El prodigio en 35 milímetros. Una mirada al cine de Paul Thomas Anderson
Los primeros pasos tras la independencia, la Guerra de Secesión, la conquista del Oeste —o aquello que se empeñan en llamar las guerras anticoloniales, en el que supuso el primer juego de palabras victimista que sitúa a Norteamérica como la mártir de un cruel atentado contra poblaciones indígenas—, el primer golpe de autoridad durante la Primera Guerra Mundial, el liderazgo como potencia mundial tras la Segunda… La historia estadounidense ha quedado reflejada en el cine desde sus inicios —El nacimiento de una nación, (The Birth of a Nation, 1915)—. Una historia llena de éxitos y héroes, pero también repleta de violencia y damnificados ante un espíritu competitivo y ultracapitalista. El director y guionista Paul Thomas Anderson estudia detenidamente, a lo largo de su carrera, la cara “b” de esa sociedad, aquellos que no son héroes ni villanos, sino los afectados por las decisiones que estos han tomado y que han influido en su forma de vida irremediablemente. En el cine de Anderson la lógica emocional prevalece sobre la lógica narrativa, dando lugar a una serie de retratos antropológicos individuales que se relacionan, gracias a una estricta regla de aleatoriedad, dentro de un universo inestable e imprevisible. Pero no nos malinterpreten, la narración lo es todo en la filmografía del realizador californiano, la forma de construir la historia mientras se va creando una atmósfera que favorezca la complicidad de las acciones de cada personaje, su desarrollo y su interacción con el resto del reparto, es lo verdaderamente importante, quedando la trama principal como una excusa, en ocasiones, sin ningún tipo de relevancia argumental —Macguffin, que lo llamó Hitchcock—. El objetivo de Anderson no es aleccionador. Tampoco busca la generalización y el estereotipo de la globalidad de la sociedad americana mediante una sola película. Lo que hace —y hace realmente bien— es seleccionar un momento y lugar concreto para, sobre él, desarrollar un complejo cúmulo de situaciones, bajo una estructura estratificada y jerarquizada, marcadas por unos patrones que responden a su visión personal del cine y de la autoría.
Paul Thomas Anderson (PTA) es consciente de que los recursos cinematográficos se han ido agotando con el paso del tiempo, y por ello Hollywood se ha convertido en una fábrica de clones y remakes que repite el mismo esquema una y otra vez. Los géneros cinematográficos son abordados —explotados— como si nada hubiera cambiado desde los orígenes, y los actores reproducen de manera mecánica sus interpretaciones. Conocedor de esta evolución degenerativa, PTA no se deja llevar por modas ni tendencias, para él el glamour del cine es la verdadera enfermedad de éste. Así se podría decir que Boogie Nights representa una alegoría de su interpretación cinematográfica. El director prefiere el cuerpo desnudo y genuino a la falsedad ornamental. Él busca personas de carne y hueso, no actores robotizados incapaces de empatizar con el personaje al que encarnan. En cada película, el autor selecciona un género cinematográfico que amoldará a su propio universo aplicando sus directrices personales. Desde el thriller criminal visto en Hard Eight (1996) hasta el film noir clásico que adapta en su última película, Inherent Vice (2014), pasando por la comedia romántica (Punch-Drunk Love, 2002), el drama sureño (There Will Be Blood, 2007), el drama religioso (The Master, 2012), o las historias cruzadas (Boogie Nights, 1997 y Magnolia, 1999). La finalidad de estas películas puede resultar difusa a consecuencia de la aparición espontánea de elementos y situaciones absurdas que dan sentido al comportamiento arbitrario de unos personajes, cuya relación con el entorno y la transmisión de sus estados de ánimo serán las piezas fundamentales de esta cronología del azar.
Y aquí hemos llegado al concepto clave de la filosofía andersoniana, la fuerza del azar sobre el avance natural del tiempo. Las coincidencias no existen, simplemente son parte de un amplio factor probabilístico que termina por decantar cualquier acción de la multitudinaria población que mora en cada cinta. En el cine posmoderno dirigido por Anderson, el héroe clásico deja su sitio a una pléyade de antihéroes, todos ellos fieles al concepto del patético fracasado emergente de la corriente pesimista de Hollywood y sus simpáticos perdedores, sin honor, sin causa y hasta sin caballo. Su única misión quedará reservada por lo tanto a la conservación de una dignidad que se verá puesta en entredicho por un guion indolente. Este concepto melancólico de multiprotagonista se acerca mucho más al ciudadano americano medio de lo que lo ha hecho cualquier producción clásica o moderna. Quizá, el verdadero problema es que sus ficciones se parecen demasiado a la realidad, planteando los defectos de una sociedad que no está acostumbrada a que le señalen sus errores y, muy probablemente, no está dispuesta a mirarlos siquiera. Pese a ello, este acercamiento a la fragilidad del hombre, resulta mucho más humano que cualquiera de sus heroicos antepasados, caracterizados por monopolizar la escena cinematográfica e inundarla con su esplendor y su vanagloria. Por ello, estas películas se definen principalmente por explorar el imaginario individual de cada uno de sus múltiples protagonistas, todos en igualdad de condiciones dramáticas y exegéticas, para originar el concepto de multitrama que complementa al de multiprotagonista. El resultado es un rompecabezas argumental liderado por tantas líneas narrativas diferentes como personajes existen, que se cruzarán en algún momento por la intervención del poderoso azar, ofreciendo una visión periférica de un amplio sector de la sociedad, tan diferente entre sí, y a la vez tan similar que parece sacado de un árbol genealógico común.
Técnicamente hablando, enfocar y encuadrar a ese puñado de almas solitarias inquietas no parece tarea fácil, sin embargo, el realizador ha alcanzado una destreza asombrosa en lo que supone una de sus mayores señas de identidad: el manejo de la cámara. La cámara alcanza en todas las películas un protagonismo absoluto, tanto a la hora de distribuir el supuesto foco de atención, con esos rápidos y dinámicos barridos horizontales, como, por supuesto, cuando se necesita un instante reflexivo para la correcta exploración y comprensión de un personaje. En ese momento la lente luchará incansablemente por la posición de encuadre perfecta, forcejeando con su objetivo hasta, por fin, ganarle la espalda en un travelling de seguimiento. Desde ahí, su control será absoluto, intercambiando planos laterales, frontales o manteniéndose en la retaguardia para ir descubriendo, en primera persona, las vicisitudes del héroe. Estos espectaculares planos secuencia suelen arrancar en un pasillo o espacio estrecho para, a continuación, ir abriendo la perspectiva gradualmente hasta la completa revelación del mensaje. Un mensaje que será en todos los casos similar, dará esperanza al que lo merezca y condenará al cobarde de manera implacable, como se muestra en los siete trabajos dirigidos por el realizador hasta la fecha, los cuales pasamos a analizar a continuación.
Sidney (Hard Eight, 1996).
La esencia de Hard Eight podría quedar resumida por su escena inicial. Los cinco primeros minutos del debut en el largometraje de Paul Thomas Anderson, son toda una declaración de principios que amalgama, con resolución y elocuente dinamismo, las que luego pasaron a constituir algunas de sus señas de identidad más características. La secuencia comienza mostrando la perspectiva de Sydney, en primera persona, mientras camina hacia una cafetería en cuyo zaguán se encuentra John, un hombre de mediana edad, cabizbajo y con el aspecto de haber tenido un mal día. Sydney le ofrece su ayuda a John para conseguir el dinero que necesita para el entierro de su madre, una acción que genera la trama y justifica todos y cada uno de los acontecimientos que ocurrirán durante el resto del metraje. Vemos como la cámara oculta el rosto y la apariencia de Sydney mucho más de lo que cabría esperar. Sabemos quién es, qué hace y qué se propone, pero no sabemos cómo es. Este truco será repetido por Anderson más adelante, ocultando el foco de atención de la película, para crear una sensación de desconcierto en el espectador, a quien no le quedará otra alternativa que esperar paciente hasta que el director haya analizado detenidamente la causa, para luego, sin prisas ni anticipos, mostrar la consecuencia. Aquí se nos plantea el primer interrogante: ¿Quién es el protagonista principal de Hard Eight? Podría ser John, si consideramos que es la persona que más tiempo lleva en pantalla hasta el momento, y la primera a la que hemos visto. Empero, también podría ser Sydney, cuyo punto de vista nos ha guiado desde el comienzo y ha marcado tanto el avance de la cámara como el curso de la conversación. Esta apertura vendría a definir perfectamente la forma de entender el cine de Thomas Anderson, donde la composición idiosincrática de cada personaje prevalece por encima de la construcción narrativa, siendo ésta una excusa intrascendente que justifique las acciones del verdadero protagonista.
En este caso es el propio título de la película el que nos lo pone fácil a la hora de presumir quién puede ser ese catalizador de la trama, ese nexo común que tendrán todos los personajes (que no historias). Sydney; así es como el director pensaba llamarla antes de que, por un capricho de producción, le arrebataran el que debiera ser un privilegio inmanente a todo autor: dar nombre a su obra. Con la relación de este par de desconocidos ya establecida, ambos individuos se dirigirán a Reno para tratar de conseguir en los casinos el dinero que necesitan. Sin embargo, a estas alturas poco le importará al espectador la suerte que corran con las apuestas o el entierro de la madre de John —que, por otra parte, luego resultará no ser más que un macguffin—. Lo que realmente despierta el interés del público es el por qué. ¿Por qué Syd ayuda a John desinteresadamente? ¿Qué segundas intenciones se esconden en su ofrecimiento? Obviamente, en la individualista sociedad norteamericana de los 90, representante de la voracidad empresarial ególatra, nadie da nada sin esperar algo a cambio. Y eso se aprecia en la precaución y el recelo con los que John acepta la ayuda, amenazando con destrozar, por medio de tres tipos de karate diferentes, al buen samaritano si intenta hacer algo raro.
Una vez comprobado que la ayuda, en primera instancia, es sincera y desinteresada, el espectador cambia de estrategia analítica, pasando de una actitud defensiva —en espera de una traición o trampa—, a una exigente posición de incredulidad, que ansía averiguar el foco de ese comportamiento desprendido —la buena voluntad de las personas sigue sin ser una opción plausible—. La película ofrece las respuestas que buscamos, desnudando a los personajes lentamente hasta que somos capaces de ver a través de ellos. Aquí es donde el realizador decide dejar fuera de escena aspectos de la “falsa trama” que considera irrelevantes para la consecución de su objetivo. Una prolepsis de dos años, en los cuales asumimos que no se ha producido ningún aporte relevante para la valoración resolutiva de nuestros intereses, nos lleva a la presentación de dos nuevos personajes: la chica y el ratero. Su presencia puede producir una cierta frustración y confusión, ya que complican la simplicidad del binomio inicial y nos alejan ineludiblemente de nuestro objetivo. Pese a ello, no tardaremos en darnos cuenta de que Jimmy y Clementine componen nuestra mejor baza para desvelar las incógnitas planteadas. Clementine será una figura complementaria, algo que afianza ese núcleo familiar que obsesiona al director, componiendo el relevo necesario de la función afectivo-protectora de Sydney sobre John. Jimmy, por otro lado, será la amenaza que atenta contra la estabilidad de ese idílico escenario familiar. Por lo que su personaje se verá enfrentado al héroe, que a estas alturas ya no quedará duda alguna sobre quién es.
El ritmo narrativo, pese a estar sujeto en todo momento a las rigurosas dosificaciones reveladoras que el director suministra paulatinamente en el apartado argumental, se muestra vigoroso y bastante dinámico en todo momento. Esto se consigue gracias al buen criterio de alternar los primeros planos, cortos y rápidos, de objetos —plano detalle— y personas —plano-contraplano—, destinados a reflejar el carácter impulsivo del personaje y las imprevisibles consecuencias de sus actos, con los larguísimos planos secuencia de descubrimiento, gracias a los cuales el realizador nos permite participar reflexivamente en el proceso diegético del filme. No obstante, cualquier valoración intuitiva que podamos hacer, se verá condicionada por un determinado porcentaje de error, siempre presente en el cine de Anderson, que viene a demostrar otra de las inquietudes de este sensacional autor: las casualidades no existen, nuestro futuro depende de la suma de dos factores, aptitud y decisión, con la inevitable variable del azar. Y esto lo viene a representar la sensacional escena de Philip Seymour Hoffman, una secuencia que da sentido al título de la cinta y confronta al héroe con el antihéroe por medio del azar. El “hard eight”, una puntuación en dados que equivale a sacar 2 cuatros al mismo tiempo, marca el éxito o el fracaso. Pero ya sabemos que en esto del azar, si juegas impulsivamente motivado por un provocador, lo más probable es que termines perdiendo dos mil dólares. Y el tiempo de encender un cigarrillo es todo lo que necesita “el joven jugador de dados” para derrotar al protagonista, aunque su reacción, cambiando completamente su actitud abusiva por una mucho más condescendiente y de arrepentimiento, parece indicar que él es el vencido. ¿Por qué? Ya no importa, tres minutos es todo lo que Anderson quería dedicar a la explicación del título y su impacto con los personajes.
Boogie Nights (1997).
Boogie Nights comienza con un extraordinario plano secuencia en el que se presenta, de un solo “golpe”, a seis personajes principales de la película. Anderson perfecciona el empleo de largas tomas sin cortes que ya había puesto en práctica en Hard Eight, y lo sublima en este segundo trabajo. En concreto destacamos tres que, tanto por su significado como por su discreción, consiguieron otorgar un excepcional soporte a ese eterno retorno que trata de ejemplificar cinematográficamente. La primera es, naturalmente, la mencionada escena inicial. Con ella nos damos cuenta no sólo del tipo de personas con las que trataremos en esta historia, sino también de la cantidad. El realizador incide por primera vez en el concepto de multi-protagonista que definiría posteriormente su trabajo. El segundo plano a destacar es la secuencia que cierra el filme; el conductor de la acción es el mismo que inició la trama, de hecho la escena nos despierta un cierto déjà vu con el que comprendemos finalmente que la historia se repite, pese a los cambios de formato y metodología. El último de estos planos se produce aproximadamente a la mitad de metraje, y sirve para despedir la década de los 70 y dar la bienvenida a los 80. Ya conocemos a los personajes, sospechamos de las astucias de cada uno y, sin embargo, el director nos mostrará que siempre hay sitio para la sorpresa. La perspectiva de este plano, a diferencia de los dos anteriores, queda dividida en varios puntos de vista, el nivel de tensión se va incrementando lentamente, llegando a su punto álgido en una premonitoria cuenta atrás, aquella que pondrá fin a la década que se cierra con el descubrimiento de una nueva estrella del cine pornográfico. Unos llegan y otros, simplemente, se van.
La película nos sitúa en una explícita metacinematografía pornográfica. Las vidas de todos los protagonistas de Boogie Nights giran en torno a esta manifiesta sexualidad argumental; desde el director, el técnico de sonido y los actores, hasta los magnates del sexo; productores que buscan el éxito comercial a cualquier precio. Mientras que otros ejemplos de cine más recatados visualmente esconden, mediante una evidente pretenciosidad elocuente, un trabajo más que censurable de pornografía semántica, lo que Paul Thomas Anderson oculta tras este desfile erótico, es una implacable crítica a la hipócrita moral estadounidense de finales de los 70. Dos escenas clave nos remitirían directamente a esta idea oculta: la primera refleja la lucha de Amber Waves, actriz y mujer del director de cine erótico, Jack Horner, por la custodia del hijo que tuvo con su anterior marido. La segunda muestra a Buck Swope, actor, solicitando un préstamo bancario para comenzar un nuevo negocio de equipos de sonido. Ambas serán saldadas con sendas negativas, dos ocasiones en las que “la sociedad no pervertida” cierra las puertas a estos seres estigmatizados para impedir que se relacionen con el ciudadano estadounidense medio, aquél que se escandaliza con la simple mención de la palabra sexo en público, pero que consume diariamente en la intimidad de su hogar ese producto de forma compulsiva —almacenes repletos de cintas X dan buena cuenta de este detalle—. Lejos queda aquella escena sesentera en la que el porno y el sexo son asumidos libremente como un medio saludable de relación social, las nuevas generaciones de los 70 rechazaban los encuentros sexuales como medio de satisfacción personal, transformando a los libre-pensadores (sexualmente hablando) de antaño en los nuevos consumidores de sexo enlatado actuales, el sexo como ejercicio ignominioso, individual y frente a una pantalla de ordenador, justo lo que trataba de evitar Horner con aquel sueño en el que las películas para adultos no se reducían a un visionado de 15 minutos, sino a un interés genuino por la trama y el argumento del mensaje.
El realizador, por tanto, expone su mensaje de forma sutil, aunque oculto en un formato contundente que distraiga la atención del receptor. La obra representa algo, una realidad empírica basada en la moral y la condición humana, pero lo hace de manera eufemística. La meta es la misma: criticar unos valores con los que no se está de acuerdo, pero la presentación asegura que el espectador asimile esa crítica con una sonrisa bobalicona. La claridad del mensaje disminuye, por el contrario el nivel de expectación permanece elevado en todo momento. Algo que se logra no sólo con la ocasional imagen de unos pechos desnudos, sino también con la rapidez del diálogo, la sensacional coreografía fotográfica y la participación del reparto coral de todo un elenco de estrellas en un momento de forma inmejorable. Pese a ese multiprotagonismo, se observa cómo la película no llega a respetar por completo el patrón de multi-trama al que está asociado este tipo de cine. Cada personaje cuenta su propia historia, empero, todas ellas están relacionadas entre sí de manera narrativa, no existen diferentes relatos ya que los personajes se conectan desde el comienzo, no como ocurre en otras películas del director en las que las historias se relacionan en un momento avanzado del metraje por medio de un personaje o una acción concreta.
Desde los primeros minutos se hace hincapié en el “don” de quien se perfila como “protagonista principal” —término que puede parecer redundante, pero no lo es si tenemos en cuenta que las películas de Anderson no tienen un único protagonista—. Éste parece haber sido bendecido con una dotación extraordinaria a la que el guion no deja de hacer referencia desde el comienzo, cuando lo vemos en la cama con su novia. El personaje es un adolescente simpático y carismático que evoluciona en la seguridad que le confiere su condición “superdotada”. Desde el principio dibujamos a Eddie Adams como un ser hipersexualizado, por lo que, conociendo el estilo narrativo del director, mediante el que descompone a sus personajes para que al final queden completamente al descubierto, sabemos que la fase de reconocimiento del héroe no estará completa hasta que hayamos podido comprobar esa dádiva semi-divina de la que todo el mundo habla. Y así, llegará el momento en el cual esa gracia aparezca, en todo su esplendor, como si estuviera expuesta a una fuerza de la gravedad superior a la experimentada por cualquier otro cuerpo terrenal, una visión ideada para dejarnos tranquilos (o intranquilos) en un estado de consciencia absoluta. La hipermasculinización, por el contrario, llegará algo más tarde, cuando la fuente de ingresos de Adams se convierta en un océano de beneficios. El héroe comenzará entonces su mutación, partiendo del nombre: Dirk Diggler —apodo asumido en una epifanía reveladora del protagonista, que encierra una semejanza con el coloquialismo anglosajón para “pene”, empleado asimismo como insulto, “capullo”—. Posteriormente modifica su apariencia, peinado y ropa —aquí son apreciables las claras imitaciones de estilo de sus admiradores—, y por último los accesorios propios de toda estrella mediática: casa, coche, drogas… En ese momento, comienza la debacle, un punto de inflexión cuyo inicio representa a un Adams completamente integrado en su alter ego, sin la hipersexualidad que comentábamos. El gran Diggler da paso a Dirk el impotente, y con él caerán, de una forma u otra, todos los que lo rodean.
El problema de atracción que genera Diggler (y Adams) sólo le acarreará sufrimiento, ya que queda expuesto a una conducta irracional de sus seres allegados, quienes lo controlan obsesivamente y lo necesitan cerca en todo momento; siendo Dirk la misma causa de sus dichas y desdichas. Su madre biológica, dramáticamente enamorada de él en secreto, lo odia por ser su hijo y no su amante. Del mismo modo desprecia a su marido quien, a su vez, está acomplejado bajo la “alargada” sombra de su hijo. La relación es insostenible, por eso terminan dejando que se vaya de casa sin impedimentos, lo que para los padres supone un alivio al desprenderse de la fuente de sus frustraciones. Por otra parte, su “madre adoptiva” también estará enamorada de él, un sentimiento que queda parcialmente mitigado debido a su inevitable relación laboral. Amber confiesa repetidamente su amor, interpretado por el resto de personas como una manera maternal de hablar, pero pronto nos daremos cuenta de que no es así, al menos, no exclusivamente. Una vez más, el concepto de familia abordado de forma muy peculiar. El resto del mundo, o todos esos seres que se mueven alrededor de Dirk y forman parte de su entramado familiar, disfrutan de la buena vida que una firma como la del chico de oro les aporta a todos ellos de manera secundaria. Las películas son un éxito, comienzan a introducir tramas más originales y complicadas que requieren de cierto nivel interpretativo (con la ropa puesta) mucho más profundo. Por ello, les resultará más difícil salir adelante cuando la suerte del talismán se haya agotado. Sabemos que los personajes de Boogie Nights tienen pasado simplemente por el hecho de que representan a personas reales. Sin embargo, no tienen historia propia, ya que la ficción la aniquila por completo. Conocemos a todos ellos en un momento puntual de sus vidas, y sólo construiremos su imagen a partir de ese preciso instante, como si fueran personas que han nacido cuando comienza la película y en ese estado de envejecimiento.
Finalmente, todo se dirigirá a una pérdida absoluta de valores dentro de la única institución que, en principio, parecía fiel a ellos en la representación de la sociedad andersoniana. La violencia será el denominador común de las historias, violencia explícita y violencia conceptual reflejada a la hora de filmar/hacer sexo. El director recurre a la clásica violencia funcional, donde existe una justificación narrativa para la crueldad. El resultado es desesperanzador, reprochable e incómodo. No se busca la espectacularidad de las acciones como recurso vigorizante del ritmo, sino que se presenta un cúmulo de consecuencias desagradables, motivadas por el odio, que responden a una serie de actos previamente asumidos voluntariamente. El eterno retorno y las segundas oportunidades llegarán (para algunos), pero antes habrán de pasar por una expiación despiadada que se fundamenta en una justificación causal; la violencia como castigo moral es, para Thomas Anderson, el mejor modo de perdonar y aprender a ser mejores.
Magnolia (1999).
El tercer largometraje de Paul Thomas Anderson se inicia con un prólogo, aparentemente sin ninguna relación con el argumento de la película, en el que se explican tres sucesos reales, cada uno más extravagante que el anterior. Los tres paradójicos casos están protagonizados por un cúmulo de sorprendentes coincidencias que les dan un cierto aire irracional e incluso delirante, pero todos ellos quedan explicados con una lógica verosímil que viene a demostrar el estilo narrativo de un director cada vez más afianzado en su teoría del determinismo humano bajo la constante influencia del azar, nunca de la casualidad ya que ésta, por no estar sujeta a la lógica probabilística, es inexistente en el posmodernismo andersoniano. Una vez que se han sentado las bases ideológicas, comienza la “verdadera” historia que, en este caso, coincidirá con la única de todas ellas que no respeta una fundamentación verídica, sino que forma parte del imaginario ficticio del realizador. Pese a ello, sí seguirá esa idea principal expresada en una frase que dicta el narrador omnisciente, “cosas así suceden todo el tiempo”. Y ahora sí, el director alcanza la maestría en el desarrollo argumental del multi-protagonista y la multi-trama, y lo consigue gracias al montaje paralelo de varias historias diferentes que se unirán por medio de unos títulos de crédito, no los de este filme en concreto, sino los del programa televisivo en el que se centra. Magnolia pasa de la metapornografía empleada en Boogie Nights, a la metatelevisión, analizando los entresijos y el entramado jerárquico de una industria tan inestable como la televisiva.
De entrada nos encontramos con la presentación individual de cada historia, todas ellas serán planteadas con el objetivo prioritario de representar la soledad. Aquí hallamos el primero de los temas de la cinta. Aimee Mann pone la música a esta sensacional introducción con su “One”, canción que suena de fondo y explica que el 1 es el número más solitario mientras aparecen en pantalla una sucesión de personajes que destacan por su aislamiento, como el claro ejemplo del único policía sin compañero, sin nadie a quien contarle sus preocupaciones e inquietudes. Estas historias compartirán ciertas subtramas como el amor, la enfermedad o la dramática combinación de estos términos. Veremos como a medida que estas vidas se van relacionando en su desesperada búsqueda del amor, quedan marcadas por un enfermizo vínculo que las confronta y las separa al mismo tiempo. De este modo observaremos cómo las parejas están sometidas a una lente disfuncional que destroza el concepto apasionado de amor verdadero expuesto y desarrollado por el clasicismo romántico hollywoodiense. Así hallaremos dos bloques diferentes de relaciones amorosas o filiales: las de parentesco y las no genéticas. Una vez más la familia como obsesión en el cine de Anderson. Las historias de Magnolia van tejiendo un entramado introspectivo —siempre evolutivo, o coincidiendo en detalles ocultos del pasado que emergen a consecuencia de una búsqueda en el presente fílmico— que las conecta mediante lazos sanguíneos disfuncionales. Dentro de estas relaciones consanguíneas encontramos las siguientes historias:
1| Frank Mackey y Earl Partridge. Frank es la continuación del personaje de Dirk Diggler en Boogie Nights, su presentación en el filme, haciendo constante referencia a sus genitales mientras repite, frente a una multitudinaria audiencia masculina enardecida, su ingeniosa frase motivacional “respeta la polla, toma el coño”, responde a los patrones del macho alfa hipersexualizado con los que habíamos identificado a Diggler. Su función es la de dar confianza a los hombres que se ven, o se han visto, sometidos a la influencia dominante de una mujer; y su filosofía responde al reciclaje amoroso machista y neandertal de “usar y tirar”. Esta actitud reprochable e insensible hacia el sexo femenino, tendrá su origen en la infancia del protagonista, quien la pasó al lado de una madre enferma a la que tuvo que cuidar en solitario debido a la constante ausencia de su padre: Partridge, un productor de televisión que se encuentra actualmente en el lecho de muerte. El argumento, únicamente será capaz de aportar condiciones emotivas a este sujeto afectivamente desconectado, enfrentando al protagonista con su foco de inseguridades y dolor —mediante Gwenovier, una reportera dispuesta a desafiar al machismo de Mackey—. Frank se sumergirá en un llanto desconsolado y contradictorio mientras ve a su padre morir “No te vayas, hijo de puta”. El amor enfermo, el amor que viene del resentimiento y el odio escondido, pero prevalece finalmente sobre todo.
2| Earl Partridge y Phil Parma. Phil es el enfermero de Earl, su cuidador y la única persona en el filme que se queda a su lado en todo momento, y por lo tanto, quien se preocupa realmente por él. Curiosamente también es el único de los personajes de su entorno que no tiene ningún tipo de relación personal con el enfermo, simplemente profesional. Sin embargo, en un momento dado observaremos cómo Phil rechaza ser sustituido por un segundo enfermero, dando a entender que su preocupación es sincera y no sólo se fundamenta en su responsabilidad laboral. Parma será el artífice de la unión entre Earl y su hijo, tratando de cumplir el último deseo de un hombre medio demente en su desesperada búsqueda de la paz interior. De este modo, también se convertirá en el conector de Frank Mackey con su pasado traumático (junto a Gwenovier), consiguiendo liberar los demonios opresores que lo condenaban a una crueldad misógina irracional.
3| Rick Spector y Stanley Spector. Stanley es un niño prodigio que participa en el programa de televisión producido por Partridge “What Do Kids Know?” El programa y la forma en la que los concursantes y el equipo técnico tratan al joven, le hacen darse cuenta de la soledad afectiva en la que se encuentra, por lo que exige a su padre que le dedique más atención, obteniendo de Rick una fría respuesta que demuestra su falta de cariño y su obsesión por el éxito y el dinero, sometiendo a su hijo a un show mediático pernicioso con el que obtener un beneficio lucrativo. Aquí se observa como Anderson introduce dos historias similares en el mismo filme, una que representaría el futuro y otra el pasado. Un original e inquietante recurso narrativo que nos lleva a la siguiente relación, la primera de las relaciones amorosas no genéticamente relacionadas:
1.2| Donnie Smith y Brad, el camarero. Donnie representa el futuro de Stanley. Él era lo que es el niño ahora mismo, una estrella de la televisión y niño prodigio que, al igual que Stanley, ha crecido en un ambiente condicionado por la falta de afectividad. Su personalidad ha quedado destruida por la abundancia de conocimiento y la falta de sentimientos. Sabe lo que es el amor, pero no sabe cómo aplicarlo, ni hacia dónde dirigirlo. Por ello confunde su admiración hacia Brad, un camarero babieca a quien trata de imitar a toda costa, con verdadero amor, llevándolo a tomar una serie de malas decisiones que lo conducen al despido y a tener problemas con la justicia.
2.2| Jimmy Gator y su mujer, Rose. Gator es el presentador del programa de televisión en torno al que gira toda la trama. Su historia representa la del matrimonio como fachada, la necesidad de mostrar una falsa apariencia de felicidad y estabilidad emocional tras la que se esconden las constantes infidelidades del presentador y un terrible secreto que será revelado en el momento decisivo de la trama (conceptos de desnudar al personaje y honestidad extrema que persigue el director). Rose, por su parte, se siente atada a ese hombre por el miedo a la soledad. La enfermedad terminal del conductor del programa —cáncer de testículos, a modo de castigo trascendente religioso-dhármico— lo lleva a la búsqueda desesperada de una redención que se inicia con la confesión de sus pecados y terminaría, supuestamente, con la obtención del perdón de los damnificados. Un perdón cuya búsqueda será el origen de su odisea personal en la película, y que nunca llegará, “mereces morir solo, por lo que has hecho”.
3.2| Jimmy Gator y su hija, Claudia. Vemos a la hija de Jimmy como una drogadicta tirada y absolutamente acabada que vive trampeando y comerciando con su cuerpo por algo de cocaína. En el momento que recibe la inesperada visita de su padre, es cuando el espectador llega a ser consciente del origen de su caótico estado. Claudia exige a su padre que se vaya, ni siquiera muestra la más mínima compasión cuando éste le dice que tiene cáncer terminal. Claudia sufre un ataque de pánico producido por la figura de su padre. Más adelante, en la resolución final y la confrontación absoluta de historias, llegaremos a conocer la causa y el efecto de esa alterada reacción.
4.2| Earl Partridge y su mujer, Linda. Encontramos aquí el caso opuesto al de Jimmy; en esta relación, ella ha sido la adúltera a lo largo de los años, empero, volverá a ser el hombre quien se enfrente a la muerte. Linda se dará cuenta de que, pese a que su matrimonio fue por puro interés, aprovechándose de Earl por su dinero, ahora, cuando su marido está a las puertas de la muerte, ella busca la redención ¿genuina o para evitar problemas de conciencia? Lo curioso de este caso resulta de la contrariedad de la situación. Linda, que sufre una clara crisis de ansiedad, afirma en repetidas ocasiones que es ahora cuando se ha dado cuenta del amor que siente hacia su marido, empero, no tendremos ocasión de ver a la mujer junto al moribundo en ningún momento. Linda llega a plantearse el suicidio en varias ocasiones, pero queda de manifiesto que es un acto egoísta de culpabilidad realizado por cobardía, ya que no tiene el valor de enfrentarse a la realidad de ver morir a su marido, y confirmar así que, en efecto, nunca lo ha querido.
5.2| Jim Kurring y Claudia Wilson. Quizá ésta sea la relación más pura que encontremos en Magnolia, Jim es un policía que, debido a una queja recibida por disturbios, realiza una inspección rutinaria en la casa de Claudia, mientras ésta se encuentra consumiendo cocaína con el volumen de la música demasiado elevado. La tensa situación a la que se enfrenta la mujer, producida por la simultánea presencia en su apartamento de un policía y unos estupefacientes, mientras ella intenta superar una crisis nerviosa, la lleva a aceptar una invitación a salir con el policía, con el propósito de que éste se vaya de su casa. Pese a que la enfermedad de ella, y la triste soledad patética de él son la causa principal de su atracción, finalmente encontraremos en esta pareja una luz de autenticidad que no hemos vislumbrado en ningún otro personaje. La salvación es posible en el cine de Anderson.
Magnolia se proclama por lo tanto, gracias a esta enmarañada red vinculante —ver esquema de personajes y relaciones—, como una de las películas más enigmáticas de los últimos tiempos, además consigue alcanzar un grado de profundidad y belleza narrativa como no hemos vuelto a ver en ningún otro filme de la Norteamérica contemporánea. Paul Thomas Anderson logra este rotundo éxito siendo fiel a su propio estilo, ofreciendo un argumento simplista y casi irrelevante para, basándose en las contradicciones de la vida y en el patético comportamiento humano, poner todos sus esfuerzos en alcanzar la perfección mediante la maestría del lenguaje fílmico y en esa minuciosa concepción semántica centrada en el estudio de cada personaje como si fuera un elemento único en su entorno, y el más complejo del planeta en su conjunto. A pesar de esa extraordinaria belleza, el resultado desprende un mensaje fatalista y desesperanzador de lo despiadado y egoísta del ser humano, que sólo busca conseguir su propio perdón para, así, ser capaz de vivir —o morir— junto a la persona hacia la que más rechazo siente en el mundo, él mismo. Es el concepto catártico de autocompadecimiento ególatra, romper el espejo frente a uno mismo para evitar mirar el desagradable reflejo que nos recuerda quienes somos realmente, la odiosa visión de una convivencia eterna indeseada.
Y justo cuando el realizador ha despojado de cualquier protección a todos y cada uno de sus personajes, será el momento de pagar el precio por los pecados cometidos. El primer golpe vendrá del cielo, en forma de un gigantesco sapo que cae sobre la cara del pecador para romperle la nariz. Una espectacular lluvia de ranas aparece como metafórico y merecido castigo, pero no será más que un espejismo o, mejor dicho, un cierre perfecto a estas tres horas dominadas por el azar y el caos que llegan a un apoteósico final. El director no necesita de plagas apocalípticas para castigar a sus personajes, para eso ya se vale él mismo, y lo hace con implacable dureza mediante la cruel y despiadada naturaleza. En este momento el espectador puede pensar que Anderson ha perdido de vista sus principios por un momento y se ha dejado llevar por lo imposible, recurriendo a esa ley de ficcionalidad que aboga por la libre expresión de ideas, por descabelladas que éstas sean. Sin embargo, no hay que olvidar de quién estamos hablando, y una vez que hemos recuperado la serenidad tras el estado de exaltación inicial, nos damos cuenta de lo que ha pasado. Aquí es donde se explica ese prólogo inicial, la única parte del filme que había quedado sin conectar, dándole un sentido y un lugar dentro de la narración. Aunque inusual, existe la llamada lluvia de ranas, y se produce cuando baja la presión atmosférica existente dentro de un tornado, provocando un efecto de succión similar al de una potente aspiradora. Si el tornado se forma cerca de una charca, todas las ranas quedarán atrapadas en su interior y transportadas a kilómetros de su lugar de origen por los aires para regresar a tierra, en forma de inaudita lluvia, cuando la intensidad del huracán haya disminuido lo suficiente. Porque… “cosas así suceden todo el tiempo”.
Embriagado de amor (Punch-Drunk Love, 2002).
Como se puede apreciar a lo largo del artículo, la escena inicial en el cine de Paul Thomas Anderson es una de sus mayores bazas para atraer la atención del espectador. El director juega a despistar mediante su filosofía del azar, ofreciendo una imagen tendente al absurdo que, puede no tener relevancia dentro del contexto argumental del filme, pero lo supone todo en el universo estadístico de la causa y el efecto que compone su filmografía. En el caso de Punch-Drunk Love esta entrada nos muestra a un coche saltando por los aires en un espectacular accidente sin un motivo aparente, y a continuación, a una furgoneta que, de un brusco frenazo, se detiene a la entrada del callejón desde el que se está rodando la escena, inmediatamente su ocupante deja un armonio en medio de la carretera. Una vez que se ha creado la distracción necesaria que nos sumerge de lleno en la película, y gracias a la cual trataremos en vano, una vez más, de buscar una explicación racional a dicho suceso que se irá olvidando paulatinamente con el paso de los minutos, el público no será capaz de apartar la vista de la pantalla ni por un segundo hasta que esa incertidumbre inicial dé paso al interés propio de las ficciones cinematográficas, quedando absorto en la segunda —y verídica— premisa de la historia. En este punto es donde se produce la presentación del personaje. Y sí, por primera vez hablamos en singular al referirnos al reparto principal de una película de Anderson. No obstante, su personaje, como veremos a continuación, supone una mente tan alienada y hermética que pese a la individualidad interpretativa, la percepción multi-protagonista sigue estando presente. En esta ocasión, el realizador se vale del género romántico para dar rienda suelta a sus particulares obsesiones y, como era de esperar, el resultado es asombroso. Embriagado de amor se traduce como la comedia romántica más original e inaudita de la primera década del nuevo milenio. Pese a respetar los clichés básicos del género, desarrollando la adaptación de un sujeto a un entorno inestable gracias al descubrimiento del amor verdadero, la revisión que se hace de ese arcaico y, hasta entonces, obsoleto concepto, conecta inexorablemente esta cinta con el entramado andersoniano, ya convertido a estas alturas en toda una marca registrada.
El actor cómico Adam Sandler es “utilizado” como un reclamo o señuelo que implante en el espectador, desde el cartel promocional, la idea de comedia romántica para hacerlo caer en un astuto engaño argumental mediante el que se camufla gran parte del peso dramático de este actor, al que no estábamos acostumbrados a ver en roles serios, al igual que hiciera Michel Gondry y el genial Kaufman en Olvídate de mí (Eternal Sunshine of the Spotless Mind, 2004), con Jim Carrey. Barry Egan se convierte por tanto en el catalizador de la acción. Barry es un hombre de mediana edad con problemas depresivos y dificultades para regular y transmitir sus muestras de afecto. Es el único varón entre siete hermanas. Vemos como el director plantea la figura del hombre de forma aislada frente a una mayoría femenina. Ésta posición lo lleva a ser el centro de atención de su posesiva y controladora familia. Las hermanas se van presentando por orden mediante llamadas telefónicas que interrumpen los quehaceres laborales del protagonista, gracias a las cuales podemos ver el carácter de éstas: manipuladoras, neuróticas, irascibles y con una necesidad imperiosa de controlar la vida de su hermano, ridiculizándolo en todo momento con comentarios que alteran la inestable mente de Barry, quien sufrirá ataques de cólera cada vez que se haga un chascarrillo sobre su infancia. De esta obsesiva actitud manipuladora aparecerá el personaje de “la chica”, compañera de trabajo de una de las hermanas Egan, como un posible proyecto de emparejamiento. Para tratar de compensar el complejo de inferioridad ocasionado por su familia, nuestro protagonista se vestirá de traje y corbata, tratando de escapar simbólicamente de este ambiente opresivo familiar mediante un cambio de identidad.
En la faceta de empresario del protagonista, a cargo de una plantilla de subalternos, será donde encontremos la primera relación de admiración y respeto que despierta un personaje: cuando uno de ellos trae a colación el motivo de su nueva imagen elegante, se observará cómo al día siguiente, ese mismo empleado y hombre de confianza, aparece trajeado imitando a su modelo empresarial. Y ésta supondría la segunda faceta de la multipersonalidad del héroe, la primera es la patética imagen del fracasado, la segunda es la de líder laboral y la tercera sería la de amante irresistible. A diferencia de otros muchos ejemplos de protagonistas masculinos en la comedia romántica contemporánea, el principal problema de Barry no proviene de una inmadurez en el sentido moderno de la palabra, ese síndrome de Peter Pan del siglo XXI que afecta a las nuevas generaciones conocidas como los eternos adolescentes. El caso de nuestro protagonista responde a un proceso más real y menos metafórico, causado por su inestabilidad psicológica y la incapacidad de entablar una conversación normal, sin caer en invenciones o mentiras fruto de la inseguridad y la falta de vínculos sólidos con los personajes que le rodean. Por este motivo, buscará una conexión artificial en una línea de teléfono caliente, tratando de establecer cualquier tipo de lazo con una persona real (o voz). Sin embargo, esa llamada supondrá el comienzo de una peligrosa estafa, posible causante del desmoronamiento absoluto de su universo; sólo la entrada en escena de Lena, como verdadera heroína clásica de las screwball comedies, da fuerza al hombre para seguir luchando.
El director se atreve con un género cinematográfico en decadencia que, a pesar de su estabilidad cuantitativa, se encontraba en plena devaluación por culpa de un espíritu anclado en el pasado y la incapacidad de ofrecer un discurso romántico verosímil y original; reincidiendo en pastiches manidos cuyo principal aporte novedoso residía en la utilización de un lenguaje obsceno y la explicitud de un guion tan simple como previsible. Más allá de lo grosero y lo simplista, varias comedias del nuevo siglo han demostrado que es posible plasmar la celebración del amor romántico distanciándose de los códigos recurrentes del género. Se continúa, de este modo, con la premisa del amor como fuerza suprema que permite la redención personal, si bien se advierten notables diferencias en su tratamiento al uso. Por ejemplo, el desarrollo de la trama principal y el peso y relevancia del universo individual de cada personaje, una elaboración más minuciosa de los retratos psicológicos y una tendencia a amalgamar, como dijimos al principio, la comedia con el drama. El significado del verdadero amor, viene del conocimiento absoluto, eso que tanto gusta a Paul Thomas Anderson, dejar al personaje desnudo frente a su pareja y al espectador. Este momento llegará cuando Barry confiese que ha destrozado los servicios de un restaurante por culpa de su ansiedad. En la comedia romántica de Anderson, la sinceridad es lo primero, por humillante que ésta sea. Por otro lado, no hay terceras personas que se interpongan en la relación para mostrar los obstáculos amorosos y las confusiones que nos conducen hacia la media naranja; tampoco habrá “Break ups to make ups” o rupturas para volver a estar juntos. El director no busca desmitificar el significado de amor verdadero, un concepto que ya resultó muy dañado en los 70 y la hegemonía anti-romántica de Woody Allen. Lo que se propone es tratar de encontrarle una vía de escape a ese amor, un amor al que defenderá y volverá a dar vida gracias a la recuperación de la fe en él. Vemos que aquí afronta de lleno un concepto del manual posmoderno consistente en retomar los valores del cine clásico, contradiciendo a los modelos modernos y adaptándolos a nuevas formas de expresión empíricas.
Como es habitual, el realizador reincide en su obsesión hacia las familias desestructuradas y problemáticas. Se aprecia también una constante en el tema de la homosexualidad (personaje de Philip Seymour Hoffman en Boogie Nights, y Henry Gibson o William H. Macy en Magnolia), en contraposición a ese hombre hetero-hiper-sexualizado, procedente de una burla de las hermanas hacia Barry, quienes lo llamaban “gay-boy” por su carácter reservado. Vemos que es un uso de la homosexualidad ligado a lo paródico y lo ofensivo, ya que el personaje no es realmente homosexual, sino que se le llama de esta manera con propósitos hirientes. Esto forma parte de la recurrente utilización de la violencia dialéctica en clave de humor, y de la función crítica, que también es apreciable en los diálogos “amorosos” del protagonista y su pareja: “—Tu cara es tan adorable que quiero morderla. —Me gustaría destrozar tu puta cara con un martillo, eres preciosa. —Querría arrancarte los ojos y masticarlos, y absorber a través de tus cuencas. —Sí, eso es divertido”, recordamos aquí aquella frase de amor-odio, en un contexto paterno filial, que comentábamos en Magnolia: “—No te mueras, hijo de puta”. Así se representa literalmente la enajenación del amor verdadero y su participación como elemento primario dentro de las relaciones desquiciadas que formarán, posteriormente, familias estadounidenses disfuncionales. Es parte del violento esquema narrativo de un director que retoma el concepto de hiperviolencia espectacular, propio de la posmodernidad, y se aleja de aquella violencia conceptual presente en su primera etapa. En este punto llegaríamos a la cuarta y última faceta del protagonista, la de implacable héroe protector. Tras sufrir un ataque por sorpresa, la apacible figura se convierte en un arma mortífera de solvencia pasmosa. El personaje alcanza su versión más masculinizada gracias a la necesidad de proteger a su pareja. A consecuencia de este primer asalto, Lena resultará herida, provocando una reacción en Barry desinhibidora del miedo y estimuladora de su sistema nervioso simpático, lo que provoca su mutación en esa fase destructiva. “El amor me hace la persona más fuerte del mundo”; de nuevo una situación asombrosa que puede quedar biológicamente explicada por procesos nerviosos a los que recurre el organismo en momentos críticos de máxima adrenalina. A pesar de este vehemente y espontáneo giro en el guion, la agresividad de la película se suaviza hasta la ingenuidad más cómica pues parodia a las peligrosas mafias especializadas en estafas telefónicas, por medio de un sensacional Philip Seymour Hoffman, en otra de sus maravillosas (y ya clásicas) colaboraciones con este director. El líder de una sociedad organizada de delincuentes que no resulta ser más que un excéntrico mentecato y cobarde incapaz de hacer frente a una de sus víctimas enojadas.
Una puesta en escena mucho más simple que en sus anteriores trabajos, pero igual de soberbia en el manejo de los recursos y, sobre todo, en la concepción de autoría de la que hace gala a través de un género que toma aliento cuando más falta le hacía. Un estudio muy cercano de la figura del perdedor, a quien se le da una nueva oportunidad para demostrar de lo que es capaz, siempre movido por la fuerza del amor. Un protagonista que transmite a la perfección esa sensación de agobio y enfermedad opresiva causada por la incomprensión social y el vacío existencial que lo dominan, una percepción que se multiplica gracias a la participación de un sublime acompañamiento musical extradiegético, un sonido que se fundirá acertadamente, en el desenlace definitivo, a la música intradiegética producida por Barry, volviendo a dar sentido en un momento y un lugar específico, fruto del sempiterno azar, al armonio que generó aquella incertidumbre inicial y que ahora se acopla sutilmente al conjunto cinematográfico como el último de los engranajes de una perfecta maquinaria de precisión.
Pozos de ambición (There Will Be Blood, 2007).
«Nadie rebaje a lágrima o reproche esta declaración de la maestría de Dios, que con magnífica ironía me dio a la vez los libros y la noche. De esta ciudad de libros hizo dueños a unos ojos sin luz, que sólo pueden leer en las bibliotecas de los sueños (…) Algo, que ciertamente no se nombra con la palabra azar, rige estas cosas».
En 1959 aparecía, por primera vez publicado, El poema de los dones. Borges, un ateo de la vertiente más sensatamente escéptica, o agnóstico, terminaba rindiéndose a una fuerza divina para explicar la cruel ironía de la que “Dios”, y no el simple azar en quien había confiado a lo largo de su vida, lo había hecho partícipe. Una situación que, por inaudita y sardónica, bien parece digna de ser narrada por el propio Paul Thomas Anderson. En 1955, tras la caída del gobierno peronista, Borges por fin se quitaba de encima un lastre opresor fruto de su abierta enemistad hacia Juan Domingo Perón. Ese mismo año, el escritor fue nombrado director de la Biblioteca Nacional, todo un honor y un placer para un hombre que se veía destinado a vivir rodeado de aquello que amaba por encima de todo, las letras. Y en esa fecha también, el poeta quedaría ciego, cumpliéndose así la cruel burla despiadada. En el mencionado poema, Borges, a quien la ceguera pareció darle más lucidez si cabe, negaba que tan terrible chiste pudiera ser fruto del simple azar, comparándose con Paul Groussac, quien sufrió un caso similar de pérdida de visión ejerciendo de bibliotecario; viniendo a expresar contradictoriamente con sarcástico humor que, al fin y al cabo, nadie ni nada más que el azar era el responsable. “Groussac o Borges, miro este querido mundo que se deforma y que se apaga en una pálida ceniza vaga que se parece al sueño y al olvido.”
Asimismo en Pozos de ambición (There Will Be Blood), el director, un confeso ateo cuya creencia religiosa se ve reflejada en la condescendiente respuesta del protagonista, Daniel Plainview, cuando se le pregunta sobre la iglesia a la que pertenece “Yo disfruto todos los tipos de fe, no pertenezco a ninguna iglesia en particular. Me gustan todas. Me gusta todo.”, imitando el estilo del poeta argentino, se atreve a asignar mediante esta réplica, por primera vez en una carrera marcada por el azaroso devenir de la naturaleza, poderes divinos a determinadas contingencias ocurridas en tareas propias de la empresa petrolera que se lleva a análisis. Obviamente, estas profecías serán posteriormente desmentidas y enfrentadas mediante un duelo de egos: Plainview contra Eli Sunday. Un duelo que ya viene avisado desde el comienzo, con esa amenaza que supone el título de la cinta: “Habrá sangre”, cuya traducción al español es una muestra más de la ingenua obsesión melodramático-telenovelesca de la que presume nuestro país. Finales del siglo XIX, un minero trabaja sin descanso en el interior de un pozo que él mismo ha excavado, para lograr una recompensa —por mínima que ésta sea— a su dedicación y esfuerzo. Se observan las condiciones de precariedad a las que se enfrenta el trabajador, quien sufrirá un accidente por tratar de hacer de forma individual un trabajo para el que se requerían, al menos, dos personas. Esta imagen nos lleva a darnos cuenta de la gran ambición de un hombre al que ni tan siquiera una pierna rota le impedirá ir a tasar su preciado tesoro. Enlazando con esa presentación del personaje, nos encontramos que el esfuerzo del obrero ha merecido la pena y ahora, acompañado por un ayudante, encuentra victorioso su primer yacimiento de petróleo.
Una introducción de catorce minutos en la que Anderson no necesita emplear ni una sola palabra para emitir un mensaje descriptivamente claro y visualmente impresionante. Tan impresionante que le valió el Oscar a Robert Elswit por la mejor fotografía en 2007. En la misma escena, aparte de unos oportunos rótulos que nos indican el paso de los años, se presenta al hijo (adoptivo) de Plainview, HW, como un elemento narrativo que evidencia el transcurrir del tiempo gracias a los cambios de apariencia propios de la edad. Tras esos áfonos catorce minutos iniciales, se nos descubre por fin la voz del protagonista, gracias a la cual nos damos cuenta de que su parquedad inicial no respondía a una torpeza dialéctica, sino a una innecesaridad pragmática. Cuando Plainview comienza a hablar demuestra que no sólo es un hombre trabajador, sino también un hombre de gran verbo —man of work, man of words—. Desde ese momento el filme se empeñará en mostrar los efectos de la desmesurada ambición. Efectos que serán apreciables, tanto en un individuo particular o, mejor dicho, dos individuos: Daniel, personificación del capitalismo especulativo, y Eli, representación del extremismo religioso-fundamentalista; como en una globalidad, compuesta por el microcosmos de Little Boston, que representa en la ficción los estragos dejados por la revolución industrial para aquellos que consiguieron sacar provecho de ella, y para los que se quedaron obsoletos en el intento, tachados como incompetentes y estúpidos.
Y aquí llegamos a una de las escenas más significativas, la escena que da comienzo a la segunda parte de una película dividida por la espectacular imagen contemplativa de un héroe mirando de frente un futuro esplendorosamente lucrativo, simbolizado por esa inagotable fuente de petróleo en llamas y, al mismo tiempo, dando la espalda a los daños colaterales de su ascenso al poder y su avaricia, presentes en el desdichado HW, quien se ha quedado sordo y seriamente dañado mentalmente a consecuencia de un accidente laboral cuyo origen, al igual que el que costó la vida de un obrero unos días atrás, será atribuido a los designios del Señor. Una escena que viene precedida de un espectacular plano secuencia marca-de-la-casa. El predicador Sunday, dolido por la falta de implicación de la iglesia en el negocio petrolero, se enfrentará al empresario cara a cara. Un enfrentamiento que comienza cuando el párroco se ofrece voluntario para bendecir la excavación en el momento inaugural de las extracciones, ofrecimiento que será humillantemente ignorado —pese haber sido aceptado en primera instancia— por un hombre a quien, en los negocios, no le gusta que nadie, ni tan siquiera Dios, se interponga entre él y el dinero, como ya dejó claro en su discurso de presentación en el que abogaba por la desaparición de intermediarios. Tras este desplante, el orgullo del religioso quedará dañado y lo llevará a volver a desafiar a Plainview por motivos, una vez más, económicos. En este punto se produce la segunda deshonra de Sunday tras la violenta represalia de un padre inestable e impredecible, incapaz de afrontar ninguna crítica tras el accidente sufrido por su hijo. En la escena inmediatamente posterior a esa vejación en el lodo, podemos ver a Eli sentado a un extremo de la mesa familiar, su rostro continúa lleno de barro, como recordatorio y plegaria ante el castigo recibido. Frente a él, el bueno de Abel intenta tener una apacible cena en compañía de su familia, ignorante de los negocios de su hijo con el petrolero, cuando Eli arremete verbalmente contra él y lo tacha de estúpido y perezoso “Dios no se apiada de los estúpidos, Abel”. Entonces el ofendido alcanza un punto máximo de indignación, se abalanza contra el padre de familia y lo castiga, una ira procedente de su propia impotencia al no haber sido capaz de plantarle cara a su propio agresor. Esta escena tendrá una absoluta relevancia en el desenlace de un argumento que, por primera vez en la filmografía de Anderson, resulta tan complejo como sus personajes.
Aparte de la excelente narrativa de la comentada escena, se pueden apreciar dos factores que la encumbran como una de las mejores tomas del director: en primer lugar, el uso de la fotografía, que confirma que Pozos de ambición no sólo se nutre de la majestuosa imagen exterior naturalista, sino que cuida al detalle los interiores y los contraluces, mediante focos sutiles de iluminación —procedentes de velas que alumbran el rostro de los protagonistas—. En segundo lugar se distingue una elevadísima carga simbólica que compara, como dos caras de una misma moneda, al héroe y al antihéroe hasta el punto de confundirlos. Religión y mercantilismo son criticados mediante un astuto y sarcástico juego que confronta y equipara dos negocios movidos por el mismo verde dinero o, mejor dicho, el negro petróleo. Un petróleo que ensombrece los rostros, apesadumbrados, tras el accidente de Plainview y asociados aunque, al mismo tiempo, resplandecerán ante la potente luz de las llamas y los incalculables beneficios que éstas representan. Justo cuando el protagonista se encuentra en el momento más fructífero de su carrera, aparece un hermano a quien no conocía. Esta figura puede aportar datos de un hombre tan hermético que no somos capaces de comprender. Sin embargo, pronto entenderemos que Anderson no va a traicionar su recurrente principio de incertidumbre, y ante la única pista —indescifrable— de un pasado alejado de los negocios “You can take them to the peachtree dance (puedes llevarlas al baile del melocotonero)”, nos damos cuenta de que ni el hermano es hermano, ni habrá más concesiones o bajadas de guardia. Tan rápido vino como se fue —nuevo macguffin—. Como ya habíamos dicho, no existe el ayer en los personajes de Paul Thomas Anderson.
La familia en Pozos de ambición es lo que más divide la atención del espectador. Encontraremos aquí dos grandes enfrentamientos: Daniel y HW, un hijo a quien quiere más que a nadie y a quien bautizó en petróleo cuando decidió adoptarlo como parte de su “ambicioso plan”, aunque no permitirá que ese amor se interponga en los negocios. El dolor del protagonista ante las crueles decisiones que se ve obligado a tomar por su codicia (y también por amor) lo llevan a arrastrar un sufrimiento que le pasará factura, haciendo que emerja un rencor violento cuando se separe de su vástago por segunda vez, siendo ahora él el abandonado, y no al contrario. El segundo enfrentamiento es con su familia política, ese cura diabólico que, por un inteligente juego del guion, será un reflejo del propio protagonista, poniendo en marcha la inquietante maquinaria resolutiva en un desenlace donde se aprecian las mayores diferencias con respecto al libro original de Upton Sinclair, Oil! (1927). ¿Qué fue de Paul?, el supuesto hermano de Eli que da la primera pista de dónde está la gran fuente de petróleo. Toda la trama se dirige a un cruce de identidades que se explica en tres momentos puntuales: El bautizo de Daniel, en contra de su voluntad, por motivos económicos; la negación de la fe de Eli, también tratando de complacer a Daniel para sacar provecho económicamente; y el último enfrentamiento definitivo, donde Daniel repite a Eli las mismas palabras exactamente con las que el pastor arremetió contra su padre años atrás. There will be blood, habrá sangre, ya veníamos avisados desde el comienzo, aunque esa última irreverencia, oculta en un giro narrativo, nos indica que la sangre homicida podría ser también auto-inducida en un atentado suicida, desde el punto de vista del doppelganger. “I am finished”, son las últimas palabras que oiremos, pudiendo significar, “he terminado” (una acción) o, “estoy terminado (mi vida ha terminado). El protagonista confunde así, ciego de ira y ambición, a sí mismo y a su alter ego, como Borges, desorientado y perdido en ese laberinto de libros invisibles, imaginó ser Groussac por no aceptar la casualidad, inexistente, prefiriendo la teoría del improbable azar.
The Master (2013).
2 de septiembre de 1945, instantes antes de que se anuncie el final de la Segunda Guerra Mundial, un soldado busca, como los jóvenes sin recursos de países tercermundistas que inhalan pegamento o beben líquido de frenos, evadirse de la pesadilla en la que se ha convertido su mundo, lleno de recuerdos violentos y muerte, consumiendo el etanol restante en los torpedos que han quedado sin disparar. Lo que está haciendo Freddie Quell es, al igual que miles de supervivientes de guerra, disponer el regreso a una sociedad pacífica para la que no está preparado y donde no será aceptado. The Master consiste pues, en la primera parte de su metraje, en un ejercicio antibelicista como lo pudo ser Johnny cogió su fusil (Dalton Trumbo's Johnny Got His Gun, 1971) o Los violentos años 20 (The Roaring Twenties, 1939), en los que se muestra la incapacidad de adaptación del soldado americano cuando se le dice que, de la noche a la mañana, deje de matar y aprenda a ser un ciudadano modelo. Y así lo intenta Freddie, un hombre demasiado inquieto como para dejarse llevar por una depresión postraumática y, al mismo tiempo, demasiado simple como para buscarse la vida trampeando al margen de la ley como hiciera James Cagney. De esta forma prueba suerte, primero como fotógrafo en unos grandes almacenes y, posteriormente, cuando ha quedado patente que no está preparado para interactuar con gente de clase alta, como recolector de coles, donde sus instintos salvajes no llaman tanto la atención. Sin embargo, tampoco ahí es bienvenido, y se verá obligado a huir y buscar refugio en las pócimas mágicas que él mismo prepara mezclando cualquier tipo de licor con frutas y productos químicos varios.
Llegados a este punto, el espectador se da cuenta del primer obstáculo —autoinducido— al que deberá hacer frente el director en su constante empeño de desnudar anímicamente al protagonista. Porque, ¿Cómo conseguimos indagar en una mente que se encuentra en proceso de cambio constante? Al comienzo de la película, cuando conocemos a Quell, ya estaba alienada su personalidad a consecuencia de la guerra, pero no contento con esto, Anderson continúa su proceso de mutación e inestabilidad, manipulando su criterio para que el personaje siga cambiando de actitud y se convierta en un ente pasivo y vacío, por lo que su trabajo habría concluido al no existir nada en lo que indagar, sólo un terreno desértico donde implantar las ideas que le vinieran en gana. Pero esto no será finalmente así, ya que la característica principal de este personaje es su coraza protectora. Nada ni nadie puede penetrar en él, ni tan siquiera un maestro de la manipulación como Lancaster Dodd. Dodd es un exitoso charlatán líder de una congregación religiosa llamada La causa. El realizador lleva a cabo un trabajo de reciclaje y desarrollo del controvertido reverendo Eli Sunday, de Pozos de ambición. Inspirado en L. Ron Hubbard, padre de la iglesia de la Cienciología, Dodd, al igual que Sunday, es una persona de convicciones firmes pero, por motivos económicos, es capaz de renegar de aquello por lo que ha luchado toda la vida. Freddie conoce al “maestro” mientras huye del mundo terrestre hacia el único entorno en el que se encuentra cómodo: el mar. Sólo un factor condiciona que el protagonista se introduzca en ese barco (y no en otro) en el momento adecuado. El azar. Se cuela como un animal asustado, y responde con violencia al sentirse acorralado. Todos sabemos el caos que puede generar un sujeto como éste en una embarcación de tamaño medio, por lo que no hay que añadir nada nuevo —fundido a negro y prolepsis—. Un primer plano contrapicado de Lancaster, quien anuncia el comportamiento errático del protagonista, funciona como plano vinculante del héroe y el antihéroe. Se intuye que lo único que le salvó de ser lanzado al mar a merced de su suerte fue su condición de druida y su mágica poción, un elixir que Dodd disfruta tanto como Freddie, ambos la necesitan.
Y aquí encontramos a dos de los personajes más indescifrables del universo de P.T. Anderson. Y es por eso que el director, incapaz de acercarnos a ellos empática o cognitivamente, lo hará visualmente con una sucesión de primeros planos impresionantes que mostrarían los estados de ánimo, y no su foco u origen como nos gustaría. No sólo no llegaremos a indagar en el pasado de los personajes, como venía siendo habitual, sino que tampoco conseguiremos ver a través de ellos en el presente (aunque sí los veremos desnudos, desnudos pero protegidos por esa coraza inexpugnable). Desde ese momento, Quell se convierte en el conejillo de indias de Dodd, aunque su relación irá mucho más allá de la simple experimentación ya que, como podremos comprobar, el descarriado dipsomaníaco se convertirá en un miembro más de la familia, siendo invitado a la boda de la hija del patriarca, para retomar una vez más los conceptos de familia sustitutiva y de relación paterno-filial que alcanzan un nuevo y más profundo ámbito gracias a la introducción en la trama de las congregaciones sectarias. La conexión entre ambos personajes será electrizante desde los primeros minutos de conocerse. Dos personas tan opuestas y, a la vez, con tanto en común, mostradas como la misma figura triste y solitaria, dependientes el uno del otro. La relación es la de un hombre con su mascota, por ello las prácticas conductistas que Lancaster aplica en Freddie quedan justificadas como el dueño que trata de adiestrar a un perro sin control sobre sus actos ni su conciencia. Unas prácticas cuyo objetivo se centra en la regresión al origen del dolor interno del protagonista para, una vez allí, comenzar a implantar ideas y moldear su personalidad en un ser obediente, sumiso y disciplinado. Un peligroso experimento que transforma al joven en una inestabilísima bomba de relojería y lo hace padecer espontáneos ataques de ira ante la hipócrita estupefacción de su “dueño”, quien le recrimina su comportamiento violento pese a que sabe que está entrenando a un animal para que ataque a su voz de mando. El director hace uso del flashback, a lo largo de todo el filme, para mostrar estas regresiones y las consecuencias de las mismas en su conciencia. Eso sí, lo utiliza de manera que el espectador sea incapaz de saber con certeza si se trata de auténticos recuerdos o generados por la imaginación del protagonista.
Mucho se ha hablado a lo largo de la filmografía de Anderson sobre sus similitudes, o inspiraciones, con el cine de Robert Altman. Y no hay duda de que Freddie compone un personaje altmaniano como no lo habíamos visto antes en ninguna de sus películas, siendo un claro reflejo del emocionalmente inestable y obsesivo “Boy” de la película That Cold Day in The Park (1969). Ambos personajes muestran una clara sexualidad reprimida y están obsesionados con la práctica sexual y las mujeres. Esto se aprecia desde los primeros minutos de The Master, en esa escena en la que, mientras el resto de soldados juegan en la playa y gastan bromas con una mujer de arena que están construyendo, Freddie no puede evitar sentirse atraído, sexual y románticamente, por esa montaña de arena antropomórfica, llevando demasiado lejos la broma de practicar sexo con ella. La posterior escena, en la que un grupo de psicólogos lo examinan para dictaminar su idoneidad de reinserción, nos sirve para comprender hasta qué punto el gobierno se desentiende de sus combatientes con problemas, obviando los inapropiados resultados obtenidos en el Test de Rorschach. El sexo es uno de los pilares de una cinta que construye su identidad a través del uso que se realiza de éste mediante determinados personajes. Existen en The Master tres momentos sexuales clave: el primero se aprecia cuando Peggy, la mujer de Lancaster, le dice a su marido cómo tiene que comportarse de cara a la sociedad, lo manipula ofreciéndole algo a cambio que, como hombre y animal, no puede rechazar. Esa escena posiciona a la señora Dodd como el verdadero foco de poder y manipulación, ya que es capaz de controlar a su marido con caricias y susurros, el sexo como arma femenina. Peggy es quien realmente lidera La Causa. El segundo momento esencial se trata de la escena musical en la que Freddy ve a todas las mujeres desnudas mientras Lancaster canta una canción, por fin nos damos cuenta de que nada de lo que diga o haga el maestro conseguirá atraer la atención de un hombre cuya simpleza le impide caer en la charlatanería integrista del líder. El tercero y último sucede al final, cuando el héroe se reencuentra por fin —mediante un antológico flashback— con su ansiada mujer de arena, ahora de carne y hueso, una mujer que supone su propio conejillo de indias sexual, a quien tratar de modelar a su imagen y semejanza.
De nuevo surge la idea de ese personaje hipersexualizado, en cuya mente sólo rige el deseo que siente hacia todas las mujeres. De ahí vienen la mayoría de sus episodios violentos, como el ocurrido al comienzo de la película, en el que ataca a un cliente al que estaba fotografiando, por el simple hecho de que esa foto era para su mujer. Freddie quiere ser el único poseedor de una mujer, y las quiere todas para él. Por el contrario, la ira del mentor vendrá del descrédito que otros hacen de su trabajo, esa es su única obsesión, el éxito y el reconocimiento de su obra. Una obra en la que el director, muy acertadamente, prefiere no indagar, dejando a interpretación del público si el antihéroe realmente cree en lo que vende o sólo lo hace por motivos lucrativos. Así, cuando alguien levanta una duda razonable acerca de sus métodos, incapaz de ser respondida con la lógica fundamentalista de Dodd, éste se pondrá a la defensiva y atacará con ira irracional. Comportamiento que será absorbido por su mascota experimental. Freddie que nunca ha creído en La Causa realmente, pero se siente atraído por la fuerte personalidad de su líder. Quiere sentirse seguro bajo su protección, cómodo disfrutando de sus lujos y querido con su cariño, en definitiva, sentirse parte de una familia. Sin embargo, será mucho más receptivo a las críticas que recibe la organización, en principio enfrentándose a ellas con violencia (como el hombre que lo critica en medio de una fiesta, el propio hijo escéptico de Lancaster, o el publicista a quien ataca brutalmente por expresar su rotundo desacuerdo). No obstante esa violenta reacción responde a una impotencia inherente, ya que él tampoco se cree nada, piensa lo mismo que todos los detractores a los que detesta, por eso los odia, por eso se odia. Sabe que llevan razón y se niega a aceptar que está viviendo en una farsa. Rehúye pensar que esa familia que tanto lo quiere no es más que una panda de farsantes y, por lo tanto, el amor que siente es irreal.
Sólo cuando reúna el valor suficiente para escuchar a la pequeña voz de la lógica que hay en su interior será capaz de ser libre. Esto llegará en una magnífica, evocadora y romántica escena, propia de la Nouvelle vague, en la que el joven descarriado por fin logra separarse del brazo que lo oprimía, y huye en su búsqueda de libertad. Realmente sólo trata de reencontrar su pasado y a Doris, su más cercano recuerdo de felicidad. Pero ahí está la crueldad del destino o, mejor dicho, del azar cuando no está de nuestro lado, que nos deja sin segundas oportunidades. No se puede llegar tarde a una cita con el pasado, ya que los sueños y esperanzas pueden desvanecerse como una triste y monocromática mujer de arena.
Puro vicio (Inherent Vice, 2014).
La experimentación genérica posmoderna, a la que Paul Thomas Anderson somete sus películas en la composición de la que viene siendo una de las filmografías más insólitas y variopintas del cine actual, consigue con Inherent Vice una de las conexiones fílmico-literarias más certeras y perturbadoramente románticas desde La naranja mecánica (A Clockwork Orange, 1962-1971). Valiéndose del Filme Noire más clásico, el director completa un ejercicio técnico y estético inmaculado que, eso sí, no queda exento de la crítica social debido a la gran complejidad narrativa que esconde una completa vacuidad argumental. Anderson ha alcanzado, en este punto de su carrera, tal soltura y familiaridad a la hora de trazar las líneas directrices de sus obras y la implicación que cada uno de los miembros de su multitudinario elenco tiene en ellas, que la cinta fluye con una naturalidad tan asombrosa que intensifica considerablemente la sensación perceptiva del espectador, tanto para bien, si se deja llevar por el sórdido universo decadente-setentero de figuras melancólicas y fracasadas, como para mal si, por el contrario, no conecta con la mencionada atmósfera y se pierde tratando de descifrar diálogos absurdos y entramados laberínticos sin salida, conduciéndole inevitablemente a un estado de tedio absoluto.
Una vez más, el realizador deja clara desde el primer minuto su destreza en el manejo de la cámara, haciendo uso de ella para una asombrosa presentación de los personajes principales: Doc, el investigador privado Larry Sportello, cuyo seudónimo le viene porque usa un consultorio médico como si se tratase de su oficina privada, y Shasta Fay Hepworth, una femme fatale que parece haber perdido a su amante, su ingenuidad y hasta sus principios, pero que conserva intacto el poder de seducción atávico de este personaje. El plano secuencia que sirve de cabecera de Inherent Vice resume perfectamente la dinámica que seguirá el resto del metraje. Una escena visualmente deslumbrante y evocadora de la década a la que se hace referencia, los caóticos 70, que avanza con un ritmo ponderado siguiendo a los personajes de esa forma que tanto le gusta a PTA; aprovechando los espacios estrechos para pegarse a ellos y controlar su perspectiva desde la retaguardia. Con esta cadencia taimada, la escena queda dividida por la sentimental y reflexiva despedida de Shasta —movimientos de vaivén imprecisos y paradas estratégicas—, y la triste incertidumbre de Doc frente a su nueva misión y la ausencia de la chica —decisión en el paso y la dirección, aunque en una posición de derrota notable, cabizbajo y mirando atrás—. En la misma secuencia se presentará al personaje de Denis, el socio de Doc, en uno de los clásicos cruces casuales de personajes marca de la casa. Una vez que se reúnan ambos detectives, la cámara se detendrá y se estabilizará a la entrada de un callejón oscuro donde sendas siluetas terminarán por perderse en la profundidad de la sombra. La música, como es habitual, será un elemento protagonista en toda la cinta, comenzando por la canción Vitamin C, del grupo Can, que acompañará esta escena y que persistirá incansable tras ella hasta pasado un cuarto de hora; tiempo suficiente para que el director termine la presentación de la casi totalidad de los protagonistas principales.
Lo que Shasta le ha pedido a Doc, y con ello justifica su reaparición repentina después de que se separaran tiempo atrás, es que investigue la desaparición de Mikey Wolfman, un magnate de la especulación inmobiliaria y actual amante de Hepworth. Para ello, Sportello tendrá que enfrentarse a una misteriosa organización criminal dominada por un grupo de peligrosos supremacistas nazis, a un policía irascible apodado Bigfoot que parece haberla tomado con él, y a una investigación federal que aparenta ocultar más de lo que pretende averiguar. Al encargo inicial, se sumarán dos nuevos casos: el de un afroamericano que intenta dar con el paradero de su excompañero de prisión, un nazi que le debía algunos favores impagados, y el de una ex adicta a la heroína que trata de encontrar a su marido, dado por muerto en circunstancias muy inciertas. Finalmente, las tres historias se relacionan (el azar golpea de nuevo) y se dirigen hacia una enigmática y oscura entidad llamada Golden Fang. En este punto la trama no hará más que enmarañarse entre pistas verdaderas, falsas y alucinaciones psicotrópicas del protagonista. El Golden Fang podría ser una fragata, una mafia indochina de narcotraficantes o un sindicato de dentistas, dependiendo de la fuente de información escogida por un investigador privado que se empeña en luchar contra los estragos que la marihuana hace en su memoria, anotando palabras inconexas e irrelevantes en una libreta. Doc responde al patrón de personaje andersoniano hipersexualizado, en este caso los cánones de belleza que representa este peculiar sujeto son incomprensibles para la sociedad moderna metrosexual, que queda perpleja ante la completa deficiencia higiénica del protagonista que, por otra parte, parece ser una ventaja en sus escarceos amorosos.
El director se vale de un narrador testigo intradiegético, todo un referente en el cine negro clásico, con la particularidad de que en esta ocasión corresponde a una voz femenina, en concreto la del personaje de Sortilège —asesora espiritual de Doc—, quien se encarga de aclarar detalles argumentales especialmente complicados de asimilar. Este narrador será un personaje tanto del pasado, representado por medio de flashbacks explicativos que analizan la relación romántica entre Shasta y Larry, como del presente, mostrándose, a un tiempo, como personaje en sí, narrador y voz de la conciencia (visión paranoica a consecuencia de los efectos de las drogas). El resultado de este recurso narrativo se traduce como una precisa traslación del libro homónimo a la pantalla, con una fotografía excelente que nos sumerge de lleno en los anárquicos y contradictorios años 70, donde el espíritu de amor libre y de paz empezaba a ceder terreno a la sensación generalizada de odio entre unos grupos sociales cada vez más divididos. Todo fluye con el intenso lirismo poético que la impronta del estilo confuso y delirante de Thomas Pynchon le confiere, en la que se erige como la primera adaptación de una de sus novelas. El desasosegante ambiente enrarecido que emana de la prosa de Pynchon, se ve reflejado en la imagen, parcialmente iluminada con luces secundarias, de interiores llenos de humo y exteriores difusos por la densa niebla, y además se complementa con la dramaturgia de este director que se inventa un nuevo lenguaje cinematográfico basado en el susurro. Susurros de complicidad, eróticos, siniestros… susurros que desnudan la personalidad de un personaje que se antoja muy simple a primera vista —lo oímos mugir cada vez que una mujer se cruza en su campo visual—, pero que demostrará que bajo su incrédula apariencia se esconde un alma fuerte que lucha incansablemente por defender sus tres valores fundamentales —que responden a los mismos que defendía Jeffrey Lebowski en El gran Lebowski (The Big Lebowski, 1998)—: la camaradería (apreciable en la historia de Coy Harlingen), el sexo y el amor.
Sin duda, Inherent Vice es una cinta que gana con un segundo visionado debido a la peripecia narrativa y al admirable trabajo técnico y detallista que, por sintetizar una compleja variedad de sistemas analíticos individuales en un mismo esquema argumental, resulta costoso de asimilar en una primera toma de contacto. Entre estos sistemas individuales encontramos un abanico de personajes tan carismáticos como entrañables, buenos y malos, y que van desde el policía cabeza cuadrada —literal y metafóricamente hablando— sacado directamente del subgénero Hard Boiled, hipermasculinizado pero caricaturizado (una vez más) con tendencias homosexuales —propensión inaudita a comer de forma obscena y compulsiva plátanos recubiertos en chocolate— que sueña con dejar el cuerpo de policía y dedicarse a la interpretación, hasta un lobo de mar quijotesco llamado Sauncho con una atracción erótica por las embarcaciones. Todos ellos serán parodiados para mostrar el decaimiento de los valores y el creciente estado de alarma paranoico post-Charles Manson. La violencia será la respuesta ofrecida por la alta sociedad, atemorizada por los recientes atentados perpetrados por grupos fundamentalistas. Éste sería el comienzo del final del movimiento pacifista hippie y establecería una relación infalible con sus anteriores trabajos, una vez más los integristas son la causa de los males del protagonista, como veíamos en Pozos de ambición y The Master. En cualquier caso, y pese a una multitud de detalles indescifrables, el director transforma el galimatías retórico del escritor en imágenes sensuales con las que logra mantener la atención del espectador en todo momento, ya sea por medio de la sensacional banda sonora, que compone una psicodélica e irresistible sinfonía de la derrota y la expiación de los pecados; por los constantes golpes de humor ácido y políticamente incorrectos; o por la contundencia de un cuerpo femenino completamente desnudo para escenas lisérgicas y de fuerte carga narcótica.
Inherent vice, en jerga legal es, tal y como nos explica el narrador, un defecto oculto de un bien o propiedad que es a la vez la causa de su deterioro. Esta característica convierte al objeto en cuestión en un riesgo inaceptable para las aseguradoras. ¿Cuál es ese vicio, esa tara que se apropia de los personajes de P.T.Anderson y les impide mirar al futuro con claridad? ¿O acaso, son ellos mismos los que reniegan del avance y prefieren quedarse estancados en el pasado, recordando melancólicos las noches lluviosas de verdadera felicidad que ya nunca volverán?
documentación, infografías y artículo| Alberto Sáez Villarino (Dublín)
edición| Emilio Martín Luna (Cáceres)