Retrato de un artista que se convirtió en marca
crítica a Saint Laurent (Bertrand Bonello, Francia, 2014).
A veces coinciden en el tiempo dos (o tres) proyectos de similar punto de partida que se van a estrenar en un periodo de meses lo suficientemente cercano como para que las comparaciones sean frescas, con alguna de esas cintas recibiendo el calificativo de mejor o peor de manera algo injusta. Sucedió con dos historias de cómo Truman Capote escribió A sangre fría en 2005/2006; con hasta tres variadas adaptaciones de la historia de Blancanieves en 2012 y, curiosamente, en Francia en 2011, cuando la novela de Louis Pergaud, La guerra de los botones, fuera llevada al cine dos veces. El destino quiso que dos proyectos sobre la vida y obra del diseñador Yves Saint Laurent se pusieran en marcha de maneras opuestas. Tras la académica y criticada Yves Saint Laurent (Jalil Lespert, 2014), aguarda esperar el estreno en nuestras salas de esta magnífica propuesta de Bertrand Bonello, apropiadamente titulada Saint Laurent (más adelante se entenderá la razón de esto), y que llega envuelta en la polémica porque Pierre Bergé, viudo del diseñador, no le ha dado el visto bueno. Y es que viéndola, se entiende. No existe la mala publicidad, pensarán los productores de este biopic a la vez convencional y no convencional. Por su propia admisión, Bonello trabajó con total libertad la propuesta de llevar a la pantalla no solo una figura tan conocida, sino un cambio de década clave en Francia –de 1960 a 1970– y crear en el camino un festival para los sentidos. El director y su co-guionista Thomas Bidegain, que salen haciendo de los periodistas en la escena de la necrológica, concretan el repaso a la vida del modisto (unos perfectos Gaspard Ulliel y su contrapunto mayor, Helmut Berger) en esa década, aunque la última parte de la película mezcla tiempos sin pudor. La parte más convencional reside en el retrato de las adicciones y su factura a nivel personal del francés, algo que ya hemos visto en múltiples ocasiones, pero la novedad es que el director pone distancia y lo observa todo con un interés antropológico. Como curioso ante las acciones de su etéreo personaje central.
Saint Laurent es una película que hay que descifrar, una tarea que se afronta gustoso, ya que el precioso envoltorio añade y no sustrae niveles de sentido a la propuesta global de un director que usa al protagonista para varias cosas. En las manos de Bonello, Yves Saint Laurent es más que una persona, es el hermoso reflejo de una época, de una mentalidad y de la elegancia y creatividad como motor de la vida. Un repaso cinematográfico a la vida de tamaña personalidad del mundo de la moda debe ser como esta creación: estilosa, festiva, nunca relamida pero sin asomo de contención. La configuración del reparto que orbita alrededor de Ulliel da una muestra de las intenciones del cineasta, con muchos de los grandes nombres del cine francés, bellísimos y perfectos con el deslumbrante vestuario. Todos componen el mosaico de esos tumultuosos años en su vida, amén de unos cameos de lujo (Valeria Bruni-Tedeschi, Valérie Donzelli, Jasmine Trinca, Dominique Sanda) que cumplen una doble función: ayudar a entender mejor la dimesión pública del personaje –se ficha a gente así para dar vida a roles así de importantes pero breves– y mostrar el apoyo a la irresistible propuesta del cineasta. Una propuesta que contagia los sentidos, y cuyo culmen se da en la exquisita plasticidad de la película y unas combinaciones de imagen y música que hipnotizan. La escena de la discoteca en la que Jacques de Bascher (un Louis Garrel sacando partido a su aura de efebo) y el protagonista cruzan sus miradas por primera vez es, en ese sentido, redonda. Un momento perfecto en un panorama cinematográfico donde ese tipo de escenas se convierten en ocasiones en más rutina que otra cosa, lo cual se nota por parte de los directores.
Veremos a Yves Saint Laurent trabajar, entenderemos su mundo y la frustración de someter tan delicado arte –el dibujo– a presiones varias. Si la angustia porque la siguiente colección no llega se contagia al espectador, es que los responsables de la cinta han hecho bien su trabajo. Hasta el mundo de la moda, tan criticado por vacío y superficial, tiene en esas escenas en el taller y en el arduo trabajo de los empleados un reverso acertado a la habitual descripción que se hace de él. De hecho, la película tiene como momento álgido un apoteósico desfile, clave en la trayectoria profesional de YSL, que deviene mezcla de tiempos, sueños, pantallas partidas (hasta siete) y una música perfecta, todo un torbellino sensorial que transmite la importancia y trascendencia de esa colección de ropa. A veces la genialidad puede ser un estigma, y tanto estas escenas de los talleres como las más personales prueban que el director no tenía miedo de meterse en los aspectos más oscuros de la vida de su sujeto de estudio. No es de extrañar que Pierre Bergé ataque la imagen de su difunta pareja aquí ofrecida, bañada en multitud de drogas, escapadas súbitas en busca de sexo y con la muerte involuntaria de su perro sobre su conciencia.
Estamos ante un trabajo generoso en los múltiples frentes que abre. Con el sexo, con la diversión de una época irrepetible y deliciosamente irresponsable (si se tiene ese alto nivel de vida, claro está) y con las ideas inteligentes. Tiene una bienvenida voluntad de estilo, no exhibe pudor alguno y ofrece estupendos juegos formales –nunca el Mayo del 68 se ha visto reflejado como aquí, una mezcla de genio y provocación– y pasajes deliberadamente confusos. A veces claustrofóbica y ante todo interesante, nunca pierde de vista el objetivo final, su tesis. Eso sí, la personalidad protagonista se hace a veces demasiado opaca, y sus 150 minutos se notan alguna que otra vez. La ruptura temporal del tercer acto nos pilla algo desprevenidos, debido a la falta de costumbre de que una cinta que ha avanzado con más o menos linealidad dé un socavón así de repente, cuando todavía queda una buena media hora de metraje. Es la deliberada confusión ya mencionada, cuya puesta en práctica añade raciones de misterio a toda la peripecia. Es una mezcla de respeto y osadía por parte del cineasta, y resulta la mejor manera de afrontar una obra biográfica. Bertrand Bonello ha armado una preciosista película que no busca desentrañar el misterio de la inspiración del artista, sino transmitir al espectador la información suficiente para comprender la creación de YSL, la personalidad pública/marca que superó al hombre. Pocas veces unas juntas de accionistas han sido tan apasionantes como aquí, describiendo en dual lo que supone la salida al mercado internacional de algo más que un nombre: un estilo de vida. Con todo lo que eso supone. La sonrisa que nos envía a los créditos, que ilumina de perversa inocencia juvenil el divino semblante de Gaspard Ulliel, es la más elocuente prueba de que esa es la intención. Resultado conseguido. | ★★★★★ |
Adrián González Viña
redacción Sevilla
Francia, 2014. Dirección: Bertrand Bonello. Guión: Bertrand Bonello & Thomas Bidegain. Reparto: Gaspard Ulliel, Jérémie Renier, Léa Seydoux, Louis Garrel, Aymeline Valade, Micha Lescot, Amira Casar, Helmut Berger. Música: Bertrand Bonello. Fotografía: Josée Deshaies. Productoras: EuropaCorp / Mandarin Cinéma / Orange Studio / Arte France Cinéma / Scope Pictures.