La apuesta ganadora
Crónica de la segunda jornada de la 50ª edición del Festival de Karlovy Vary.
Como sucediera el año pasado, el primer fin de semana ha volatilizado los termómetros. Rodeado de centenares de hectáreas de bosques, Karlovy Vary es una olla a presión, con una humedad que cala entre los huesos, agotando ya desde primera hora de la mañana. El aire acondicionado de todas las instalaciones del Hotel Thermal se convierte, de este modo, en el oasis que salva al público de la quema. Eso sí, si se conoce el medio. Diversas salas de tortura componen este gigante gris, semilla de otros tiempos y regímenes, que pueden destrozar cualquier proyección, por muy placentera que esta sea. La joya de la corona es el Kinosal A, destinado exclusivamente a la prensa. Una sala de instituto soviético, con sillas pétreas, incapaces de adaptarse mínimamente a la anatomía de sus inquilinos. Mucho más ergonómicos son los graderíos del Grand Hall, un teatro lustroso al que siempre le acompaña el sonido del piano. Sin embargo, el horror vacui, apreciado a simple vista, es el anticipo de una estancia sin demasiado aire entre todos los presentes. Algo que contrasta con la estatura de muchos de ellos, que sobrepasan ampliamente los ciento ochenta centímetros. Es así, que aparte del abrazo cariñoso de Celsius, se busca la estampa perfecta, ese binomio que haga de las próximas dos horas una experiencia inolvidable. Y en el KVIFF esta chance solo tiene cabida en el Kinosal C, un fantástico y coqueto cine de corte francés, y el Congress Hall, un amplio patio de butacas de iluminación y sonidos evocadores. Allí, precisamente, comenzó la Competición de esta 50ª edición con tres filmes muy diferentes pero que encajan en la idiosincrasia del certamen. El primero, Heil, una comedia gamberra que nadie esperaría, negativamente, de un cineasta como Dietrich Brüggemann; el segundo, Antonia, un elegante biopic al uso sobre la poetisa Antonia Pozzi que nos descubre un rostro que promete ser noticia en esta entrega; el tercero, Babai, puro dolor sobre las consecuencias del estado de desesperación de las etnias kosovares. Para aligerar el día, apostamos por el buen cine independiente americano que nos traen dos viejos conocidos de la cinefilia en Mississippi Grind, que fue prologada por uno de sus directores, Ryan Fleck, y su actor principal, Ben Mendelsohn, todo un personaje que demostró sobre las tablas del Grand Hall que el trabajo se lo lleva a casa consigo con una buena botella de coñac.
HEIL
Dietrich Brüggemann, Alemania / Competición
Uno de los títulos más infravalorados estrenados el año pasado fue Camino de la cruz (Kreuzweg), una revisión de los preceptos católicos integrado en catorce bellísimos planos secuencia. El filme de Dietrich Brüggeman, basado en el guion que firmó su esposa Anna, se convirtió en una de las cintas más destacadas de las pasadas ediciones de los Festivales de Berlín y Valladolid, consiguiendo casi un imposible, aunar el pensamiento del público y la crítica. Es por ello que se esperaba con devoción el siguiente paso del realizador germano. A bote pronto, ya sorprendía que Heil, su nueva creación, no repitiera visita al Palaust berlinés, lugar donde triunfó un curso antes. Y la respuesta la tenemos ya en la primera secuencia: estamos ante una gamberrada que atiza sin decoro a todos los estamentos posibles de su nación. Lo hace de forma zafia y acelerada, integrando un grupo de historias corales en un torrente de mal gusto que se convierte en una locura que solo grandes dosis de alcohol podrían poner en orden. Tras la primera media hora, nos llega cierta sensación de sinestesia, con acento galo e intérpretes de nivel. Esta Heil no pretende ser otra cosa que una versión teutona de la adaptación de Bertrand Tavernier de Quay d’Orsay. Eso sí, sin la chispa ni la inteligencia necesaria para robar siquiera una sonrisa a un público decepcionado. La falta de carisma de sus personajes –encabezados por un patético Benno Führmann— hace el resto. Esta sátira sobre el auge nazista en pleno siglo XXI recuerda a los episodios menos inspirados de las sagas de Zucker y Abrahams. Humor de discoteca que echa por tierra una temática con gran potencial. El propio director aparece en una escena en la que se representa un debate y se le pregunta «¿qué pretende con su película?» Él responde jocoso, «hacer reír». Lo consigue, sí, pero de pena. [30/100]
ANTONIA
Ferdinando Cito Filomarino, Italia / Competición
«Habrías sido, de lo que nunca fuimos, de lo que fuimos una vez y ya no somos. La poesía que amamos, nunca ajena al corazón, la habrías cantado tú con tu voz de muchacho. Única espiga eras de dos tierras mezcladas; tallo de nuestra inocencia bajo el sol. Pero abajo quedaste, con los muertos, con los no nacidos, con las aguas subterráneas; alba apagada a la luz de las últimas estrellas: no ocupa ahora tierra sino solo corazón tu invisible féretro. Alma, ya estás en la calle del morir…»
La efímera poetisa Antonia Pozzi se ha convertido en la primera gran protagonista de esta edición. Con el dulce rostro y avariciosa vitalidad de la actriz Linda Caridi y la refinada mano del joven director transalpino Ferdinando Cito Filomarino, Antonia se ha postulado, nada más abrir la competición, como una posible candidata a formar parte del palmarés. Lo hace con un tacto que brinda justicia a la lírica de Pozzi, centrándose en los afluentes que otorga su exigua obra, poemas cortos manuscritos entre lluvias, anhelos y temores. Todo lo que rodea al filme cumple las bases del biopic de manual (ambientación, vestuario, dirección artística, personajes secundarios...), salvo ella. Cuando la lente no se separa del binomio Pozzi-Caridi, salta la magia, el plano alcanza la magnificencia. Es pues Antonia una propuesta irregular, casi destinada a la maldición como esa joven de noble abolengo que solo quería amar, escribir, vivir, escribir y amar. En ella, concurre el arte y la convención, lo fascinante y lo mundano. Cito Filomarino traslada cada verso a la pantalla para describirnos una figura única. Ese es el gran mérito de la película, que escondido en cada toma hay un pedazo de ese cuore vivere al que hace referencia esta señorita de Milán que cerró su puerta demasiado pronto, a los 26 años. Junto al documental de Marina Spada, Poesia che mi guardi (2009), el documento definitivo que encumbra a una escritora que jamás vio su trabajo publicado. [75/100]
BABAI
Visar Morina, Kosovo / Competición
Son todas buenas noticias para el director kosovar Visar Morina. Su primera película, Dabai, aparte de estrenarse en la sección oficial de un festival de categoría A como es el de Karlovy Vary, arriba con premio bajo el brazo. Justo el día de su presentación, el Festival de Múnich le honra con el máximo galardón. El jurado del evento muniqués la definió en estos términos: «...consigue la lágrima –de rabia, de luto— y su elenco está lleno de esperanza pero, ante todo, de responsabilidad. Responsabilidad por nuestras vidas. Por la vida misma. Las vidas que las personas viven. Babai es una obra maestra de un joven director que muestra un gran respeto y gratitud». Un razonamiento bastante acertado, una vez finalizada su exhibición. Babai (padre en albanés) gana en la memoria a cada hora. Su visionado deviene difícil y lacerante, su historia resulta incomprensible de digerir para un europeo. Cuán lejos se extiende occidente, se pregunta éste. Morina nos acerca sus vivencias, cuando con 10 años emigró a Alemania, no antes sin antes pasar por caja; el coste, todo. No hay dignidad, no hay amor, solo supervivencia. La de un crío que no quiere que su padre le abandone, la de un padre que busca una oportunidad, la de un mundo que vive con la mente en un Adriático que guarda muchos de sus cuerpos en su fondo. Babai es valiente, reclama la honra por los caídos y el fin del jeroglífico para las nuevas generaciones. Además, se permite el lujo de contárnoslo de forma eficiente, por instantes, notable. Toda una carta de respeto a su pueblo. La mejor denuncia posible. [75/100]
MISSISSIPPI GRIND
Anna Boden y Ryan Fleck, Estados Unidos / Horizons
Se había perdido la pista al tándem compuesto por Ryan Fleck y Anna Boden. Tras la sobresaliente y motivacional Half Nelson (2006), que, entre otros méritos, concedió la primera (y única, hasta el momento) oportunidad a Ryan Gosling de conseguir el Óscar, este dueto formado en la Universidad de las Artes de Nueva York corrió la cortina y paso a un tercer plano del reconocimiento mediático con la escritura y dirección de proyectos de bajo perfil como Sugar (2008) o Una historia casi divertida (It's Kind of a Funny Story, 2010), cuyo recorrido comenzó y finalizó en Sundance; o, en el caso de Fleck, la participación en diferentes seriales de éxito como En terapia (In treatment, 2008) o el documental para ESPN The Day the Series Stopped (2014). Por un lado, se puede atribuir esta invisibilidad al mal del one hit wonder, a la alargada sombra de su éxito, pero, por otro, se ha impuesto la lógica marcada en su debut: un filme modesto, sobredimensionado por la mercantilista temporada de premios, que seguía los verdaderos cánones del cine independiente norteamericano. Una senda que Boden y Fleck buscan reencontrar con su cuarto largometraje, Mississippi Grind, otra oda al perdedor que, como en el primero, saca partido a las excelentes interpretaciones de su dúo protagonista, Ben Mendelsohn y Ryan Reynolds.
Ambos dan vida a dos losers con pedigrí: Gerry (Mendelsohn), un borracho adicto al juego, divorciado y con una hija a la que apenas conoce; y, Curtis, un bon vivant que lleva la fortuna consigo y cuyas facciones le permiten conocer el amor una vez más en cada puesta de sol. Gerry y Curtis son el reverso y anverso de una misma ficha, esa con la que soliviantar una vida llena de fracasos y sinsabores, donde la soledad se convierte en una acompañante demasiado incómoda. A los dos no les importa ganar o perder, simplemente quieren estar enfrente de su adversario, sea una tragaperras, otro jugador o el crupier de turno. Cada entrada en la sala de juegos recuerda al enésimo aterrizaje en campo enemigo, ganar para seguir con vida, perder para sentirla. Mississippi Grind es algo más que un retrato sobre la adicción. Liberado de cualquier tópico e hipérbole dramática del subgénero, ahonda lo suficiente en las personalidades de sus caracteres tal como ocurriera en Half Nelson con otro adicto, Ryan Dunne (Gosling), un rol que aquí tiene su extensión física –mismo afeitado y modus vivendi— y emocional en el Curtis que borda Reynolds. Un discurso que consigue justo lo que se propone. Una cinta sobria, elegante y que no deja de ser fiel a sí misma en todo momento. [70/100]
Emilio Martín Luna
© Revista EAM / Enviado especial a la 50ª edición del Festival de Karlovy Vary