un cojo por su vaivén delator; no podía fiarse uno de su encanto ni su facilidad para decir "no" mientras decían "sí", y viceversa. El actor vivía mal que bien en un mundo lindante con el vicio y el pecado, como todo hombre de Dios, de la bohemia adanista que cambió la serpiente por el after cuando éste ni siquiera dispensaba rumorología cuché. Pues la actuación, o impostura bien iluminada, es tan vieja que ya se quedó sin memoria. A los intérpretes los satanizaba entonces la ortodoxia cicatera del monaguillo fundamentalista por enseñarnos que la realidad es moldeable y hasta cierto punto una hermosa mentira derivada del tedio que supone estar aquí, entre bastidores, mirando al techo una tarde de domingo sin Liga ni María Teresa Campos. Y qué sería de nosotros sin actores, sin damas y caballeros (por así decirlo) a los que perseguir en la ficción, a los que admirar u odiar según se barrunte la trama, dramática o cómica o terrorífica o todo a la vez en imitación a la vida, timbres que aderezan diálogos igual que Einstein sus fórmulas revolucionarias, y perdurarán en los cajones que se abren cuando menos lo esperas y más lo necesitas, porque hay en esa frase y ese rostro singular ahora recordados un no sé qué muy reconocible, una caída muy tuya que te devuelve el olor a guiso de tu madre, el perfume dulzón de una exnovia, o quizá tan sólo el día en que perdiste dos mil pesetas mientras ibas a por el pan y te echaste a la bebida para olvidarlo. Aquellas caras inolvidables te persiguen como un idilio perfecto; sus voces e incluso sus silencios se adhieren a tu lengua y, si la historia en general es también conmovedora y el autor relumbrón, ya está todo dicho: aquello se convertirá muy pronto en una suerte de rosa púrpura de El Cairo a escala.
«El cuerpo cuenta cosas que el guión no cuenta. El actor es un punto de inflexión en el discurso narrativo».
Los actores son a menudo objetos frágiles, y como tal hay que tratarlos: no conviene abandonarles a su fortuna en el jurassic park del interiorismo barroco, cuya existencia —libremente entendida por el método, sea cual sea— podría ser devastadora para el correcto devenir de la producción, ni pegarse a ellos como si fuesen cleptómanos en Zara. Si bien es verdad que "cada maestrillo tiene su librillo" y lo que le funciona a uno puede no funcionarle igual de bien a otro intrépido con vocación artística, tampoco debemos olvidarnos de que los actores son casi siempre (y nada más) mensajeros de un autor en la sombra, y a su talento "vendido" arrojamos tomates y vítores y adjetivos terminados en al no ya porque representan a los rostros de la historia narrada, sino más bien porque son los únicos que existen. En cine, televisión, radio o teatro. Da igual. En realidad lo importante no es el medio, sino la adecuación a él. Cambia la técnica, pero el deseo de transformarse en esa virtud fantasmal que hasta ahora sólo existía sobre blanco permanece incorruptible. Así lo deduce y traduce en forma de ¿tributo o simple honestidad agradecida? Manuel Gutiérrez Aragón en su nuevo libro, A los actores. Vuelve el autor cántabro tras su exquisita novela Cuando el frío llegue al corazón, editada hace apenas dos años, con una crónica tranquila pero elástica de su experiencia como director de actores, desde sus comienzos en la Escuela de Cine (calle Monte Esquinza, Madrid, un lugar donde "las pasiones estaban sofocadas, la policía, la familia y los camaradas eran partícipes de esa realidad pegajosa y continua, como una película sin elipsis ni montaje, una desrealización") hasta su ya largo adiós al cine con Todos estamos invitados, sin olvidar por el camino anécdotas del rodaje de Habla, mudita y algunas conversaciones sobre incendios que mantuvo con entre otros el profesor (sí) Luis García Berlanga. "La pornografía es el erotismo de los pobres", decía el maestro valenciano.
Así, Gutiérrez Aragón indaga en la psicología del desnudo en el cine, y entre turbulencias dibuja a sus principales voces y cuerpos; quizá las formas con que logró él abrirse espacio en un tiempo (el tardofranquismo) todavía gris, a mayor gloria de la cámara. «El cuerpo cuenta cosas que el guión no cuenta. El actor es un punto de inflexión en el discurso narrativo», escribe Aragón. «Representar lo que no se es proporciona placer. Es verterse en otro, divertirse de sí, volar un rato antes de volver a posarse en uno mismo. Ser actor es estar en tensión entre lo que se es y no se es». Y uno lee estas reflexiones sabedor de que no habrá salidas de tono ni confidencias irrespetuosas; a rápidas zancadas entre recuerdos que desfilan silbando.
Juan José Ontiveros
© Revista EAM / Madrid.
A los actores
de Manuel Gutiérrez Aragón
editorial | Anagrama
colección | Narrativas hispánicas
1ª edición
nº de páginas | 168
ISBN | 978-84-339-9797-5
★★★