Kenneth, el cuentacuentos
crítica a Cenicienta (Kenneth Branagh, 2015)
La carrera como director de Kenneth Branagh es ciertamente singular. Conocido sobre todo por sus adaptaciones de obras de Shakespeare —casi todas ellas excelentes—, ha picoteado con más o menos fortuna por el thriller (Morir todavía, 1991), la comedia dramática (Los amigos de Peter, 1992) y hasta el terror clásico (Frankenstein de Mary Shelley, 1994). Sin embargo, en los últimos años, el otrora niño prodigio del cine británico, que había conseguido una doble nominación al Óscar como director y actor con sólo 29 años por Enrique V (1989), parece andar escaso de ideas. O de dinero. O quizá de ambos. Sólo así se entiende que se pasee por remakes, reboots y otras lindezas sin apenas personalidad, que firma con su nombre pero bien podrían haber tenido a un robot tras la claqueta. Por desgracia su último trabajo, esta versión live action de la Cenicienta Disney, cae de pleno en ese grupo.
Hay que reconocerle un mérito a Branagh: sigue teniendo un ojo excelente para los repartos, aunque en este caso ese ojo quede casi en exclusiva relegado a los secundarios. De habituales de su cine como Derek Jacobi a viejos conocidos como Helena Bonham Carter (y su desconcertante prótesis dental) o Stellan Skarsgård, la segunda línea interpretativa es la que consigue que más de una escena no caiga en el más sonrojante de los ridículos. Punto y aparte es Cate Blanchett. Dejémoslo claro: la película se llamará Cenicienta, pero la dueña y señora de la historia es Blanchett. La actriz australiana se come el filme de forma incontestable, disfrutando tanto de su condición de villana que resulta imposible no ponerse inmediatamente de su parte. Blanchett es consciente de que tiene ante sí un personaje unidimensional, inherentemente cruel y al que poco le falta para soltar carcajadas malvadas —de hecho, lo hace—. Y lo abraza de buena gana, dispuesta a pasárselo en grande y aquí paz y después gloria, y si corresponde en las entrevistas digo que lo he hecho por mis hijos. Y precisamente por eso es el único personaje que el espectador llega a apreciar.
«Cenicienta es una cajita de caramelos de colores, un subidón de azúcar después de un atracón de gominolas. Si el espectador va al cine consciente de ello, la disfrutará sobremanera.»
La otra cara de la moneda es la pareja protagonista (como, por otro lado, suele ser habitual en este tipo de productos). Parece mentira que Lily James y Richard Madden hayan salido de dos series de la calidad artística de Downton Abbey y Juego de Tronos, respectivamente. Quizá sea porque, a diferencia de Cate Blanchett, se lo toman demasiado en serio; quizá sea por lo sonrojante de algunos de los diálogos que les toca soltar. Quién sabe. Lo cierto es que ella resulta tan ideal que se hace insoportable, y él… bueno, es un poco menos muñeco de cartón que el príncipe de la versión animada, pero más de una vez le puede la cara de “qué demonios estoy haciendo aquí”. Los estereotipos Disney de Cenicienta y el príncipe que funcionaron en los años ’50 no pueden de ninguna forma hacerlo hoy día, pero es que los pobres intentos de actualizarlos (“voy a salvar al príncipe de la madrastra malvada”) empeoran el resultado. Como ejemplo de heroína de cuento que se salva a sí misma, la Drew Barrymore de Por siempre jamás (Andy Tennant, 1998) estaba a años luz de esta Cenicienta que huele a naftalina.
La cara positiva de la película son, sin duda, sus aspectos técnicos. El diseño de producción de Dante Ferretti es espléndido, pero es el vestuario de Sandy Powell el que se lleva la palma. A través del vestuario, Powell consigue transmitir el carácter de cada personaje casi sin que éste tenga que abrir la boca: los modelitos de Cate Blanchett son impresionantes y amenazadores, los de las hermanastras resultan ridículos, los de la corte rebosan pompa y circunstancia… Todo ello, en colores vivos, chillones, que resaltan la parte más fantástica y exagerada del hecho de estar en un cuento de hadas. A diferencia de otras adaptaciones de cuentos populares recientes como Caperucita roja (Catherine Hardwicke, 2011) o Blancanieves y la leyenda del cazador (Rupert Sanders, 2012), que se apuntan al carro de lo “dark and gritty”, la Cenicienta de Branagh aboga por el exceso y la extravagancia de su versión animada sin ningún pudor. Algo que, para ser sinceros, no me parece mala idea; hay algunos cuentos a los que la oscuridad puede irles bien, no es el caso de la fábula que tuvo su versión europea bajo la firma de Perrault. Cenicienta es una cajita de caramelos de colores, un subidón de azúcar después de un atracón de gominolas. Si el espectador va al cine consciente de ello, la disfrutará sobremanera. Si, en cambio, es alérgico a la sacarosa, hágase un favor y vaya a ver cualquier otra cosa. | ★★★★★ |
Judith Romero
Londres (Reino Unido)
Ficha técnica
Estados Unidos, 2015. Título original: “Cinderella”. Director: Kenneth Branagh. Guión: Chris Weitz. Productores: Simon Kinberg, Allison Shearmur, David Barron. Productoras: Walt Disney Pictures / Allison Shearmur Productions / Beagle Pug Films / Genre Films. Presentación oficial: Berlinale 2015. Fotografía: Haris Zambarloukos. Música: Patrick Doyle. Vestuario: Sandy Powell. Montaje: Martin Walsh. Dirección artística: Dante Ferretti. Reparto: Lily James, Cate Blanchett, Richard Madden, Helena Bonham Carter, Derek Jacobi, Stellan Skarsgard, Nonso Anozie, Holliday Grainger, Sophie McShera, Hayley Atwell, Ben Chaplin.