Fair is foul, and foul is fair
crónica de la undécima jornada de la 68ª edición del Festival de Cannes
Cannes pone punto y final de manera oficial a su certamen anual, un festival que, como siempre, ha creado diversas controversias pero que ha dejado muestras indudables de cine de gran calidad. La última jornada la abría la superproducción Macbeth, el clásico de Shakespeare que adapta el australiano Justin Kurzel, con la participación de dos de los mayores pesos pesados de la industria: Michael Fassbender y Marion Cotillard, aunque con un resultado algo comedido, posiblemente por la implicación de la todopoderosa Weinstein Company. También recuperamos Chronic, un melodrama con buenas intenciones aunque demasiado intenso y con un final demasiado expeditivo. Por último, como proyección final de estas 45 películas que hemos podido disfrutar, asistimos a Trois souvenirs de ma jeunesse, una refrescante comedia francesa con un gran diálogo y una original historia de amor muy bien formulada.
MACBETH
Justin Kurzel, Reino Unido / Competición
En términos generales, la representación de la mujer en el cine, la literatura o el teatro, siempre ha estado sujeta a una desventaja comunicativa con respecto al hombre. La tradición artístico-dramática nos ha enseñado que, en temas persuasivos, la mujer resulta menos eficaz, por lo que ha de ocupar una posición secundaria y esperar su turno para intervenir. Es un mensaje machista pero también es una sociedad misógina en la que ha tenido que aprender a moverse con astucia para desafiar la palabra masculina hasta conseguir su propósito. Así, personajes como Lady Macbeth, uno de los mayores iconos de la literatura clásica, tendrá que utilizar la única vía dialéctica que nunca ha dejado de funcionarle en la persecución de sus ambiciones, la seducción. Justin Kurzel acierta a introducir algunos versos del drama de forma literal, aportando teatralidad a una puesta en escena impecable que se presenta como el mayor atractivo y aporte original de un filme muy ambicioso.
La historia de Macbeth es ampliamente conocida, las clásicas tragedias de Shakespeare se han repetido infinidad de veces en medios muy diferentes. Sin embargo, el hablar de Macbeth como adaptación fílmica, no puede sino llevarnos a una inevitable comparación con una de las mejores trasposiciones literarias jamás realizadas: Trono de sangre, de Kurosawa. Comparación que deja de tener sentido al comprobar que, el planteamiento de Kurzel, se basa en una adaptación literal de la obra magna, y no en una transficción en la que se altera por completo la cimentación de la historia. Si la película del maestro nipón transformaba la Escocia medieval en el Japón feudal, convirtiendo a Trono de Sangre en una obra casi original con cierta inspiración del Macbeth original, Macbeth (2015) se justifica más como una reescritura literal al aplicar una estética más moderna en la que se mezcla la cruda brutalidad del director australiano, que muestra la fragilidad de las relaciones familiares marcadas por la codicia y las ansias infinitas de poder, con una evocadora teatralidad pues dignifica las interpretaciones de sus personajes. La fotografía nos sitúa dentro de una atmósfera enrarecida de tintes oníricos en la que la niebla, con diferentes filtros de color ocre y carmín, se apoderará de todas las escenas diurnas dejando al sol como un ente inexistente en el nuevo universo shakespeariano, mientras que durante la noche, serán fuentes indirectas de luz natural, como el fuego de hogueras o candelabros, las que provoquen una muy conseguida apariencia de lóbrega incertidumbre.
«No hay sensación de orden restablecido, y esa escena rojo furia con la que cierra el filme, supone la pérdida completa de moralidad y heroicidad. El sentido de la historia original por fin se revierte, enfatizando el círculo de la condena y mostrando la tragedia como el sino del reinado escocés venidero».
Las brujas aparecen para inquietar al protagonista por medio de sus grandiosos y satisfactorios augurios. Su aparición, unida a la de la espesa bruma, nos hará dudar de la veracidad de los hechos, que podrían formar parte de un espejismo o visión provocada por los dioses. Dentro de esta hiperrealidad, el protagonista no podrá reprimir su entusiasmo al conocer los rumores que lo sitúan como próximo rey de Escocia. Aquí se aprecia un claro ejemplo de profecía autocumplida, en la que lo predicho se convierte en la causa de su cumplimiento. Por lo que Macbeth, al saberse aspirante al trono, hará todo lo posible por forzar que esa predicción se convierta en realidad, aunque para dar el paso definitivo hacia su ascenso —en poder, violencia y de locura—, tendrá que ser sutilmente estimulado por su mujer, una solemne Marion Cotillard. Los deseos de grandeza de Lady Macbeth la llevarán a nublar el juicio de su marido hasta que actúe bajo sus deseos, algo que precipitará el primer acto de descarnada violencia, originando tres grandes cambios de narración. Por un lado, se cumple el primer vaticinio de las brujas y Macbeth alcanza el reinado. Por otro, el protagonista, obsesionado por el segundo presagio —el descendiente de Banquo también llegará a Rey—, se obsesiona y comienza un período de enajenación homicida lo que, al mismo tiempo, origina que Lady Macbeth se arrepienta de la sanguinaria situación, y busque una redención tardía.
Las apariciones de las brujas encajan perfectamente en la estética abstracta del filme, y se alejan del barroquismo grotesco que describió El Bardo, haciendo que una niña misteriosa sea la encargada de vaticinar la famosa y engañosa profecía que desconcierta definitivamente a Macbeth, en lugar de ese horrible niño ensangrentado —«Ningún hombre nacido de mujer le dañará», «Macbeth estará a salvo siempre que el bosque de Birnam no se mueva hasta la colina Dunsinane»—. La nobleza y el honor de Duncan desaparecen, así como la venganza de Macduff, dejando un final ambiguo y pesimista que evidencia una tragedia inconclusa y con vistas a repetirse. No hay sensación de orden restablecido, y esa escena rojo furia con la que cierra el filme, supone la pérdida completa de moralidad y heroicidad. El sentido de la historia original por fin se revierte, enfatizando el círculo de la condena y mostrando la tragedia como el sino del reinado escocés venidero. [70/100]
CHRONIC
Michel Franco, México / Competición
Chronic se conforma como la apuesta más independiente de este año en la Sección Oficial. Un melodrama durísimo que juega a minar conscientemente la motivación del espectador, haciendo que este baje su guardia emocional y empatice desde el comienzo con el protagonista, un Tim Roth que funciona como la pieza clave de una película que se salva gracias a su soberbia y convincente actuación. La historia comienza con David viendo las fotos de una mujer, que posteriormente entenderemos se trata de su esposa fallecida. En seguida la imagen saltará a un contexto diferente en el que el protagonista asiste a una mujer en un paupérrimo estado físico, las marcas de su piel nos desvelan que la joven tiene SIDA y parece estar en una de sus fases más avanzadas. La explicitud del cuerpo imperfecto desnudo, la visión clara de la enfermedad y la crudeza de la imagen se mezclan con las larguísimas tomas con cámara fija para crear una situación de incomodidad muy similar a la que dio la fama a Michael Haneke. Sin embargo, el objetivo de éste al utilizar dicho recurso era la representación metafórica del sufrimiento, obligándonos a mirar con desasosiego, temor y extenuación una escena violenta en sus formas y en su contenido. El mexicano Michel Franco no llega a tal estímulo visual, quedándose en la simple y fría incomodidad.
David es un enfermero que ayuda a pacientes graves en su día a día; su implicación es tan grande que llega a tener problemas con algunos de los familiares, que encuentran una actitud demasiado cercana y afectiva del asistente hacia el enfermo. Su necesidad de vivir rodeado de muerte y enfermedad refleja las consecuencias de un trauma que no le permiten aceptar la pérdida de su mujer, por lo que aprovecha su altruismo y dedicación a los demás para completar con más penuria su miserable vida. Se aprecia también en el guion una fuerte crítica hacia esos familiares para quienes los enfermos se han convertido en una carga de la que no tienen tiempo, o ganas, de responsabilizarse, por lo que recurren a este tipo de servicios que se encarguen del “trabajo sucio” y ellos puedan llevar una vida normal, con la posibilidad de visitar a los desamparados pacientes de vez en cuando y poner en orden su conciencia, una crítica muy bien plasmada por medio de alguna efectiva escena de sufrimiento fuera de campo, o comentarios sobre llamadas telefónicas o visitas de familiares al enfermo. Finalmente, ni la actuación de Roth, ni los guiños hanekianos salvarán la cinta de un final demasiado fácil y falto de todo rigor narrativo. Algo que termina de hacer insoportable el duro drama del que hemos sido partícipes gracias a la cercana y realista fotografía. [57/100]
TROIS SOUVENIRS DE MA JEUNESSE
The Golden Years, Arnaud Desplechin, Francia / Quincena de Realizadores
Arnaud Desplechin, uno de los enfant terrible del cine independiente francés, recupera a su alter ego, Paul Dedalus, para contar en My Golden Years, un nuevo episodio de su vida sentimental. Para ello, el realizador recurre a una narración en primera persona contada por el propio protagonista de la historia, ahora ya convertido en adulto, mientras un policía de aduanas le interroga por ciertas irregularidades encontradas en su pasaporte. El relato se divide en tres partes, la primera, Infancia, nos sitúan en contexto histórico y nos presentan al personaje desde que era un niño de nueve años, luchando con una madre deprimida y un padre hundido moralmente que pagaba con violencia sus frustraciones existenciales. El segundo capítulo, Rusia, muestra el viaje de estudios del joven a Minsk, en el cual aprovechará la oportunidad para ejercer de espía y de paso, crear inintencionadamente un doble de su persona. Estos dos episodios sirven para justificar ese interrogatorio que, finalmente entenderemos no se trata más que de un macguffin para llevarnos al capítulo final: Esther, el que realmente interesaba al director y que funciona como una historia completamente independiente del resto.
Esther narra la historia de amor entre Paul y la chica que da título al relato, una relación llena de altibajos y que, como podremos comprobar, durará eternamente. Al menos, en la eternidad fílmica mostrada por Desplechin. La caída del muro de Berlín funciona como referente histórico y, además, como analogía del fin de una era, y no nos referimos a la libertad alemana o la disolución de la URSS, sino al comienzo de la etapa adulta, en la que se aprecia un cambio en el comportamiento errático de los personajes, dejando de dar tanta importancia a sus obsesiones adolescentes propias del descubrimiento personal: sexo, alcohol, camaradería y drogas, por otras que representan unos valores más acordes a su madurez: preocupación por el futuro, descubrimiento intelectual, amor y ansiedades existenciales. La perspectiva en primera persona se verá sustituida en el último cuarto de película por una narración epistolar que servirá de intercambio de sentimientos entre dos personas que se aman de un modo muy particular. Distanciados a la fuerza y condenados a estar eternamente enamorados, tal y como evoca el poema Among School Children, de Yeats, al que se hace mención en el desenlace, y en el que unas concisas líneas constituyen una memorable declaración del poeta sobre el deseo inalcanzable, por medio de una metafórica separación entre la bailarina y el baile:
O chestnut tree, great-rooted blossomer, Are you the leaf, the blossom or the bole? O body swayed to music, O brightening glance, How can we know the dancer from the dance? [70/100]
Alberto Sáez Villarino
Enviado especial a la 68ª edición del Festival de Cannes