Fogonazos en la memoria
análisis final a Mad Men (2007-2015).
AMC / 7 temporadas: 92 capítulos | EE.UU, 2007, 2008, 2009, 2010, 2012, 2013, 2014, 2015. Creador: Matthew Weiner. Directores: Phil Abraham, Michael Uppendahl, Jennifer Getzinger, Matthew Weiner, Scott Hornbacher, Lesli Linka Glatter, Tim Hunter, John Slattery, Andrew Bernstein, Alan Taylor, Christopher Manley, Jon Hamm, otros. Guionistas: Matthew Weiner, Erin Levy, Andre Jacquemetton, Maria Jacquemetton, Jonathan Igla, Semi Chellas, Lisa Albert, Robin Veith, Carly Wray, Dahvi Waller, Marti Noxon, Tom Smuts, Janet Leahy, Brett Johnson, otros. Reparto: Jon Hamm, Elisabeth Moss, John Slattery, Vincent Karthesier, Christina Hendricks, Aaron Staton, Rich Sommer, January Jones, Kiernan Shipka, Robert Morse, Jay R. Ferguson, Michael Gladis, Bryan Batt, Jessica Paré, Christopher Stanley, Alison Brie, Kevin Rahm, Jared Harris, Mason Vale Cotton, Ben Feldman, Mark Moses, Teyonah Parris, Peyton List, Anne Dudek, Harry Hamlim, Talia Balsam, Stephanie Drake, Beth Hall, Marten Holden Weiner. Fotografía: Christopher Manley, Don DeVine, otros. Música: David Carbonara.
Mad Men ha terminado, larga vida a Mad Men. Resulta muy complicado escribir sobre una serie como esta joyita que se ha despedido de nosotros de manera mucho más feliz de lo que nadie hubiera esperado. A lo largo de siete temporadas, la última además dividida en dos partes, y un total de casi ocho años de emisión, los espectadores hemos caído en una suerte de hipnosis. Aunque hay muchos que lo tienen clarísimo todo, este crítico se ha debatido siempre entre si estaba viendo algo más grande de lo que podía absorber o si la operación final era la pericia del rotundo creador/autor Matthew Weiner, que se ha creído muy listo y ha camuflado con pretensión cosas sencillas de contar. Y es que Mad Men, a lo largo de 92 capítulos, ha rebosado en estímulos no evidentes, ambigüedades, símbolos y sutilezas que se escapan en más de una ocasión, y que hacen que uno no sepa si ha entendido las cosas correctamente. Está la opción también de dejarse llevar y no sobreanalizar cada segundo de metraje de esta muy estimulante serie. Una mirada al pasado de Estados Unidos que cubre casi una década y que usa el mundo de la publicidad como excusa perfecta para hablar de muchas cosas. Y es que nos guste o no, los anuncios y campañas publicitarias son un reflejo (in)directo de la sociedad, o un apunte sobre el rumbo que se desearía en la misma. En un mundo menos cínico como eran los años 60, nace y vive la historia de Don Draper (estupendo Jon Hamm, actor de magnética presencia) y sus compañeros de trabajo y familia de postal. Una historia trágica, un diario en tercera persona del hombre hecho a sí mismo que lo tuvo todo y lo perdió. Varias veces. Pero también es muchas más cosas.
Es el reflejo de una época pocas veces retratada con tal fidelidad y atención por el detalle. El acercamiento de muchas series —Masters of sex (2013-)—, por decir un ejemplo siempre sujeto a comparaciones) o películas (Revolutionary road (Sam Mendes, 2008), que comparte equipo con la serie que nos ocupa) resulta a veces muy falso, una recreación de cartón piedra y un reparto disfrazado. Weiner siempre se ha negado a fichar gente muy asociada a un rol específico para trabajar en su serie, y su afán perfeccionista contagiaba unos decorados construidos al detalle y unas localizaciones adaptadas sin tacha. Combatiendo con un presupuesto limitado para lo que pretendía, el creador y su equipo ha sentado ya para siempre cátedra en la pequeña pantalla, y muchos consideran que Mad Men es la última gran serie creada antes del 2010. Un viaje de 15 años, ya que el guión del piloto fue escrito en el año 2000, rodado en 2006 y finalmente aceptado casi un año después, con el éxito—en forma de Emmys y prestigio— que Weiner había adquirido con su trabajo en las dos últimas temporadas de la inagotable Los Soprano (1999-2007), serie que si algo comparte con la que nos ocupa, más allá del alto nivel de calidad, en una sanísima alergia a explicar con claridad los traumas de sus personajes, la increíble capacidad de que ninguna línea de diálogo esté de más y una apuesta por el valor simbólico de la imagen que espolea multitud de debates.
Y esa manera de afrontar la página en blanco y la producción de un episodio es la que ha pervivido con fuerza durante todas las temporadas, dejando claro que desde el principio había una visión y que ésta ha presidido toda la serie. Esto no quiere decir que la primera y la última imagen estuvieran pensadas desde el comienzo, pero sí que había una sólida ruta marcada, así como una lista de cosas que nunca iban a pasar y otras que sucederían tarde o temprano. En pocas veces se puede percibir con mayor claridad el paso del tiempo, no solo de los personajes sino también desde fuera de la serie. Una suerte de madurez se tradujo en concisión, en desnudar —aún más si cabía— las escenas a su esencia, y hacer que los personajes no dejaran de hacer o decir nunca cosas fundamentales, información que nos hablaba de cómo eran. En el fondo la gente no cambia, una de las conclusiones más desoladoras pero certeras de Mad Men. Aunque hay que decir que durante el transcurso de la misma, por desgracia, la parte financiera se impuso a la creativa y obligó a los responsables a hacer cambios. Así, tras tres temporadas de una coralidad orquestada a la perfección, Matthew Weiner tuvo que hacer un trato con la cadena para recortar gastos sin herir mucho la integridad artística de la serie, lo que significó la pérdida de un par de actores fijos (Bryan Batt, Michael Gladis) y que el resto de regulares no pudieran salir en cada capítulo, algo que se ha mantenido hasta el final y que ha lanzado a la bidimensionalidad a algunas figuras (ese Harry Crane del que sólo acabamos sabiendo lo engreído que es). Así, la opción narrativa que Weiner tuvo que tomar era seleccionar personajes que tendrían algo de protagonismo, para después pasar un par de episodios ausentes o sin mucho que hacer. Con la excepción de Don, Peggy, Peter y Roger y Joan en las últimas temporadas, el resto pasaron a brillar de manera intermitente, aprovechando las oportunidades ofrecidas para el lucimiento y la creación del instante memorable.
Más que transmitir motivos racionales para su elogio (lo bien escrita que está, la sabiduría con la que se construyen sus momentos inolvidables), la serie transmite sensaciones e ideas. Es difícil decir que un capítulo es mucho mejor que otro (con excepciones casi diseñadas para serlo, como el estupendo The suitcase (4.7), ejemplo perfecto de episodio-botella) o que hay un gran ascenso o descenso de calidad entre las temporadas. No. Lo que hay es una música de David Carbonara digna de todo elogio y una apuesta fotográfica y de composición en el encuadre capaz de apelar a lo intangible, a emociones concretas. Si alguna escena te hace feliz, triste, te hace llorar o sentir rabia, lo hace de una forma más intensa de lo habitual, con un mayor grado de visceralidad. Algo que nunca se marchitó y que sobre todo hacía de la experiencia de ver en cada fascículo algo tan imprevisible como hipnótico. Los saltos temporales, giros de guión, elipsis, sorpresas, ausencias, regresos... todo se daba de manera tan poco enfática, tan desdramatizadamente, que hacía que para ver los episodios lo mejor fuera dejarse llevar. En ese carácter anticlimático, hasta los grandes eventos históricos de la época aquí recogida (las elecciones de Nixon y Kennedy, el posterior asesinato del presidente, el estallido de Vietnam, la llegada del hombre a la Luna) no eran necesariamente el centro del libreto ni se anunciaban con fanfarria, sino que eran algo que podía interrumpir de súbito la trama o pasar a formar parte del estado anímico de los personajes.
Matthew Weiner ha querido hacernos pensar, extrapolar lo eterno que tienen sus personajes y a la vez poner distancia con la que ya resulte anacrónico. Una empresa considerable, y un resultado extraordinario.
Mientras la historia avanzaba, también lo hacía la vida de los personajes, en un juego con las miserias y apariencias muy disfrutable para el espectador. Como demiurgos empeñados en demostrar amor por sus criaturas sin ponerles nunca las cosas fáciles, Weiner y sus guionistas hablan de las dificultades de compaginar una vida personal y profesional satisfactoria, y más cuando los personajes femeninos tiene tanto en contra socialmente y los masculinos aprenden a la fuerza que su actitud no puede ser la adecuada, porque les está impidiendo conseguir lo que desean en la vida. Aunque quizá no lo sepan con claridad. Las actitudes pueden mutar, las relaciones se mueven hacia delante pero siempre pasa algo que acaba poniendo las cosas en su sitio (por mucho que ascienda, Pete no deja de ser el odioso Pete ni Peggy de sentirse inferior ante los demás a pesar de lo logrado) y que suma más extrañeza y fascinación por la serie. La única excepción a este proceso, y sin duda uno de los mejores personajes de Mad Men —aparte de evidente favorito de Weiner— es la joven Sally Draper, que observa el mundo a su alrededor desde sus años adolescentes y no puede evitar sino rebelarse. Pero patéticamente, porque no hay otra opción al final de su día en la Norteamérica de 1960.
Detenerse a contar acontecimientos, hablar de instantes clave o de personajes importantes es casi contraproducente al escribir sobre un producto que hizo del factor sorpresa y el secretismo uno de sus mayores valores. Lo más chocante es la descripción de las normas sociales, ya sea porque nos parecen arcaicas o porque ni han cambiado apenas, pero lo que deja claro el desenlace es que los guionistas no han tomado el camino fácil ni tienen interés en encumbrar o condenar posiciones. Ante todo lo que cuentan es realista y creíble, dejando una sensación agridulce pero en última instancia muy memorable en el espectador. Mad Men llegó a nuestras pantallas casi como un drama de otro planeta, sutil hasta la desesperanza en ocasiones pero siempre interesante. A veces era casi la “anti-serie”, en cuanto a que no recurría a los resortes más evidentes del entretenimiento ligero. Matthew Weiner ha querido hacernos pensar, extrapolar lo eterno que tienen sus personajes y a la vez poner distancia con la que ya resulte anacrónico. Una empresa considerable, y un resultado extraordinario. No redondo ni perfecto (ese abandono de personajes ya nombrado, la afectación de algunas interpretaciones, la simpleza de algunas metáforas), pero se ha acercado bastante, lo cual tiene un gran mérito para una serie de 92 entregas. Mad Men ha terminado, y la vamos a echar de menos. Su final, desafiante como solo podía serlo, tiene la carga justa de ambigüedad y rotundidad para quedarse en el recuerdo y promover discusiones, aunque no posee la mordiente que este crítico esperaba, aquélla que hiciera que se le grabara a fuego en la mente. La ficción televisiva ya no será lo mismo, y ha sido un gran placer disfrutar del viaje, envueltos en el humo de los cigarrillos y saboreando unos diálogos que remitían en ingenio e inteligencia al Hollywood clásico. La botella está ya vacía. Se ha bebido el último trago. | ★★★★ |
Adrián González Viña
Redacción Sevilla