EL DOBLE MALÉFICO
El estudiante de Praga (Stellan Rye, 1913)
El alemán Hanns Heinz Ewers (1871-1943) fue un escritor extraño y esquivo, un gran creador en sus obras de atmósferas enrarecidas siempre apasionantes. Sus coqueteos con el régimen nazi, el mismo que después lo desahuciaría, lo dejaron al margen de la historia pese al éxito de su fantástica novela La mandrágora (Alraune, 1911), llevada en varias ocasiones al cine, quizá el único de sus libros que ha vencido en parte a su continuo olvido. Apasionado del recién nacido arte en una época en la cual éste apenas si era considerado un soez espectáculo de barraca de feria, comenzó a escribir guiones con la idea de crear verdaderas obras artísticas. La cinematografía danesa en aquellos años estaba a la cabeza de la producción mundial proponiendo actrices de fama internacional como Asta Nielsen y directores como su esposo Urban Gad. Así que nada mejor que asociarse con el director danés Stellan Rye (1880-1914) para realizar películas con el fin de demostrar que éstas no tenían nada que envidiar al prestigioso teatro. El estudiante de Praga (Der student von Prag, 1913) fue la más popular y exitosa de ellas, la primera en cimentar el prodigioso prestigio del cine mudo alemán en el mundo y el origen de su influencia en otras cinematografías y en las de la propia Alemania, pues ésta y no otra sería la cinta que llevaría poco después a los cineastas germánicos al expresionismo y a su gusto por tratar temas terroríficos y fantásticos.
La utilización de escenarios naturales era lo que en mayor medida podía ofrecer una película haciendo que el espectador abandonara las paredes de un recinto cerrado llevándolo lejos del habitual escenario teatral. Era uno de los más potentes elementos diferenciadores entre ambas artes, y Ewers tenía claro que era una de las cosas que había que aprovechar: rodar en lugares históricos. Así desde su mismo inicio en El estudiante de Praga esto queda patente: a las orillas del río Moldava, con todo el esplendor de la ciudad de Praga al fondo, vemos a Paul Wegener y a Ewers en animada conversación, al actor más importante de la escena alemana y a uno de sus autores con más prestigio ante un escenario impresionante. Es un placer, ajeno quizá al valor de la película en sí, contemplar a ambos gigantes en un momento de pretendida naturalidad, con Ewers enarbolando una pipa y un sombrero de ala ancha y a Wegener con una gorra del estilo de la que llevará su personaje, fumando un cigarrillo y explicándole al escritor nunca sabremos qué, nos gusta imaginar que tal vez diciéndole que haga lo posible por no resultar tan estirado y que se comporte de manera normal, como si no hubiera una cámara delante, cosa que Ewers no consigue del todo, no nos vamos a engañar.
El libreto de Ewers está basado en un poema de Alfred de Musset del cual podemos leer algún fragmento en los intertítulos del filme, aunque su herencia del relato William Wilson (1839) de Edgar Allan Poe es también más que evidente. En realidad, el tema central, que no es otro que el del doble o doppelgänger, es un clásico de la literatura romántica, sumado al mito fáustico del hombre que vende su alma al diablo por conseguir bienes terrenales. Spies, Marlowe, Lessing y Goethe marcarían el modelo que muchos seguirían consiguiendo que su inmortalidad trascendiera el papel escrito. Aunque el doble de Ewers bebe más de Los elixires del diablo (Die elixiere des teufels, 1816) de Ernest Theodor Amadeus Hoffmann, de El estudiante de Salamanca (1840) de José de Espronceda o de La maravillosa historia de Peter Schlemihl (Peter Schlemihl wundersame Geschichte, 1814) de Adalbert von Chamisso, si bien el bueno de Schlemihl lo que vendiera al Diablo fuera su sombra. Podríamos encontrar ecos también en la arrolladora novela El jugador (Igrok, 1866) de Fiódor Dostoievski o en la triste y melancólica, como siempre en su obra, El prado de Bezhin (Bezhin lug, 1852) de Iván Turguéniev. En fin, todas obras fantásticas y que recomendamos con total pasión, pero que forman parte de una lista que podría ser interminable y que de seguro cualquiera de vosotros, lectores, podríais ampliar sin fin a vuestro gusto. Ewers sigue así una tradición a la que rinde homenaje y con la que no rompe en ningún momento, buscando el beneplácito del espectador de la época, bien alejado de sus propias novelas, tan rompedoras, extrañas y arriesgadas. Ambientada en 1820, su guión nos presenta al estudiante y espadachín sin igual, el mejor de Praga, Balduin (interpretado por un excelente, como es habitual, Paul Wegener) que cae enamorado de la condesa Margit (Grete Berger), una belleza que queda muy lejos del alcance de nuestro empobrecido protagonista. La condesa está prometida a un fatuo barón, lo cual aleja más a su amada de sus soñadoras pretensiones. Pero cuando más triste y decaído está Balduin entra en escena el estrambótico Scapinelli (John Gottowt), su Mefisto particular, que le ofrecerá todas las riquezas imaginables a cambio de tomar posesión de cualquier cosa del vacío cuartucho del estudiante. Balduin se frota las manos de felicidad pues está convencido de que ganará con el cambio. Y así parece hasta que el maligno Scapinelli le pide… ¡su reflejo en el espejo! Y al aceptar dará comienzo su ordalía. Balduin, poco antes, ha estado practicando con su espada en la soledad de su habitación ante el espejo. “Mi verdadero enemigo es mi imagen reflejada”, afirmará ante su habilidad sin ser consciente de lo premonitorio y fatal de sus palabras.
Se ha afirmado, con razón, que El estudiante de Praga no brilla en su montaje, aún deudor de formas más arcaicas, ajeno a los nuevos descubrimientos, resolviendo todas las acciones presentadas dentro del mismo plano general. Así las escenas de caza muestran una continuidad poco fluida: se pasa de un plano a otro con los perros y los cazadores a caballo casi siempre dirigiéndose hacia la cámara. O Balduin en la secuencia final corriendo desesperado huyendo de su maligno doble desde el fondo del plano hacia cámara una y otra vez. Las secuencias se desenvuelven utilizando la profundidad de campo, con la acción principal delante y al fondo, más lejanas a la cámara, las secundarias. Brilla sobremanera sin embargo en la fotografía y en los magníficos trucajes del pionero Guido Seeber, el cual hace un espléndido y hermoso trabajo de doble exposición para las apariciones del doble o con los juegos de luces y sombras. La secuencia de la partida de cartas en la cual Balduin, ya presa del desaliento y entregado al vicio del juego, va derrotando a todos sus rivales hasta que aparece el pesado de su doppelgänger para amargarle la fiesta, otra característica habitual de estos diabólicos pactos en los cuales no hay manera de disfrutar tranquilo de las riquezas obtenidas por el trueque, está rodada en un sobrecogedor claroscuro con las figuras iluminadas en primer término arropadas por un fondo de sombras que intensifica el sentimiento de pesar y el destino trágico de nuestro héroe. Más diabólico que nunca, el doble apostará contra Balduin que sólo uno de los dos vivirá, y cuando el noble pero atribulado estudiante sea vencido desaparecerá tragado por la oscuridad, por las sombras que son ya el único reflejo que posee de sí mismo.
También es muy notable el encuentro romántico en el cementerio judío de Praga entre Balduin y Margit, con la aparición del doble justo en el momento en que el joven va a besar a la condesa chafándole el plan. ¡No es extraño que Balduin acabe enloqueciendo ante las continuas manifestaciones de su doppelgänger! Tan espectral presencia lo acosará sin descanso: ya no habrá redención posible. Más aún cuando hasta llegue a cometer un crimen haciéndose pasar por el auténtico Balduin. La burla final de Scapinelli sobre el cadáver del estudiante será impactante y terrible. Este demonio embaucador resulta una clara inspiración de otro malvado que posteriormente visitaría nuestras pesadillas: el doctor Caligari. Pues si por temáticas El estudiante de Praga retomaba el romanticismo clásico más delirante y exacerbado, a partir de ella se convertirían en asunto común del cine alemán, en especial con la llegada del expresionismo, el cual, amamantado además por la siniestra experiencia de la Primera Guerra Mundial, llevaría hasta el límite lo que Ewers y Rye nos habían mostrado en su obra maestra. Gozaría de dos versiones posteriores, una dirigida por Henrik Galeen en 1926 y otra por Arthur Robinson en 1935. La película de 1913 fue restaurada en una versión casi completa, a la que le faltarían sólo dos minutos de su metraje, en 1987 con la música compuesta para su estreno por Josef Weiss. Esta copia sí sería un doble que traería consigo toda la siniestra belleza de su original.
José Luis Forte
Redacción Cáceres
Alemania, 1913. Título original: Der student von Prag. Director: Stellan Rye. Guión: Hanns Heinz Ewers, inspirado en un poema de Alfred de Musset. Productora: Deutsche Bioscop GmbH. Productor: Paul Wegener. Estreno: 22 de agosto de 1913. Fotografía: Guido Seeber. Música: Josef Weiss. Diseño de producción: Robert A. Dietrich y Klaus Richter. Efectos especiales: Guido Seeber. Intérpretes: Paul Wegener, John Gottowt, Grete Berger, Lyda Salmonowa, Lothar Körner, Fritz Weidemann, Hanns Heinz Ewers, Alexander Moissi.
Cartel de la versión de 1926 de Henrík Galeen |