El viaje que nos están proponiendo muchas de las películas de esta segunda edición del Americana, aunque la mayoría de la veces errático, sigue imparable su curso. En esta segunda jornada, como ya ocurría en Uncertain Terms, se habla del amor. O más bien de la imposibilidad de un amor metamorfoseado en algo virtual, irreal e improbable para unos personajes al borde del autismo emocional.
Los personajes de Night Moves, la última película de Kelly Reichardt, parecen haber perdido toda capacidad de relacionarse. La parsimonia, el hieratismo de sus rostros, el desencanto existencial es filmado con la cadencia contemplativa habitual en el cine de Reichardt, con el silencio entre personajes como muro infranqueable y con el acercamiento a un género como el thriller desde el minimalismo y la contención absoluta. Un desencanto vital sumamente irónico al encontrarnos ante personajes cuyo objetivo no solo es volver a establecer una relación con la naturaleza, sino hacer que los demás también abracen esas mismas ideas, aunque por ello deban utilizar la fuerza bruta. Como si los personajes, estancados en un viaje hacia las tinieblas, se les negara la posibilidad de redención en un prematuro final del camino.
A diferencia de la desnortada juventud de la película de Kelly Reichardt, para la joven pareja protagonista de The Heart Machine, en cambio, la relación amorosa pasa por un engañoso temporal plano virtual. Engañoso porque la supuesta distancia entre dos personajes que se relacionan a través de la pantalla de un ordenador (él en Nueva York y ella en Berlín), se resquebraja ante las fundadas sospechas de que ambos se encuentran en la misma ciudad. Hablamos entonces de una distancia autoimpuesta por uno de sus personajes, una vez el amor físico solo ha conducido al fracaso. ¿Puede entonces lo virtual sustituir a lo físico? Entre Her de Spike Jonze y 10.000 Km de Carlos Marqués-Marcet, Zachary Wigon, el director de esta The Heart Machine, propone el enésimo acercamiento a las nuevas formas del amor en el cine. En ese sentido Wigon establece un discurso pesimista respecto a esas nuevas formas dominadas por lo virtual. Atrás quedan los cuerpos fragmentados moviéndose en slow motion con los que abre la película. Siluetas bañadas por el láser y la luz estroboscópica, un anhelo en un mundo donde, en definitiva, lo virtual nunca podrá ser el sustituto de lo real. ¿Se ha convertido el triunfo del amor en un ideal inalcanzable?
La distancia que existe entre el Philip de Listen Up Philip y su entorno es también una distancia autoimpuesta. Philip, un arrogante escritor, antepone el éxito personal por encima de las emociones y la satisfacción existencial. Es por ello que todas sus relaciones amorosas acaban por convertirse en campos de batalla abonados por el mismo. En las primeras imágenes que abren la película de Alex Ross Perry, Philip utiliza la palabra como arma vengativa de aquellos que alguna vez pusieron en duda su futuro como escritor. Exnovias, amigos que ya no lo son… El mundo de Philip es mundo poblado de ex. Resquicios del pasado, cuerpos heridos por el egocentrismo de un personaje que se anticipa al dolor provocándolo él mismo. Porque en realidad, el Philip interpretado por un sensacional Jason Schwartzman, es una persona profundamente contradictoria, un ser frágil que necesita del amor más que nadie.
En Listen Up Philip esta contradicción aparece subrayada por una dialéctica problemática entre la palabra y su dispositivo formal. La distancia que Philip autoimpone entre él y casi todo el mundo, es establecida a través de la mezquindad, la crueldad y la gelidez de la palabra. También en la aséptica voz en off que articula el relato, mientras la puesta en escena se articula a partir de una cámara nerviosa, apoyada en el primer plano, que busca pegarse al cuerpo de sus personajes como si intentara desnudarlos. Algo que a ratos se consigue. Por eso, el viaje en bucle de Philip le lleva una y otra vez al hogar de esa frágil fotógrafa con el rostro de una Elisabeth Moss llena de matices. El destino que se dibuja en el horizonte de Philip es el mismo al de ese veterano escritor solitario que utiliza como reflejo. Un personaje, el de Jonathan Pryce, que, como los personajes de Winter Sleep, la celebrada película de Nuri Bilge Ceylan, ha dejado consumirse por el odio, ha tirado el amor por la ventana a costa de alcanzar unas aspiraciones onanistas que lo han condenado a la soledad más extrema. El de una casa aislada en mitad de la nada.
Daniel Jiménez Pulido
Enviado especial a la II edición del Festival Americana