Impecable tercer acto
crítica a The Americans (2013-) | Tercera temporada.
FX | 3ª temporada, 13 episodios, EE. UU., 2015. Creador: Joseph Weisberg. Directores: Daniel Sackheim, Thomas Schlamme, Kevin Dowling, Noah Emmerich, Dan Attias, Stephen Williams, Larysa Kondracki, Andrew Bernstein, Christopher Misiano. Guionistas: Joel Fields, Joe Weisberg, Joshua Brand, Stuart Zicherman, Peter Ackerman, Stephen Schiff, Tracey Scott, Lara Shapiro. Reparto: Keri Russell, Matthew Rhys, Holly Taylor, Keidrich Sellati, Noah Emmerich, Susan Misner, Annet Mahendru, Richard Thomas, Alison Wright, Lev Gorn, Costa Ronin, Margo Martindale, Daniel Flaherty, Kelly AuCoin, Frank Langella, Brandon J. Dirden, Julia Garner, Vera Cherny, Rahul Khanna, Svetlana Efremova, Jefferson Mays, Michael Aronov, Lois Smith, Will Pullen, Peter Mark Kendall. Fotografía: Richard Rutkowski. Música: Nathan Barr.
Para empezar el análisis de la tercera temporada de The Americans, previamente hay que señalar que el punto de partida de la serie creada por Joseph Weisberg no se inspira en la realidad, por lo exagerado y radical de su planteamiento, sino en las narraciones ficcionales, tanto fílmicas como novelescas, sobre la Guerra Fría. Ello instaura al espectador en un universo reconocible y acotado, algo que propicia una mirada extrínseca, casi metalingüística, de dicho universo, lo que fuerza al máximo la suspensión de incredulidad del público y aleja a su sector menos paciente y/o avezado. Y es una verdadera lástima porque, superado este escollo inicial, The Americans se revela como un producto televisivo muy superior a la media, tan impecable en su factura visual como elaborado argumentalmente y, sobre todo, muy ambicioso desde el punto de vista temático. En realidad, se trata de una serie que bajo su convencional envoltorio de thriller –el género por excelencia de la evasión para adultos– atesora reflexiones de todo tipo (psicológicas, sociales, políticas...), cuyo peso conforme avanza la historia es cada vez mayor, gracias a la sutileza e inteligencia de sus guiones y a una realización precisa y sobria, casi quirúrgica, que evita subrayar el tono paulatinamente más denso, pesimista y asfixiante del serial.
En este sentido, el potencial dramático que ya se intuía en la primera tongada de episodios, y que contrastaba con la estructura intensamente climática de la siguiente temporada, en esta tercera parte ha eclosionado con tanta elegancia como contundencia. Los giros sorpresivos –al límite de lo verosímil– de las anteriores entregas han dejado paso a una narrativa pausada y lineal, en la que los hechos se suceden de manera orgánica, a menudo aglutinados de forma impresionista alrededor de los personajes o de los lugares. Ello se debe, básicamente, al hecho de que el foco de interés de la historia se ha ido deslizando inadvertidamente desde el lado más intrigante de la trama hacia el más íntimo. O dicho de otro modo: claramente enmarcada como está la acción dentro del relato de espías, este componente ha devenido, a la postre, el telón de fondo sobre el que resaltar con intensidad el cariz triste y dramático de la narración. Sin duda, los responsables The Americans conocen de cerca a los maestros literarios del género (Graham Greene, John le Carré, Robert Ludlum...), cuyas novelas están plagadas de seres humanos complejos y ambivalentes, y donde no son las personas, sino los intereses creados y el sistema que los sustenta (estados, agencias gubernamentales, partidos...) lo que verdaderamente instaura la maldad en el mundo. No en vano, la mayoría de los autores mencionados desempeñaron tareas de espionaje en su vida real o formaron parte de los cuerpos militares de su país, igual que Weisberg fue agente de la CIA. The Americans, por tanto, no oculta su condición de heredera de dichos clásicos y, como ellos, su propósito de fondo se encuentra más vinculado a una reflexión social e histórica, y aún ontológica, que al mero entretenimiento de masas pasado por el tamiz, siempre popular, de las historias de misterio.
En puridad, nunca como en esta tercera parte se evidencia de manera más diáfana la voluntad de la obra de trazar un análisis inmisericorde de la sociedad estadounidense de los años 80; un período de la historia de esta nación marcado por un conservadurismo a ultranza, una política económica que ponía en práctica las darwinistas tesis de Milton Friedman y unas relaciones exteriores en las que el intervencionismo de soterrado tufo colonialista estaba a la orden del día. ¿Y por qué les interesa a Weisberg y compañía precisamente este momento de la historia de Estados Unidos? La respuesta se encuentra con facilidad si nos fijamos con detalle en varias de las tramas abiertas durante el conjunto de capítulos que analizamos. En efecto: con una perspicacia y una osadía más frecuentes en medios de expresión con mayor prestigio que la televisión –incluso que la televisión por cable, como FX–, el diagnóstico al que se llega tras contemplar el desolado panorama ético, ideológico y político de América en esa época es implacable, pero difícil de rebatir: son los actos soberbios e inmorales de entonces los que han propiciado el mundo de hoy. La ayuda a los talibanes en Afganistán y el apoyo al régimen de apartheid en Sudáfrica, entre otras muchas decisiones estratégicas de Estados Unidos que nada tuvieron que ver con lo correcto y lo justo, explican en parte la inestabilidad en África y Oriente Próximo y el auge del fundamentalismo islámico, ese “eje del mal” del que hablaba Bush Jr. y que tanto se parece al discurso de Ronald Reagan sobre la URSS –calificada de “Imperio del mal”– que cierra la tercera temporada de The Americans.
Los paralelismos con el mundo presente son, pues, evidentes e intencionados, y conforme avanza el tramo final de esta tanda las diferencias entre el sistema soviético y americano se intensifican bajo un prisma similar al tomado por Ursula K. Le Guin en su novela Los desposeídos (1974). Porque si bien no hay duda de que el régimen soviético sigue exigiendo unos sacrificios casi inhumanos, al menos posee unos principios que nutren –muy mal– el impulso altruista de las personas, mientras que los Estados Unidos, sobre todo los Estados Unidos de esos años, cuando las protestas antisistema de los 70 han dejado paso a la pasividad y al afán de evadirse, carecen de cualquier coartada moral; algo perfectamente encarnado en la figura-modelo del momento, la del yuppie, que ostenta, como si de valores positivos se tratara, su superficialidad, su materialismo y su codicia. Hay que alabar la inteligencia de los guionistas de haber introducido a Paige (Holly Taylor) en el ámbito religioso, pues se trata prácticamente del último reducto para la espiritualidad y el idealismo que queda en una sociedad tan abocada a la idea del triunfo individual a todo coste que se impone con facilidad a cualquier reticencia humanitaria o solidaria.
Los paralelismos con el mundo presente son, pues, evidentes e intencionados, y conforme avanza el tramo final de esta tanda las diferencias entre el sistema soviético y americano se intensifican bajo un prisma similar al tomado por Ursula K. Le Guin en su novela Los desposeídos (1974). Porque si bien no hay duda de que el régimen soviético sigue exigiendo unos sacrificios casi inhumanos, al menos posee unos principios que nutren –muy mal– el impulso altruista de las personas, mientras que los Estados Unidos, sobre todo los Estados Unidos de esos años, cuando las protestas antisistema de los 70 han dejado paso a la pasividad y al afán de evadirse, carecen de cualquier coartada moral; algo perfectamente encarnado en la figura-modelo del momento, la del yuppie, que ostenta, como si de valores positivos se tratara, su superficialidad, su materialismo y su codicia. Hay que alabar la inteligencia de los guionistas de haber introducido a Paige (Holly Taylor) en el ámbito religioso, pues se trata prácticamente del último reducto para la espiritualidad y el idealismo que queda en una sociedad tan abocada a la idea del triunfo individual a todo coste que se impone con facilidad a cualquier reticencia humanitaria o solidaria.
En otro orden de cosas, y como The Americans sigue siendo, ante todo, el drama personal de dos seres humanos, Elisabeth/Nadeshka (Keri Russell) y Phillip/Misha (Matthew Rhys), dos espías durmientes rusos que viven con su dos hijos como una familia nuclear americana perfectamente normal en Washington DC, esta tercera parte da un paso más allá a lo planteado en la anterior, y sus vidas personales irrumpen –e interfieren– con más fuerza que nunca en su trabajo de espías a tiempo completo. Dado el alto grado de infiltración, eficiencia y entrega de la pareja, capaces de fingir durante las 24 horas del día una identidad y una cultura que no son las suyas, además de poder llevar, ya no una doble vida, sino triple y hasta cuádruple, los dos protagonistas de la serie corresponden al estereotipo, acuñado por la ficción narrativa, del superespía ruso, convertidos, por mor de un entrenamiento espartano, en máquinas de obedecer, manipular y matar siempre que el caso lo requiera. No hace falta ser un adivino para augurar que, puesto que la serie pronto toma una cadencia que se aleja de maniqueísmos o banalidades, los derroteros por los cuales trascurre serán los del análisis psicológico de unas personas colocadas en una situación tan extrema, y cómo sus problemas y debilidades humanas irán haciendo mella en ellas, por mucho que hayan sido preparadas concienzudamente para un amplio abanico de eventualidades.
En concreto, cuatro son las líneas en las que se especifican dichos “imprevistos” propios del “factor humano” en este tercer bloque de capítulos: de un lado, tenemos la cada vez más complicada trama de Paige, que hace concluir la temporada en cliffhanger; de otro, está la aparición del inquietante Gabriel (Frank Langella) y la delicada información que va proporcionado a sus dos agentes; asimismo, la aciaga suerte de dos de los activos de Phillip, Martha (Alison Wright) y Annelise (Gillian Alexy), además de la irrupción de otro nuevo, Kimberly (Julia Garner), hacen mella en el ánimo del protagonista masculino, hasta el extremo de lanzar la franca –e inesperada– declaración de “me siento como una mierda la mayor parte del tiempo”; y, finalmente, también está muy presente la angustia de Elisabeth ante la enfermedad de su madre, lo que dará lugar a uno de los mejores momentos, su encuentro con Betty (Lois Smith), en el episodio con el revelador título –inspirado en la famosa distopía de Philip K. Dick– “Do Mail Robots Dream of Electric Sheep?”. Junto a ello, se incorporan nuevas tramas de espionaje (las mencionadas de Afganistán y Sudáfrica) que se hacen eco del recrudecimiento de la Guerra Fría durante esa década, y que la temporada refleja de modo ilustrador a través de la crueldad de buena parte de los asesinatos que se cometen; un entramado de referencias históricas, ideológicas y culturales que culminan en ese famoso discurso de Ronald Reagan, lanzado a la nación en la fecha que da título al último episodio: “March 8, 1983”.
En concreto, cuatro son las líneas en las que se especifican dichos “imprevistos” propios del “factor humano” en este tercer bloque de capítulos: de un lado, tenemos la cada vez más complicada trama de Paige, que hace concluir la temporada en cliffhanger; de otro, está la aparición del inquietante Gabriel (Frank Langella) y la delicada información que va proporcionado a sus dos agentes; asimismo, la aciaga suerte de dos de los activos de Phillip, Martha (Alison Wright) y Annelise (Gillian Alexy), además de la irrupción de otro nuevo, Kimberly (Julia Garner), hacen mella en el ánimo del protagonista masculino, hasta el extremo de lanzar la franca –e inesperada– declaración de “me siento como una mierda la mayor parte del tiempo”; y, finalmente, también está muy presente la angustia de Elisabeth ante la enfermedad de su madre, lo que dará lugar a uno de los mejores momentos, su encuentro con Betty (Lois Smith), en el episodio con el revelador título –inspirado en la famosa distopía de Philip K. Dick– “Do Mail Robots Dream of Electric Sheep?”. Junto a ello, se incorporan nuevas tramas de espionaje (las mencionadas de Afganistán y Sudáfrica) que se hacen eco del recrudecimiento de la Guerra Fría durante esa década, y que la temporada refleja de modo ilustrador a través de la crueldad de buena parte de los asesinatos que se cometen; un entramado de referencias históricas, ideológicas y culturales que culminan en ese famoso discurso de Ronald Reagan, lanzado a la nación en la fecha que da título al último episodio: “March 8, 1983”.
«The Americans ha confirmado en su última temporada emitida que va camino de convertirse en uno de esos memorables dramas de espionaje que han proliferado en el ámbito cinematográfico».
Cabe señalar que los responsables de The Americans no han escogido en balde dicho parlamento; pues no solo impactó fuertemente en buena parte de la población autóctona por su tono taxativo, en el que la URSS representaba “La Maldad” sin fisuras, sino que suele ser considerado por los historiadores como el inicio del fin del bloque soviético, ya que daba carpetazo a la relativa distensión de relaciones con Rusia y sus aliados de los años precedentes y dejaba claro que no se podía tolerar la existencia de un sistema que, parafraseando la arenga en cuestión, “abogaba por la supremacía del estado sobre el individuo”, en el que “el mal” era llevado a cabo por “hombres tranquilos de camisas blancas y uñas manicuradas”, y que a menudo incluso se atrevían a “hablar en voz alta de hermandad y paz”. Todo este material histórico es tratado por los autores de la serie con una inflexión crítica realmente cáustica, casi dolorosa, habida cuenta la perspectiva histórica presente, cuando Estados Unidos, tras el 11-S, se ha permitido muchos de los actos dictatoriales y totalitarios que precisamente criticaban a la URSS, mientras que esos “diablos” dibujados por Reagan nada tienen que ver con los seres humanos complejos y sufrientes que hemos ido conociendo a lo largo de 39 episodios; por no mencionar el motivo que impulsó semejante diatriba, que fue la negativa de la administración de Reagan a congelar el presupuesto militar y a empezar el desarme nuclear. Por el contrario, en el mismo mes de su discurso, el presidente estadounidense y los suyos iniciarían su nefasto programa de defensa aérea y espacial SDI, popularmente conocido como “Guerra de las Galaxias”, cuya existencia fue justificada por motivos de “seguridad nacional” (como Guantánamo), aunque de hecho primaron por encima de todo las consideraciones crematísticas y no ideológicas, vinculadas al conocido apoyo de la industria armamentística estadounidense a los sucesivos gobiernos republicanos.
En definitiva, The Americans ha confirmado en su última temporada emitida que va camino de convertirse en uno de esos memorables dramas de espionaje que han proliferado en el ámbito cinematográfico, entre cuyas joyas se encuentran filmes muy dispares, pero que, sin embargo, tienen en común una visión de la humanidad de un existencialismo pesimista y triste. Al respecto, podríamos citar Encadenados (1946) de Hitchcock, El tercer hombre (1949) de Reed, Operación Cicerón (1952) de Mankiewicz, Llamada para un muerto (1966) de Lumet, La conversación (1974) de Coppola, Los tres días del Cóndor (1975) de Pollack, El factor humano (1979) de Preminger, El jardinero fiel (2005) de Meirelles o El topo (2011) de Alfredson. La serie que nos ocupa comparte con estas obras un fatalismo denso y asfixiante, en el que la soledad es el rasgo que define la vida de los principales personajes, mientras que sus victorias son tan amargas y pírricas que resultan difíciles de separar de sus derrotas. Dadas, además, las peculiaridades de la Guerra Fría, donde la “paz” se gana más en virtud de calculados y retorcidos juegos de manipulación mental y sentimental que mediante la violencia física o las armas, el campo de batalla definitivo, como si de una novela decimonónica se tratara, es el “alma” de los protagonistas, escindidos entre su deber, sus anhelos secretos y su consciencia. El efecto psicológico y emocional que tiene para los “soldados” de ambos bandos el desempeño diario de su trabajo –que incluye un sinnúmero de homicidios, torturas, chantajes, mentiras y traiciones– convierte la serie, por tanto, en una tragedia de aliento casi grecolatino, al estar todas sus criaturas a merced de un destino insensible, volátil y a menudo adverso, llámese KGB, FBI, CIA o política internacional, que además extiende su ominosa sombra al ámbito privado y familiar. Muy inteligentemente, semejante concepción de la trama es atemperada por el tono seco y desapasionado de su realización, que rehúye los subrayados visuales y los efectismos y deja toda la fuerza del discurso en manos de un clasicismo formal en el que el montaje transparente, los primeros planos y los diálogos son el eje de la acción, la cual, por otro lado, no solamente se centra en lo relativo a recoger el peculiar calvario de la pareja protagonista, “fuerzas de élite” en un conflicto bélico silencioso y traicionero, disputado detrás de las líneas, sino que también deja espacio para reflejar las cuitas y las contradicciones tanto de sus aliados como de sus enemigos.
Al respecto, nunca se podrá alabar suficientemente el hecho de que la serie se posicione junto a los soviéticos –narrativamente hablando, por supuesto–, lo que coloca a los estadounidenses –a los espectadores medios de la serie– en la posición del Otro lacaniano, es decir, de la alteridad que, por su diferencia, define y complementa nuestro yo. Ello crea una perspectiva atípica en este tipo de obras, algo que, más allá de facilitar el análisis histórico del período retratado, sobre todo cuestiona los valores que cimientan las sociedades humanas, de cuya fragilidad y arbitrariedad dan buena prueba cada nueva mentira, cada nuevo acto egoísta, cada nuevo crimen justificado por su elevado fin. De momento, solo el amor –el impulso hacia el Otro por excelencia– escapa a esta espiral de vacuidad y nihilismo. Ello tal vez explica, por ejemplo, que, salvo Stan (Noah Emmerich), el resto de agentes del gobierno americano, así como sus asociados, que en principio deberían ser el elemento “positivo” de la serie, sean en cambio infinitamente más desagradables que los soviéticos y los suyos. Y si Stan es una excepción, en parte es debido a su pasado reciente, al venir de una situación personal y laboral en la que se ha visto forzado a adoptar una posición de marginado. De ahí su acercamiento a otra persona desplazada como Nina (Annet Mahendru) y el curioso triángulo sentimental que establecerá con ella y Oleg (Costa Ronin), en el que ahora habría que incluir también a otro personaje: Anton (Michael Aronov). Sintomáticamente, tanto esta trama como la principal, aunque avanzan exponencialmente, quedan empero muy abiertas, lo que da a toda la tercera entrega de The Americans un aire de etapa preparatoria cuidadosamente pensada y planificada, como si fuera el pistoletazo de salida hacia un clímax futuro que, si los responsables del proyecto siguen haciendo gala del mismo buen gusto y la misma lucidez, no podrán posponer más allá de una o dos temporadas. De hecho, y dado que se trata de una serie que goza de tan buenas críticas como de unos niveles de audiencia estables pero ajustados, hacer lo contrario sería muy contraproducente para la calidad global de la obra, incluso para su supervivencia.
«The Americans ha demostrado definitivamente, con esta tercera entrega, su trabazón y solidez, lo que hace esperar con mucho optimismo la siguiente temporada».
En cualquier caso, la tercera tanda de The Americans ha pulido algunos de los mínimos desajustes de sus etapas anteriores; así, por ejemplo, no hay un personaje que asuma el rol de némesis de Elisabeth y Phillip con tanta claridad como lo hacía Andrew Larrick (Lee Tergersen), o aun Chris Amador (Maximiliano Hernández), ni un final sorpresivo que ponga a prueba la credulidad del televidente, como acontecía con la trama de Jared (Owen Campbell). En cambio, el desarrollo sutil y sosegado de los acontecimientos, la calidad interpretativa de todo su reparto y la complejidad temática del relato han dejado el terreno abonado para una reflexión social y existencial todavía más explícita, y de mayor calado, en la siguiente tongada de episodios. Parece evidente que los responsables de The Americans, por tanto, no han vacilado a la hora de generar unas expectativas tan altas, lo que ojalá se deba a una planificación global de la serie y no a un exceso de autoconfianza. Algunos datos objetivos parecen indicar, no obstante, una concepción medida y premeditada de la historia, como el hecho de que el creador de la serie no solamente ejerza las funciones de productor y showrunner, sino que esté implicado activamente en la escritura de los guiones de los episodios clave, o que sea recurrente la presencia de colaboradores como Stephen Schiff o Joel Fields. Y otro tanto puede decirse en el apartado de la dirección, contando con la participación habitual de veteranos de este ámbito en TV como Daniel Sackheim o Thomas Schlamme. Unos y otros muestran una comprensión muy valiosa, e infrecuente, del medio en el que se insertan, caracterizada por una visión de largo recorrido que sabe que cualquier serie con voluntad de trascender mínimamente ha de tener una cierta ambición temática y una cierta calidad formal y visual, claro, pero también ha de ir creciendo y ampliándose con cada nueva etapa, para ahondar en lo sugerido y evitar degenerar en la repetición de una fórmula de éxito. Afortunadamente, The Americans ha demostrado definitivamente, con esta tercera entrega, su trabazón y solidez, lo que hace esperar con mucho optimismo la siguiente temporada. | ★★★★ |
Elisenda N. Frisach
Barcelona