Cosas que perdimos en el bosque
crítica a Into the Woods (Rob Marshall, Estados Unidos, 2014) / ★★★
La literatura infantil ha sufrido, a lo largo de los años, un proceso evolutivo tan importante como necesario teniendo en cuenta el cambio de los principios cívicos y la adaptación de los nuevos valores a los que la sociedad contemporánea ha estado sujeta. No debemos olvidar que este tipo de narraciones, a menudo confundidas con los libros didácticos, son escritas por una mente tan alienada como lo es la de cualquier adulto. Por este motivo, pese a que la inocencia infantil permite al niño entender estas historias de un modo ingenuo, es inevitable que, analizándolas detenidamente, encontremos en todas ellas componentes simbólicos, dobles morales o segundas intenciones indicadoras de que estamos ante un producto creado por adultos y destinado a adultos. El coreógrafo y director Rob Marshall ejecuta con Into the Woods una nueva y ampliada versión de algunos de los cuentos más conocidos, creados —o adaptados— por los hermanos Grimm. Marshall presenta un musical coral en el que las canciones funcionan como forma de añadir dinamismo a la construcción sintáctica clásica de los cuentos infantiles, donde la sencillez de las oraciones, predominantemente simples y cortas, prescindiendo del uso de las subordinadas o figuras retóricas que dificulten la comprensión inmediata del mensaje, se combina con la rapidez del diálogo y la rima consonante.
Como podemos apreciar, la cinta alterna entre las estructuras sintácticas propias de la expresión oral, donde la simplicidad es la clave en el proceso de transmisión —en la literatura infantil predomina el lenguaje verbal (diálogo) sobre el escrito (narrador)—, con unos recursos fundamentalmente dramáticos y tenebrosos que buscan la participación activa del consumidor adulto. Pese a ello, seguimos observando una supremacía de la expresividad afectiva sobre la conceptual en lo que a imagen se refiere. Así mismo, el empleo de la jerga popular y el lenguaje coloquial característico de los diálogos destinados a un público mayoritariamente infantil, se ve en ocasiones complementado por el patrón lingüístico culto, que quedaría reservado a personajes de la aristocracia —príncipe encantador— de expresión pomposa. El resultado final podría describirse como un crossover entre algunos de los cuentos más representativos del folclore tradicional. Como elementos comunes y nexos entre historias encontramos a las figuras de la Bruja y el Panadero. Dos personajes originales del musical de Stephen Sondheim que adapta el presente filme. La historia comienza con la presentación de ambos, la bruja explica que yace sobre el panadero una maldición que le impide tener hijos, y que no será revertida hasta que cumpla una serie de encargos. De esta forma, tanto el mencionado panadero como su mujer, se adentran en el misterioso bosque en busca de los objetos que les han exigido en el improrrogable plazo de tres días. El primero de ellos es una capa roja como la sangre, que tratarán de obtener convenciendo a una resolutiva Caperucita Roja, quien se dirige, a través del mencionado bosque, a casa de su abuelita. El segundo es una vaca blanca como la leche, que consiguen canjear a un niño llamado Jack a cambio de unas habichuelas mágicas. El tercero es una muestra de un cabello amarillo como el maíz, obtenido de la joven Rapunzel. Y el cuarto y último objeto es un zapato dorado, que todos imaginamos a quién puede pertenecer.
Una vez que los objetos han sido reunidos llegaremos al final de cada uno de los cuentos tal y como los conocíamos, Jack derrota al gigante cortando la planta mágica, Caperucita es rescatada por el ¿leñador?, y las princesas, Cenicienta y Rapunzel, se casan con sus respectivos príncipes encantadores. Esta primera parte, aunque se trata de la menos original, es por el contrario la más rápida y cómica de la película. Las presentaciones de cada personaje se hacen con gran dinamismo y con acertados números musicales liderados por una sensacional Meryl Streep. La segunda historia se presenta como una continuación pesimista que arremete contra el clásico “Final Feliz” del relato infantil. Cuando el simpático narrador está a punto de concluir la historia con el recurrente, “y fueron felices para siempre” un gran estruendo interrumpe la celebración del matrimonio y nos avisa de que las perdices tendrán que esperar. Al parecer un segundo gigante, la enfadada mujer del asesinado por Jack, ha bajado para vengar la muerte de su esposo. Ésta es la historia más prolongada, la mayoría de los gags se utilizaron en la primera parte, dejando a esta segunda con un avance más pausado y monótono. Ya estamos acostumbrados al reincidente tonillo melódico de las canciones, por lo que por momentos puede llegar a hacerse pesado. Sin embargo, en cuanto a contenido, es sin duda la parte que aporta toda la originalidad y la vuelta de tuerca que anunciábamos al principio. De repente nos damos cuenta de que en la sociedad actual el final feliz no existe, en su lugar, el príncipe encantador es un adúltero y engaña a Cenicienta, Caperucita queda huérfana y sola en el bosque a merced de su suerte, Jack es acusado por todo el pueblo como el autor del giganticidio y entregado a la gigante para que cumpla su venganza, y Rapunzel es enviada a un lugar aislado por culpa de una madrastra rencorosa.
Al final de la primera parte, la bruja, que también resulta ser la madrastra de Rapunzel (hermana biológica del panadero y futura cuñada de Cenicienta), consigue reunir los objetos que romperán su maleficio, dejando de ser la bruja horrible que todos conocemos. La bruja es bruja y heroína al mismo tiempo, hace el mal tratando de ser buena, su inseguridad la lleva a una sobreprotección de su hijastra, con el único propósito de evitar que sufra ningún mal. También hace el bien, aunque de manera inconsciente o fingiendo que su objetivo era el contrario: causar daño. De este modo, una vez que la bruja recupera su deseada (y deseable) apariencia, su condición de madre protectora parece desvanecerse al igual que su necesidad de tener a su hijastra a su lado continuamente. Su físico le aporta la seguridad que necesita y reaviva viejas y olvidadas costumbres concupiscentes. Aquí se aprecia la maldad que hay asociada a la belleza en los relatos infantiles, donde aquellas que son mostradas como las más guapas, como la madrastra y hermanastras de Cenicienta, son al mismo tiempo las más mezquinas. Es el concepto de femme fatale asociado a la lógica que nos dice que el desarrollo tradicional de las figuras de la bruja y la madrastra es una manifestación de misoginia albergada en los relatos que atentan contra la actitud subversiva o emancipada de la mujer, y que, al mismo tiempo, representan la fragilidad, dependencia y desobediencia con las que se asocia tradicionalmente al sexo femenino —idea de sexo débil—. El final, que parece empieza a confundir historias con una panadera más “valiente” de lo normal y un Jack en tareas bíblicas honda en mano, se encargará de dar a entender, de forma dramática, que en la realidad no importa si se trata de un héroe o un villano, salvador o salvado, príncipe o panadero, todo hombre siempre dependerá de una mujer; ya sea por inmadurez, inseguridad o, por supuesto, por amor. | ★★★★★ |
Alberto Sáez Villarino
Redacción Dublín (Irlanda)
Estados Unidos. 2014. Título original: Into the Woods. Director: Rob Marshall. Guion: James Lapine (Musical: Stephen Sondheim, James Lapine). Duración: 124 minutos. Montaje: Wyatt Smith. Música: Stephen Sondheim. Fotografía: Dion Beebe. Productora: Walt Disney Pictures / Lucamar Productions. Intérpretes: Meryl Streep, Emily Blunt, James Corden, Anna Kendrick, Chris Pine, Johnny Depp, Lucy Punch, Christine Baranski, Tammy Blanchard, Daniel Huttlestone, Tracey Ullman, Mackenzie Mauzy, Billy Magnussen, Lilla Crawford, Richard Glover, Simon Russell Beale, Joanna Riding, Annette Crosbie.