Maldecidos por la diferencia
crítica de One and Two (Andrew Droz Palermo, 2015).
En 2014, Rich Hill, una descarnada radiografía de la vida marginal de tres adolescentes en una pequeña localidad de Missouri, llamó poderosamente la atención en el Festival de Sundance, donde se hizo merecedora del premio al mejor documental. Aquella visión nada complaciente de la América profunda colocó en el disparadero los nombres de sus dos realizadores: Tracy Droz Tragos y Andrew Droz Palermo. Éste último, gracias al caluroso recibimiento que la crítica le dio a su ópera prima, se lanza a la aventura de rodar su primer largometraje como director en solitario, One and Two (2015). Pese a que se trata de dos trabajos completamente distintos en las formas, en el fondo comparten una constante como es la de ofrecer retratos de personajes inadaptados a los que la sociedad parece empeñada en dar la espalda. Dos visiones de la marginalidad, sufridas por distintas causas, que encuentran su diferencia más radical en la temática fantástica que acompaña a su nueva propuesta, en contraposición con la dura realidad expuesta en Rich Hill.
La historia de One and Two nos transporta a una época y lugar indeterminados. Por sus rústicos escenarios, la vestimenta de los personajes y su modo de comportarse, así como una total ausencia de tecnología, bien podríamos estar en una humilde granja de la Carolina del Norte del siglo XIX, pero ya desde las primeras imágenes, un pequeño detalle desentona en tan rural paisaje: un enorme muro construido alrededor de la casa en la que vive el matrimonio protagonista con sus dos hijos adolescentes y que parece incomunicarlos del mundo exterior. Zac y Eva son dos hermanos que, a falta de otras personas de su edad con las que relacionarse, tienen una conexión emocional más estrecha de lo habitual y comparten una increíble habilidad para teletransportarse. Mientras que este don es aceptado con total naturalidad por la comprensiva madre, no sucede lo mismo con el progenitor, que vive la situación con mayor recelo. La película se recrea en ese cuadro costumbrista y las relaciones que mantienen entre sí los diferentes miembros de la familia, centrándose únicamente, durante la mayor parte del metraje, en estos cuatro personajes. La atmósfera enrarecida y desasosegante lograda por Palermo y que parece presagiar que la paz del relato está a punto de dinamitarse en cualquier momento consigue esquivar el aburrimiento en el que podría haberse visto hundido este ejercicio de estilo minimalista y de ritmo parsimonioso donde escasean las concesiones a efectismos facilones o salidas de tono demasiado atrevidas. No hay más estridencia que la de su pulcro y bellísimo acabado formal, con la maravillosa fotografía de Autumn Durald y la sugerente partitura de Nathan Halpern conjuntándose para, en sus momentos más contemplativos, contagiar a One and Two de la poesía visual y sonora del cine de Terrence Malick. Muy logradas son, en este aspecto, las mágicas escenas nocturnas que muestran las escapadas de los adolescentes al lago, único lugar en el que consiguen huir, aunque sea durante cortos espacios de tiempo, del férreo control parental para ser ellos mismos sin necesidad de esconderse.
«Palermo y su co-guionista Neima Shahdadi no pretenden construir un artefacto que confíe toda su efectividad a algún giro final sorprendente, tomándose su tiempo para desvelar sus cartas y dosificando con habilidad las respuestas a (casi) todos sus enigmas. De esta forma, van tejiendo una sinuosa tela de araña que hace que el público acabe atrapado en este thriller místico que acierta al integrar sus elementos de fantasía con pasmosa normalidad».
Con claras similitudes estilísticas y narrativas con El bosque (2004), aquella anacrónica e incomprendida distopía de M. Night Shyamalan, la cinta de Palermo se beneficia de unas excelentes interpretaciones del cuarteto de actores protagonistas, destacando, sobre todo, la joven Kiernan Shipka en el personaje de Eva, auténtico detonante de la acción. Durante su primera mitad, el relato se mantiene dentro de las coordenadas del drama, presentando a una familia atípica, que vive siguiendo sus propias reglas al margen del exterior —en este aspecto también guarda algún paralelismo con Somos lo que somos (Jim Mickle, 2013), en esa visión del orden familiar que se tambalea cuando el papel desempeñado por la madre flaquea dentro del mismo— , para, poco a poco, ir derivando en un nada convencional conflicto generacional en el que los hijos tratan de luchar por encontrar su lugar en el mundo, rompiendo el cordón umbilical que les une a unos padres que les ha privado de conocer otra forma de vida. La parte más interesante de la trama, de hecho, corresponde al explosivo choque entre la rebeldía de éstos con el carácter dictatorial del padre, seguramente el personaje más complejo de toda la película, en constante lucha por mantener apaciguado ese poder de sus vástagos que considera una maldición que está influyendo negativamente en la salud de su esposa, aun cuando tiene que tomar decisiones moralmente cuestionables en el camino.
Numerosas son las incógnitas que se van planteando conforme avanza la historia —¿cuál es la finalidad del muro que les incomunica del mundo exterior? ¿a quién protege en realidad?¿de qué folclore nacen los poderosos poderes de los cada vez más curiosos chavales?—. Palermo y su co-guionista Neima Shahdadi no pretenden construir un artefacto que confíe toda su efectividad a algún giro final sorprendente, tomándose su tiempo para desvelar sus cartas y dosificando con habilidad las respuestas a (casi) todos sus enigmas. De esta forma, van tejiendo una sinuosa tela de araña que hace que el público acabe atrapado en este thriller místico que acierta al integrar sus elementos de fantasía con pasmosa normalidad. Una fórmula que le brindó inmejorables resultados al anteriormente nombrado Shyamalan en su excelente El protegido (2000), donde el superheroísmo también era tratado de una manera novedosa, reduciendo a su mínima expresión la épica a la que se prestaría su temática, distanciándose de la espectacularidad de grandes producciones del tipo X-Men. Irónicamente, el personaje de Eva no anda tan alejado de aquella Pícara interpretada por Anna Paquin en la saga cinematográfica de los mutantes. Ambas son dos adolescentes confundidas por un don especial que a veces escapa de su control y pone en peligro a la gente que quiere y le rodea, por lo que deben aprender a conocer sus límites como primer paso para controlar su poder y auto-aceptarse. Historias de superación —en clave de ciencia ficción— paralelas, pero plasmadas en imágenes desde ópticas radicalmente opuestas y con ambiciones muy diferentes. One and Two no es una obra destinada a atraer a las masas. De hecho, pese a durar escasos 90 minutos, a ratos da la sensación de que la historia está algo alargada, habiendo funcionado mucho mejor dentro del formato de cortometraje. Su carácter intimista y contemplativo, pese a sus puntuales explosiones de violencia y el tono sombrío que envuelve a un tramo final más cercano al cine de terror, solamente será apreciado por una minoría que busque una alternativa inteligente y distinta a lo que estamos acostumbrados a ver en la mayoría de filmes que sobre personas provistas de habilidades sobrehumanas nos llegan desde Hollywood. Aquella con la que, de cuando en cuando, nos obsequia el mejor cine independiente (del de verdad, sin grandes estrellas en su reparto) americano. | ★★★ |
José Antonio Martín León
© Revista EAM / Madrid
Ficha técnica
Estados Unidos. 2015. Título original: One and Two. Director: Andrew Droz Palermo. Guion: Andrew Droz Palermo, Neima Shahdadi. Productores: Matthew Perniciaro, Kim Sherman, Michael Sherman, Patrick M. Wood. Productoras: Bow and Arrow Entertainment / Melody Maker Productions & MMP Audio / Son of a gun Productions. Fotografía: Autumn Durald. Música: Nathan Halpern. Dirección artística: Tom Obed. Montaje: Alex O´Flinn. Reparto: Kiernan Shipka, Timothée Chalamet, Grant Bowler, Elizabeth Reaser.