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    Cine Alemán Siglo XXI

    Cineclub | La Atlántida (Georg Wilhelm Pabst, 1932)

    La Atlántida (Georg Wilhelm Pabst, 1932)

    La dama de hielo

    La Atlántida (L’Atlantide / Die Herrin von Atlantis, Georg Wilhelm Pabst, 1932)

    A finales de los años 20 el cine había logrado alcanzar uno de sus mejores momentos artísticos en su breve historia: su lenguaje estaba desarrollando cotas expresivas de gran riesgo, emoción y belleza, forjando obras maestras de calidad incuestionable que otorgaron al recién nacido medio la condición de arte capaz de medirse con la literatura, la pintura o su eterno gran rival el teatro. Pero justo entonces el cine mudo llegó a su fin y la llegada de la técnica del sonoro dio la vuelta a todo, haciendo caer a muchos grandes e imponiendo unos nuevos métodos de rodaje y realización de películas a sus artífices que en su mayor parte quedaron apabullados por el sonido olvidando su esencia: la imagen. El cine alemán poseía entonces una de las industrias más poderosas e influyentes del mundo. Directores como Fritz Lang, Friedrich Wilhelm Murnau o Georg Wilhelm Pabst eran admirados y reverenciados por sus revolucionarias obras. Este último en especial por la profundidad psicológica de sus personajes y sus bellas composiciones plásticas, que llevarían a que la mítica actriz Louise Brooks, en su huida de un Hollywood que la estaba desaprovechando, acudiera a Alemania en busca de un director que contara con ella para realizar esas grandes películas con las que soñaba. Pabst había dirigido en el año 1925 a dos fantásticas actrices, Asta Nielsen y Greta Garbo, en Bajo la máscara del placer (Die freudlose Gasse, 1925) y Brooks quería eso mismo para sí. Con el genial director alemán rodaría dos de sus películas más recordadas: las sensacionales La caja de Pandora (Die Büchse der Pandora, 1929) y Tres páginas de un diario (Tagebuch einer Verlorenen, 1929).

    El advenimiento del sonoro dañó a Pabst pese a que todavía lograría realizar grandes filmes, pero esta nueva técnica afectó sobremanera a su concepción del ritmo cinematográfico, que se tornaría irregular y poco ágil aunque mantendría toda su fuerza visual. Ejemplo de esto es su versión de 1932 de un relato que primero había sido una novela de éxito, la excelente La Atlántida (L’Atlantide, 1919) del escritor francés Pierre Benoit, llevada al cine dos años después con gran acierto por Jacques Feyder bajo el mismo título, La Atlántida (L’Atlantide, 1921). Pabst fue el elegido para rehacer en formato sonoro este clásico, entonces joven, del relato de aventuras, y como era práctica habitual en estos confusos inicios de esta nueva técnica que llevaba el sonido allí donde antes sólo había música se rodaron tres versiones distintas en tres idiomas diferentes. El doblaje era una técnica que todavía no se había desarrollado y para estrenar una película en distintos países debía rodarse en la lengua vernácula de los mismos. Así, La Atlántida de 1932 en versión de Pabst fue en realidad no un solo filme, sino tres: el francés (L’Atlantide), el alemán (Die Herrin von Atlantis) y el inglés (The Mistress of Atlantis). Todos ellos con un equipo artístico diferente formado por actores de cada respectivo país salvo el papel de Antinea, la misteriosa reina del imperio perdido, interpretada en las tres versiones por Brigitte Helm, una actriz que ya había trabajado con Pabst en numerosas ocasiones aunque hoy es recordada por siempre por su papel de María (y su alter ego robótico) en Metrópolis (Metropolis, 1927) de Fritz Lang. De estas nuevas Atlántidas la que he tenido oportunidad de ver es la versión francesa, así que todos los comentarios subsiguientes estarán referidos a ella.

    La Atlántida (Georg Wilhelm Pabst, 1932)

    La Atlántida (L’Atlantide, 1932) de Georg Wilhelm Pabst se abre con una emisión radiofónica donde el locutor nos explica la teoría que nos planteaba Benoit en su novela acerca del origen del legendario reino: la isla no fue tragada por las aguas sino que permaneció oculta entre las dunas del desierto del Sáhara hasta el día de hoy. Unos soldados franceses escuchan la transmisión en un puesto en Argelia. Uno de ellos es el teniente Saint-Avit (el actor Pierre Blanchar), que pronto decide contarle a su compañero su rocambolesca historia y su encuentro con Antinea, la reina de la Atlántida. Así, en menos de cinco minutos Pabst ya nos ha sumergido de lleno en la aventura en la cual compartirá protagonismo con el capitán Morhange (Jean Angelo repitiendo su interpretación en la versión de Feyder de 1921). El guion de Hermann Oberländer y Ladislaus Vajda (padre de Ladislao Vajda, director de cine que desarrollaría la mayor parte de su carrera en España dejando un buen puñado de obras maestras tras él, tales como Carne de horca en 1953, Marcelino pan y vino en 1955, Mi tío Jacinto en 1956 o la magnífica y estremecedora El cebo en 1960) deja a un lado las complejidades del relato original y va al meollo, perdiendo por el camino todo el sabor del misterio y lo desconocido desplegándose con minuciosidad ante nuestros ojos. Sólo la belleza de los encuadres y las cuidadas panorámicas de Pabst nos transmiten estas sensaciones, si bien es en el ritmo de la película, como ya hemos indicado, donde el director alemán no logra dar con la tecla que nos arrastre y nos fascine en la aventura. Ejemplo de esto es la secuencia que nos muestra al teniente Saint-Avit perdido en la ignota ciudad, donde una cámara con movimientos de extrema elegancia y unos planos de exquisita composición están al servicio de una narrativa que no termina de sugerir la sensación de confusión del teniente ni lo extraño del lugar y la situación en la que se encuentra. Un tramo que prescinde casi en su totalidad de la palabra y en el cual Pabst ofrece ráfagas de maravilla visual reluciendo en un estanque de aguas demasiado apacibles. El relato no fluye, se demora y se pierde entre las hermosas imágenes, esclavas de un libreto algo facilón y exento de toda capacidad de sugerencia. Incluso con alguna marcada torpeza, como es el ataque de Torstenson (Mathias Wieman), un alma torturada por el cruel desprecio de Antinea, al teniente Saint-Avit, carente de brío y de credibilidad.

    Antinea, la reina de la Atlántida, es el epítome de la mujer fatal por antonomasia. En ella confluyen todos los deseos de venganza de su género sobre los malvados machos de la especie. Los despiadados hombres saborearán ahora las hieles del desprecio después de la más sublime pasión. Su corazón es de hielo. Y también es la gran reina blanca de una civilización perdida que tantas veces hemos vistos en los relatos de aventuras. Interpretada por Brigitte Helm, su belleza indómita nos es mostrada siempre con un peinado y un perfil propios de un busto clásico, el canon de la belleza griega esplendiendo en el corazón del desierto. En una de las escenas más bonitas de la película la veremos enfrentada a Saint-Avit en una partida de ajedrez que nos muestra la relación de insultante dominio y superioridad que Antinea ejerce sobre los hombres. Lástima que las reacciones de los personajes ante los distintos acontecimientos, su psicología, resulten demasiado básicas, elementales, sin alcanzar nunca un grado de abstracción que hubiera conseguido elevarlos por encima del tópico más melodramático. El guion elimina además algunos de los elementos más fascinantes y extraños de la novela, como es el caso del tétrico salón de los sarcófagos donde Antinea conserva momificados a sus amantes muertos, optando por unos encontronazos carentes de tensión entre la reina y sus dos nuevos juguetes, los soldados franceses Morhange y Saint-Avit. Todo parece incluso resumirse en cómo de una Antinea descendiente de la misma Cleopatra, en la versión de Pabst resulta que es hija de una bailarina de can-can francesa y de un príncipe targuí (que la reconoce como tal, pero de la que en realidad ni es su verdadero padre), por lo que todo el sentido de venganza ancestral y el significado de poder que conllevaría la figura mítica de Antinea quedan rebajados a una señora algo caprichosa que hace lo que se le antoja con sus amantes. O al menos con casi todos, porque será la negativa de Mohrange a seguirle el juego lo que desencadenará el drama.

    La Atlántida (Georg Wilhelm Pabst, 1932)

    Queda de tal modo La Atlántida como un espectáculo visualmente subyugante pero intrascendente en su narración. Todas las tramas están apuntadas, pero nunca desarrolladas ni elaboradas con la debida atención hasta su final. El ejemplo más triste de esto es la relación entre Saint-Avit y la hermosa esclava Tanit Zerga (Tela Tchaï). No sólo han sido eliminados todos los elementos míticos y fantásticos, sino hasta los más elementales de la progresión narrativa. Sólo la cámara ágil y la ya referida extrema belleza de la gran mayoría de los planos de Pabst nos arrastrarán sin rechistar hacia el desenlace. En este, la desesperada huida a través del desierto de Tanit y Saint-Avit, se prescinde definitivamente de la palabra y la película nos deja los momentos más intensos, hermosos y ahora sí emocionantes. Pabst, aliado con los directores de fotografía Joseph Barth y Eugen Schüfftan (este último llegaría a trabajar para Frank Tuttle o el genial Georges Franju), experimenta y juega con la planificación y las sobreimpresiones de imágenes. No por su brevedad este segmento se nos antoja menos poderoso. Y por primera vez utiliza el sonido a su favor: el ruido de los motores de un avión rompiendo la soledad y rasgando el silencio del desierto fundiéndose en maravillosa transición con el sonido de las aspas de un ventilador en la habitación del hospital donde Saint-Avit se recupera de su infernal travesía. Una elipsis magistral que nos recuerda el gran director que siempre fue, incluso en sus días menos inspirados, Georg Wilhelm Pabst.

    José Luis Forte
    Redacción Cáceres


    Ficha técnica
    Francia, Alemania, 1932. Título original: L’Atlantide / Die Herrin von Atlantis. Director: Georg Wilhelm Pabst. Guión: Hermann Oberländer y Ladislaus Vajda, según una adaptación de Alexandre Arnoux, con diálogos de Jacques Deval, de la novela de Pierre Benoît. Productoras: Societé Internationale Cinématographique (S. I. C.) y Nero-Film AG. Productores: Romain Pinès y Seymour Nebenzal. Estreno: 10 de junio de 1932. Fotografía: Joseph Barth y Eugen Schüfftan. Música: Wolfgang Zeller. Montaje: Jean Oser. Dirección artística: Ernö Metzner. Intérpretes: Brigitte Helm, Pierre Blanchar, Tela Tchaï, Georges Tourreil, Vladimir Sokoloff, Mathias Wieman, Jean Angelo, Florelle, Gertrude Pabst, Rositta Severus-Liedernit, Martha von Konssatzki, Jacques Richet.


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