Aún entonces Mel Gibson consiguió triunfar con tan sólo dos muecas, la de estupor y la de estupor rota por un sonido inaudible, tal vez un presagio vislumbrado en el espejismo de polvo y alquitrán. Recién aparecían en el horizonte los años ochenta, y el director australiano George Miller lo enroló como protagonista en una película de perfil post-apocalíptico cuyo héroe errante respondía al nombre de Max. La voz en off, los noticieros, la frecuencia modulada traían malas nuevas sobre todo lo importante. La civilización se había ido por el retrete y la gasolina convertido en un bien más preciado que el golpe de cadera de Elvis Presley. Los polis vestían uniformes de cuero negro, ejercían en potentes coches con tunning bajo el capó, y montaban burras con foco ciclópeo delantero y metacrilato en forma de bóveda para cubrir el busto del motorista en las persecuciones más furiosas. Que serían muchas. Los malos, por su parte, eran punkis dementes con abrigos de hurón o más bien rata curtida al sol del erial en donde Max había de sufrir las consecuencias de esa locura que daba adjetivo a su historia. Ya saben que, pese a todo, podía decirse que era un tipo feliz. Estaba enamorado, era correspondido por su mujer, y hasta tenía un hijo; apenas un querubín sin equilibrio suficiente como para "caer" de pie, si me permiten la contradicción. El rictus atónito al que hacía referencia al comienzo vendría después, tras un virtuoso barrido que desemboca en fuera de campo. Y así, entre tanta persecución con los freaks siempre a rebufo, Max devino icono pop.
El éxito de Mad Max, salvajes de autopista (1979) en Australia fue tal que los productores decidieron realizar un estratégico doblaje del filme, cuyas estrellas hablaban un inglés australiano que —a ojos de Miller— hubiese podido contravenir su posterior desembarco, y expansión comercial, en los países angloparlantes más visitados en términos cinematográficos. Estados Unidos, principalmente. Casi sin quererlo, Mel Gibson se convirtió en el héroe de acción más admirado y a la vez menos definible de la historia del medio. Ni tan siquiera los fans sabían decir exactamente por qué les gustaba aquella película de acción rasante, salida del fervor cinéfilo de un autor por entonces en las antípodas de una industria, la hollywoodiense, supeditada al cálculo y al esquema literario no ya ortodoxo sino necesariamente fiel para con el espectador. Rarezas o experimentos, los justos. Y Mad Max representaba lo contrario: aquí el protagonista sobreviviría durante tres entregas traumado, igual de mudo que Charlot tras comerse una bota, cordones incluidos. El cowboy-ninja Max se acercaba a los otros a regañadientes, pero siempre terminaba auxiliando a cualquier lonchas en apuros. Y nunca con intereses espurios; sólo a cambio de fueloil, o por muchísimo menos si el que tenía enfrente alentaba sus emociones paterno-filiales. En su mejor aparición, Mad Max 2, el guerrero de la carretera, le regalaba un artilugio mágico (el engranaje con manivela de una caja de música que reaparece en el cuarto episodio) al Mowgli que partía cuellos con un bumerán y rugía feliz al escuchar aquel sonido tan cursi.
Después llegaría Tina Turner con su cúpula del trueno, que agradaba sin estridencias ni solidez. También la tribu peterpanesca de niños perdidos en busca de un James Matthew Barrie que los reescribiese de punta a cabo, y que desafortunadamente son a Mad Max lo que los ewoks a Star Wars: levadura ñoña a pie de franquicia. Y Mel Gibson se dejó melena quinqui, finiquitó su papel en la serie de George Miller y comenzó otra de largo recorrido (Arma letal) junto con Danny Glover. Años más tarde liberó a William Wallace para volverlo a martirizar, como a Jesucristo pero sin vocación gore. Y a nosotros se nos quedó la misma cara, aunque diferente, que la primera vez que vimos a Max —pionero lector de Maxi Tunning— apretar el botón del óxido nitroso y brindarle dos tiros de escopeta recortada a un adefesio enharinado. Dice Tom Hardy que no estuvo seguro de poder interpretar al ya sempiterno héroe hasta recibir el beneplácito de Mel. Ambos se citaron en un restaurante de Los Ángeles. Fue un encuentro meramente protocolario, según Hardy, y me gusta imaginar la palmadita en la espalda del neoyorquino al londinense. Ese gesto ventoso, entre el cariño y la indiferencia, que es la gasolina de las relaciones entre generaciones. De loco a loco. Y de loco a no tan locos, yo les digo a ustedes, háganse un favor y corran a ver Mad Max: Furia en la carretera. O no, no; no corran tanto. O sí, pero con estilo. Vayan en taxi al cine, y exijan al conductor que no ponga las luces intermitentes, que se salte los semáforos y se suba a las rotondas, y que invada el carril contrario mientras insulta a los coches más caros; o bueno no, mejor no, sin maldecir a nadie. Que pise el acelerador a fondo, sin rubor, haciéndose el longuis al estilo Esperanza Aguirre. Ya tendrán ustedes tiempo de correr por correr, como Emil Zátopek, hacia ninguna parte. Por el gusto canalla de seguir corriendo. Y masticando arena.
Juan José Ontiveros
Redacción Madrid