Extremismo emocional
crónica de la tercera jornada de la 68ª edición del Festival de Cannes
Tras la intensa jornada pasada y la aparición de la primera gran aspirante a la codiciada Palma de Oro, Son of Saul (Saul fia), llegaba, a primera hora, el nuevo largometraje del siempre controvertido Yorgos Lanthimos, que servía para poner lo que parece el cierre a una trilogía sobre la alteración del lenguaje y las relaciones de sus usuarios. A continuación llegaría todo un clásico: Woody Allen. Pese a la mayor o menor calidad de su trabajo, este director nunca falta a su cita anual con el cine, y la obra que nos presenta en Cannes, afortunadamente, parece situarse entre las mejores de esta nueva época del hipocondríaco realizador. Un interesante thriller del que salimos para, ahora sí, por fin, asistir a Our Little Sister del japonés Hirokazu Koreeda, de la que nos quedamos fuera el primer día. El batacazo y la desilusión absoluta llegaría en la última sesión del día con The Sea of Trees de Gus van Sant. Una indignante película que destroza una grandísima idea y la deja irreconocible y vulnerable a un ridículo que se prevé multitudinario a tenor de los silbidos en el primer pase de la tarde. El sonido de la primera gran decepción de Cannes 2015.
The Lobster
Yorgos Lanthimos, Grecia / Competición
Lanthimos parece haber cerrado su trilogía espiritual sobre la crisis y el lenguaje en las relaciones humanas. Tres películas en las que el director griego explora los efectos del distanciamiento sentimental en un pesimista e incierto futuro afectivo. Si en Canino esta experimentación venía de la sobreprotección parental y el completo aislamiento de los hijos con respecto al mundo real, modificando los patrones de conducta, del lenguaje y la dialéctica común; en Alps se buscaba la no aceptación de la pérdida por medio de sustitutos que reemplazaran a nuestros fallecidos seres allegados, modificando así la lectura del lenguaje natural del ciclo vital y presentando la impostura como el único dispositivo que prolonga la ilusión (imaginaria y tangible) de un orden anterior; The Lobster se mete de lleno en las relaciones amorosas, reduciéndolas a una mera convención social que se contrapone a la soltería como estado civil inaceptable en una nueva mutación social que rompe el más romántico de los lenguajes, el del amor verdadero.
The Lobster transcurre en esa dislocación semiótica cotidiana. Su reordenación supone una perversión grotesca del modelo afectivo y una visión paralela que se asemeja mucho al amor enlatado burgués presentado por Buñuel en toda su filmografía. De hecho, la visión satírica y jerarquizada de las falsas apariencias de la alta sociedad que el genio aragonés caricaturizó a lo largo de su obra, es apreciable en el humor negro y el crudo histrionismo impulsivo de las conversaciones que plantea Lanthimos y su exagerada falta de tacto. Esta idea de la pareja perfecta como única forma de establecer una sana y segura forma de vida es parodiada hasta límites completamente despegados del romanticismo o cualquier sentimiento de conexión. Realmente, lo único que los protagonistas toman en cuenta a la hora de decantarse por una pareja es que ésta comparta una determinada afección o padecimiento concreto. Así es como el realizador describe sardónicamente los nuevos indicativos de una afinidad que nunca se asemejó más a la conformidad y resignación, como puede apreciarse en ese dramático fundido a negro final que pone el colofón a un retrato de lo absurdo y lo anti-pragmático del amor. Es evidente que el amor no une los lazos sentimentales de muchas de las parejas de nuestros tiempos y así es como Lanthimos lo dibuja utilizando un estudio científico del comportamiento ante situaciones irracionales: En una institución muy singular, las personas son recluidas y obligadas a encontrar pareja en el plazo máximo de 45 días (ampliables según otra norma homicida no menos delirante), de no ser así, estas personas pasarán a ser transformadas en animales, que previamente han decidido en un contrato preingreso. Es en parte por eso que la película de Lanthimos se refiere de manera tan insólita y al tiempo eficaz al relato de la desconfianza y el individualismo, en tanto que hace partícipe al espectador del proceso de enrarecimiento del exterior y la total necedad de la devastadora realidad griega —extrapolable ahora al resto del mundo por la participación de actores internacionales y producción americana—.
Películas donde la participación del espectador es la misma que la de los estudiantes de psicología a los que les muestran los experimentos de Skinner y las ratas. El público es un ente pasivo, que observa el comportamiento de la gente mientras se pregunta y debate si lo que percibe de manera audiovisual es coherente, y por lo tanto posible, o simplemente pertenece al extravagante imaginario personal de una mente ilusoria. Una cruel y futurística fábula que nos lleva al “sick” filme experimental que construye su relato, un relato doméstico, en torno a los totalitarismos y sus herramientas de control social, resaltando, como en sus anteriores obras, la censura y la distorsión del código lingüístico, la privación de la libertad individual. Y una vez más, su fracaso se manifiesta a través del lenguaje, el de las miradas cómplices, los gestos de cariño y, en general, el discurso romántico, que queda destruido por completo a consecuencia del efecto devastador Lanthimos. [70/100]
Irrational Man
Woody Allen, Estados Unidos / Fuera de competición
En 1959, Robert Bresson dirigía una de las mejores adaptaciones de la novela de Dostoyevski, Crimen y castigo (1866) y, en definitiva, una de las mejores trasposiciones de todos los tiempos: Pickpocket. Woody Allen, en su cita anual con la gran pantalla, presenta un nuevo homenaje al genial escritor ruso mediante uno de los actores más en forma del momento: Joaquin Phoenix. Sin embargo, mientras la versión de Bresson funcionaba como una adaptación real de la misma historia, lo que hace Allen es un ejercicio de condicionamiento literario e ideológico fundamentalista, ya que en Irrational Man, a diferencia que en Pickpocket, los protagonistas de la película sí conocen la obra de Crimen y castigo y hacen constante referencia a ella, tanto de forma directa como indirecta. Ambas obras parten de la premisa principal de cometer un crimen como única forma de afrontar una vida personal y mejorada. Tanto Abe como Rodion tienen la idea de ser poseedores de una moral intachable y una capacidad suprema de emitir juicios irrefutables. De ahí que ambos personajes justifiquen sus más que censurables actos con la convicción de un régimen enfermo, donde los fundamentos sociales básicos están mal planteados y siempre perjudican al más débil, de ahí la idea de “matar un principio”.
El aspecto que más diferencia a los protagonistas de sendas obras es, sin lugar a dudas, la forma de mutar tras el incidente y su posterior aceptación de lo ocurrido. Mientras que para el personaje de Dostoyevski, ese acto violento supuso la alienación moral y anímica conducente a un estado de terror y paranoia continua, el Abe de Allen experimenta una transformación psicológicamente opuesta. Su mente se desinhibe, su inspiración reaparece y encuentra por fin el sentido de la vida, que hacía tiempo dio por perdido en la desidia y el abandono personal. De esta manera el protagonista llega a la conclusión de que su labor en este mundo es la de ayudar al necesitado, decidiendo quién es digno de la vida o la muerte y asumiendo una autoproclamada posición superlativa frente al resto del universo.
Pese a que la cinta comienza como la mayoría de los últimos trabajos del rey de la comedia neoyorquino, mostrando los líos de faldas de un intelectual que atraviesa una crisis existencial y se debate entre la elección racional: la mujer de su edad y posición social; y la opción impulsiva y atractivamente culpable: la joven alumna brillante que le idolatra y llena su universo de amor propio.
Empero, con la introducción en escena del primer elemento soviético —al menos morfológicamente hablando—, la ruleta rusa, la película se torna mucho más argumentalmente oscura, pese a que mantiene en todo momento la frescura, la rapidez y la luminosidad de imagen típicas del director. El ejercicio macabro-clásico le sirve como un ejemplo perfecto al profesor para mostrar a sus alumnos el concepto del 50% de posibilidad que, aunque en principio puede parecer un poco arriesgado —sobre todo cuando apuntas con un revolver a tu cabeza—, es mucho más de lo que la mayoría de la gente llega a conseguir jamás. Posteriormente llegará la planificación, marcada por una total convicción, la ejecución, llevada a cabo en el banco de un parque, recordando al famoso capítulo en el que Raskolnikov, sin fuerzas para seguir adelante con su crimen, se tuvo que sentar mientras sufría un ataque de pánico, y, por último, la aceptación e impacto del hecho en sí. En esta parte es donde Allen cambia por completo el guion con respecto a la novela. La investigación principal y el desenlace son dos elementos con los que el director más ha decidido aplicar su lógica inconformista y errática en el comportamiento de sus personajes. Así, del mismo modo que en Match Point utilizó un anillo de matrimonio como objeto condicionante de la resolución, en Irrational Man se introduce de nuevo un objeto que será la clave, de nuevo ayudado por la estadística de ese 50% absolutamente condicionante que previamente había explicado de manera tan gráfica, para la correcta aceptación de un desenlace tan absurdo e ignominioso como contundente. [70/100]
Our Little Sister
Umimachi diary (海街diary), Kirokazu Koreeda, Japón / Competición
El Shomin-geki es uno de los géneros cinematográficos específicos más representativos de Japón. Un cine centrado en la familia que se separa del melodrama debido a la ausencia de un excesivo y superficial componente que desencadene el peso de la acción. Precisamente, el director japonés Hirokazu Koreeda incide en este sub-genero con su última película Our Little Sister (Umimachi Diary), centrada en la vida cotidiana de una familia desestructurada de clase media-baja, de la que se subrayan los conflictos ordinarios surgidos a consecuencia de un aspecto tan tabú como el divorcio en una sociedad que continua muy anclada en sus costumbres más tradicionales. Este proceder del director ha hecho que su último trabajo sea comparado con el cine del maestro Ozu que, pese a pertenecer a otro contexto y momento temporal, sí que parece una de las inspiraciones más claras de este filme. El verdadero conflicto en este caso llega de los valores claramente machistas que chocan con unas nuevas generaciones que no llegan a entender del todo el sentido de su patrimonio cultural. Se muestra un Japón en pleno proceso de occidentalización —la incursión del fútbol y las grandes estrellas españolas, la nueva forma de vestir…—. En medio de tan pintoresco paisaje, nos encontramos con tres hermanas que asisten al funeral de su padre, que hace tiempo las abandonó al divorciarse de su madre para vivir con otra mujer.
En ese funeral es donde aparece el componente principal del metraje: la hermanastra pequeña, una adolescente adorable y muy madura que enseguida se gana el cariño y la confianza de las hermanas, sobre todo de la mayor, la más clásica de las tres y quien se ve identificada con Suzo. La joven será invitada a irse a vivir con sus recién conocidas hermanas, creando así que surjan los primeros conflictos entre los miembros de la familia, como la tía y la madre, quienes ven en la niña un recordatorio desagradable del fruto de su desgracia familiar. La narración continúa con la temática de la superación de la muerte y el dolor a las que los personajes han de hacer frente para alcanzar la redención. Todas o, al menos, la mayoría de películas de Koreeda conforman un discurso particular basado en temas recurrentes, tales como la muerte, la memoria, el recuerdo, la soledad, la sensación de abandono, la lucha por la supervivencia y el valor de la vida, siempre con ciertos toques autobiográficos. Para ello, el director recurre a un particular uso del lenguaje audiovisual, caracterizado por largos planos fijos, tomas largas y una puesta en escena natural muy detallada.
Como se puede apreciar en su filmografía, Koreeda siempre utiliza un desencadenante trágico que rompa la monotonía familiar, en el caso de Maborosi (1995), es la muerte del marido de la protagonista, que aprovecha para tratar el tema del suicidio por primera vez. En Distance (2000) se relatan las vivencias de cinco personas que se reúnen el día en que una secta religiosa realizó un atentado y, acto seguido, se suicidaron los integrantes. De nuevo, la muerte, el suicidio y la no superación de la pérdida. Nadie sabe (2004) hace todavía más evidente el modo en que la familia se reestructura tras una ausencia, pero aquí, este vacío no surge a raíz del suicidio y la muerte, sino como causa de una decisión racional y premeditada, el abandono. Algo que se relaciona directamente con Our Little Sister. En su antepenúltima película, Milagro (2011), el realizador continúa incidiendo en la ruptura de la familia japonesa tradicional y el mundo de la infancia. Se aprecia por lo tanto un componente dulcificador con el que el director se vuelve cada vez menos pesimista y busca un enfoque que no sólo incida en la pérdida sino también, como es el presente caso, en la capacidad de las nuevas generaciones por esforzarse en comprender a sus progenitores y superar las desavenencias ocasionadas por hechos dramáticos. [75/100]
The Sea of Trees
Gus Van Sant, Estados Unidos / Competición
Una familia se adentra en el bosque de Aokigahara y, al llegar a una pequeña parcela apartada del tráfico, se quitan los zapatos muy meticulosamente, los dejan bien situados en un rincón donde no molesten, como si estuvieran entrando a un santuario y, a continuación, el padre procede a repartir los deliciosos refrescos que ha preparado. Toda la familia muere instantes después a causa del veneno consumido. Todo forma parte de la tradición, la cultura de lo honorable y lo delicado del momento. En la mayoría de países, el suicidio es un acto prohibido, ya sea por las leyes jurídicas o por los dogmas religiosos, sin embargo en Japón no existe ese estigma. La muerte auto inducida nunca ha estado mal vista desde el punto de vista social, religioso o moral y, a excepción de dos ocasiones puntuales durante la Era Meiji (1968-1912), el suicidio nunca se ha declarado ilegal. Todo lo contrario, la tradición de terminar de forma voluntaria con la vida viene desde los tiempos de los honorables samuráis en el Japón feudal, cuando estos guerreros pedían permiso para cometer Seppuku como única forma de salvar su honor ante un hecho deshonroso o la caída de su Capitán. Un acto exclusivo hasta el extremo de que sólo le era concedido a aquellos que demostraran un valor y entereza ejemplares. En la época contemporánea, las reminiscencias del Seppuku se pueden apreciar como un acto de afrontar responsabilidades (aunque éstas consistan en matar a toda la familia por ser incapaz de alimentarla).
El bosque Aokigahara consiste en el espacio que mayor número de suicidios acumula anualmente, alrededor de 100 muertes intencionadas al año. Algo que ha llevado a las autoridades a instalar carteles de concienciación ciudadana a la entrada y diversas patrullas de apoyo que cubren una ínfima parte de la inmensidad forestal que se abre paso a los pies del monte Fuji. Como se puede apreciar, el concepto y el escenario son inmejorables para llevar a cabo una obra de docu-ficción de buen gusto y rigor que refleje la incertidumbre y la atmósfera enrarecida que un sitio así conlleva, como ya hicieron los españoles Gabriel Hernández y El Torres en su novela gráfica El bosque de los suicidas. Empero, la versión americanizada de Gus Van Sant representa una burla a dicho templo de las almas atormentadas, prostituyendo una impresionante historia para convertirla en un melodrama absurdo, de mal gusto y con un final absolutamente detestable. The Sea of Trees comienza con una pregunta —no explícita— clave: ¿Por qué va un americano a ir hasta Japón para suicidarse?¿Estando tan desesperado, no tendría más sentido acabar con el sufrimiento de manera inmediata?, cuestiones que quedarán sin respuesta o, al menos, sin una respuesta lógica, y no una trivialidad sin sentido como la que se han atrevido a insinuar. Con unos primeros 10 minutos apasionantes, en los que el director deja claro la importancia del escenario, por medio de unos planos generales majestuosos e imponentes, Van Sant se muestra conocedor de que el tapete fílmico se constituye en relación a los personajes y al relato, y que en muchas ocasiones son los personajes los que tienen que adaptarse al entorno y a la variabilidad e imprevisibilidad de éste, tomando el espacio las riendas de la narración; algo que ya había hecho muy bien, por ejemplo, en su película Gerry. Desgraciadamente, tras esos primeros 10 minutos, se abandonan los planos generales asfixiantes e inmensamente impenetrables para dar paso a unos primeros planos ridículos, que se apoderan de la historia como la narración paralela que se va introduciendo por medio de flashbacks y que cuenta la relación del protagonista con su mujer.
Van Sant tiene detrás un importante legado cultural, que no sólo se nutre del movimiento beat, sino también de la pintura, el cómic, la fotografía o la música. Prefiere componer a partir de tenues pinceladas que de secuencias minuciosas. Es una inspiración inmovilista, le gusta más el equilibrio de las imágenes que su fluidez. Cada plano tiene entidad por sí solo. Por este motivo funcionó tan bien su trilogía de la muerte y, por esta misma razón, ésta parecía una cinta perfecta para el tipo de visión del estadounidense que, desafortunadamente, queda en un errático y generalizado tropezón mayúsculo cargado de demagogia barata y descarada. Sin lugar a dudas, uno de los mayores despropósitos realizados hasta la fecha con una propuesta en principio tan sólida. [20/100]
Alberto Sáez Villarino
Enviado especial a la 68ª edición del Festival de Cannes