Humor absurdo entre cadáveres y vacas
crítica a El pequeño Quinquin (Le P’tit Quinquin, Bruno Dumont, 2014).
Una mujer descuartizada en el estómago de una vaca. Una pareja de detectives singular, uno plagado de tics faciales el otro aficionado a la conducción extrema con coche oficial. Un pueblo al norte de Francia atestado de lerdos y discapacitados. Un funeral estrafalario donde una adolescente en minifalda canta a ritmo de organillo una canción pop en inglés, cuando la lógica hacía presagiar un “Tú has venido a la orilla”. Una oda a lo grotesco. Estos son los ingredientes de la irreverencia y del absurdo. El humor entendido como un mecanismo que ridiculiza la realidad. Es imposible que no sorprenda. El pequeño Quinquin (Le P’tit Quinquin, 2014) es la última obra del prestigioso realizador galo Bruno Dumont. Una miniserie (de cuatro episodios), emitida por el canal francés Arte, transformada en película para su comercialización en el extranjero y su presentación en festivales internacionales (como en la Quincena de Realizadores de Cannes). Un cambio de formato a conveniencia del mercado. Dumont, un cineasta obsesionado con el retrato del lado más árido del alma humana, ejecuta con maestría su primera comedia (aunque no se queda solo eso). Extravagante y grotesca a partes iguales. El pequeño Quinquin es también su primer trabajo televisivo, que nada tiene que ver con la ficción de la pequeña pantalla europea. Un producto novedoso que le acredita como un director renovador, ávido de nuevos retos, y supone un giro en su carrera. Este desafío no era sencillo pero lo solventa con dosis del mejor cine de intriga, de la mejor comedia, de lo mejor del drama televisivo y lo mejor de su propia filmografía.
Dumont juega a ser un genio de la autoparodia. Lo hace sin sentido del ridículo y alcanzando cotas sublimes en la consecución de la recreación del patetismo del ser humano. La trama, que sale a asesinato por episodio, y los notables personajes de esta cinta alcanzan una ineludible condición esperpéntica: tipos de mayúscula inutilidad al cargo de situaciones de alto voltaje. El realizador galo se hace acopio de los códigos del policíaco para realizar una obra metanarrativa, que le permita tocar con otras claves sus obsesiones habituales y poner en tela de juicio cualquier formalismo protocolario. De hecho, puede entenderse como la horma del zapato de series como la británica Broadchurch (2013) o de películas como La cinta blanca (2009). Su actitud iconoclasta se traslada también a su manera de rodar. No son comunes en televisión los planos largos ni que los escenarios naturales gocen de gran relevancia. Podría afirmar que las escenas más poderosas se dividen en dos: las esperpénticas (como en las que aparecen encapuchados) y las contemplativas. Esos instantes para la reflexión, en un formato donde abunda el frenetismo a razón de quince muertes por episodio, se agradecen sin hastío porque vienen administrados en partes de cincuenta minutos. Si uno lo disfruta en una sala de cine y del tirón, a lo mejor, esas escenas maravillosas pierden fuerza en necesidad de una mayor capacidad de síntesis. No lo creo, aunque la mente humana no está capacitada para concentrarse durante tres horas y media, sea para lo que sea.
«Verdaderamente fascinante».
A pesar de lo trasformador y rompedor de El pequeño Quinquin, respecto a su filmografía, hay muchas invariables como la violencia, el racismo, cierto naturalismo y el empleo de actores no profesionales (oriundos del zona del norte de Francia, un localismo que confiere al film un poso de bucólica autenticidad). Son, precisamente, esos intérpretes amateur los que le otorgan a la cinta un tono definitivamente excéntrico, perturbador y divertido. En especial la pareja de detectives y el pequeño Quinquin. El comandante Van der Weyden (encarnado por un magnífico Bernard Pruvost) y su ayudante Carpentier forman un tándem de desequilibrados sublime. Tanto los espasmos faciales de Van der Veyden como la obsesión por los trompos de su desdentado compañero generan un magnetismo solo superado por la naturalidad de Quinquin. Esta pequeña fiera de comportamiento imprevisible, indomable, hiperactivo e impulsivo tan solo se amansa ante su novia Eve, por la que profesa un amor tan inapropiado como tierno. A pesar de su corta edad parece ser el más inteligente de un pueblo de perturbados. Como si la infancia fuese la etapa de la cordura y la madurez un padecimiento mental de difícil solución.
Esta mirada, un tanto amarga, se sustenta en una arquitectura argumental poliédrica. Capaz de elevar el misterio dramático a niveles propios de True Detective (2014) en un contexto y ambientación diametralmente opuestos, cercanos al delirio, como si Pizzolatto y José Luis Cuerda hubiesen sido los encargados de confeccionar el libreto. El resultado de una incongruencia así solo podría ser una trama que se sustenta en la carencia de sentido, lo ilógico, lo singular, lo irregular, lo chocante o lo contradictorio… Este absurdo juego irracional consigue hacer de lo arbitrario y lo disparatado auténticas herramientas de crítica social. A golpe de sonrisas, carcajadas y muecas de incredulidad Dumont lidia (y frivoliza) con problemas atávicos en el mundo rural como las disputas por la herencia, los líos amorosos o el islamismo radical (el cuarto y último capítulo se titula… Allah Akbar!). El sentido del humor absurdo sirve al autor de La humanidad (1999) para expresar su descrédito por los valores de una sociedad que intuye en decadencia. Lo utiliza como dispositivo de defensa en un mundo discordante. Le vale para menospreciar la falsedad de los dogmas de nuestra sociedad. Por eso El pequeño Quinquin huele y sabe como si se metiese a los hermanos Coen de Fargo (1996) y El gran Lebowski (1998), a los citados Cuerda y Pizzolatto y al propio Dumont, sazonados con un poco del mítico Chaplin y el hilarante Jacques Clouseau, en una batidora. Una genialidad. Verdaderamente fascinante. Una experiencia harto recomendable, como objeto de entretenimiento o como arranque para deliberaciones más hondas. Tanto en pequeñas dosis en el formato de moda, como en una butaca y de corrido. | ★★★★★ |
Andrés Tallón Castro
© Revista EAM / Madrid
Ficha técnica
Francia, 2014. Título original: Le P’tit Quinquin. Dirección: Bruno Dumont. Guion: Bruno Dumont. Productoras: Arte. Presentación oficial: Quincena de realizadores de Cannes 2014. Fotografía: Guillaume Deffontaines. Vestuario: Alexandra Charles. Intérpretes: Alane Delhaye, Lucy Caron, Bernard Pruvost, Philippe Jore, Corentin Carpentier, Julien Bodard, Baptiste anquez, Lisa Hartman, Frédéric Castagno, Stéphane Boutillier, Philippe Peuvion, Céline Sauvage, Jason Cirot, Cindy Louguet, Camille Cordonnier.