Diario de una adolescente con hipertricosis
crítica a Cuando despierta la bestia (Når Dyrene Drømmer, 2014), dirigida por Jonas Alexander Arnby.
La ficción televisiva ha utilizado las monstruosas mutaciones antropológicas como recurso metafórico para expresar diferentes conflictos sociales desde los inicios de la cinematografía. Con películas como El Golem (1920), La criatura (1956), o cualquiera de la etapa más oscura de David Cronenberg, se trataba de criticar el comportamiento humano por medio de la sátira terrorífica, la cual aportaba cierta libertad creativa al realizador para excederse cuanto quisiera en sus caricaturas aberrantes. Desgraciadamente, con el tiempo, estas sutiles alegorías fueron despojadas de todo significado, limitándose simplemente a mostrar al monstruo en cuestión con el único objetivo de asustar al espectador. Así, el cine de terror moderno queda restringido a la búsqueda del sobresalto, sustos inesperados mediante horribles imágenes reflejadas en oportunos espejos, niñas en camisón y demás clichés que, salvo alguna puntual excepción, pierden la gran trascendencia simbólica que tuvieron sus predecesoras, descendientes de la otrora infravalorada serie B. Una de esas excepciones de las que hablamos sería la sueca, Déjame entrar (2008), una sensacional fábula tenebrosa sobre la amistad, el amor y el injusto precio que hay que pagar por ser diferente en una sociedad estereotipada. Cuando despierta la bestia (Når Dyrene Drømmer), coge prestada la fórmula que tan bien le funcionó a Tomas Alfredson aunque, desafortunadamente, la desaprovecha con un planteamiento absurdo y sin profundidad.
El debutante Jonas Alexander Arnby sustituye a la joven vampiresa de Alfredson por una mujer lobo. Marie es una adolescente que vive en un pequeño pueblo pesquero de Dinamarca. Una vez que empieza a trabajar en la fábrica de pescado —destino laboral de todos los habitantes de la zona—, la protagonista comienza a ser acosada por el resto de sus vecinos, quienes la insultan, le gastan bromas pesadas y atacan verbalmente a su madre, quien padece una extraña enfermedad que la tiene postrada en una silla de ruedas. Todos sus compañeros de trabajo parecen haberla tomado con ella y su familia, a excepción de un simpático pescador que la mira de manera diferente, sin maldad. Al mismo tiempo, podemos comprobar cómo la joven acude a una revisión médica por una mancha que le ha salido en el pecho. Pronto descubriremos a qué son debidos esos inusuales síntomas. Todo resulta demasiado explícito y excesivo, desde el sobrecargado acompañamiento musical, tan insistente como (por reiterativo) ineficaz, hasta las oníricas visiones alucinógenas que sufre Marie, pesadillas desagradables e inconexas llenas de sangre. La imagen compuesta por Niels Thastum peca de evidente y forzado oscurantismo, el camarógrafo, siendo incapaz de trasmitir oscuridad mediante los personajes o la trama, se limita a la completa ausencia de iluminación en algunas escenas en las que “la bestia” ha sido liberada, resultando mucho más incómodo que, lo que parecía su intención, asfixiante.
Conforme avanza el metraje, restringido —en uno de los pocos aciertos de producción— a 80 minutos, resulta más obvio el mensajito aleccionador que se pretende dar a entender: todos aquellos considerados “diferentes” sufrirán castigos injustos, en una población reducida donde la “chismología” es la única ciencia válida y capaz de distribuir justicia entre sus mediocres habitantes. Algo que, como hemos comentado al principio, ya ha sido llevado a cabo con mucho más tacto en anteriores producciones, por lo que la originalidad no juega a favor de la presente película. Una vez el mensaje ha sido (insistentemente) transmitido, comienza la parte vengativa, que implica a la heroína, ya convertida en su monstruoso alter ego, impartiendo su particular justicia poética contra todos los abusones descerebrados, responsables del estado vegetativo de su madre y cuya intención era hacerle lo mismo a ella. “Antes de convertirme en monstruo, necesito hacer el amor”. Así de perspicaz se ha mostrado el guionista, Rasmus Birch, para expresar que los cambios físicos que sufre el personaje principal sirven de metáfora a los naturales cambios hormonales de la mujer, y al despertar sexual adolescente.
Unas alteraciones que tratan de imitar, una vez más sin éxito, a las magníficas transformaciones a las que Darren Aronofsky sometía a la mayoría de sus creaciones, como aquellas inquietantes plumas que comenzaban a brotar de la espalda de Natalie Portman en Cisne negro (2010). Por supuesto, una vez que la criatura se ha soltado de sus cadenas opresoras, no podía faltar la imagen gótico-religiosa, y no tenemos que esperar mucho hasta que, como una epifanía, aparezca una gran cristalera en forma de cruz en lo que suponemos la fachada de una iglesia. Esto nos deja una definitiva impresión de la falta de dedicación y la holgazanería del realizador, tratando de introducir con calzador muchos más símbolos de los que está dispuesto a explicar razonadamente, dejándose a sí mismo en evidencia frente a una inevitable comparación con los grandes maestros que hicieron de la simbología un arte, como por ejemplo, Andrzej Wajda en Cenizas y diamantes (1958), en la que se recitaba el poema de Norwid que daba sentido al título de la película, al tiempo que un cristo crucificado colgaba boca abajo en una iglesia polaca destruida por las bombas de un ejército alemán que anunciaba oficialmente su rendición, y una pareja de amantes se resistía a renunciar a un amor imposible.
Unas alteraciones que tratan de imitar, una vez más sin éxito, a las magníficas transformaciones a las que Darren Aronofsky sometía a la mayoría de sus creaciones, como aquellas inquietantes plumas que comenzaban a brotar de la espalda de Natalie Portman en Cisne negro (2010). Por supuesto, una vez que la criatura se ha soltado de sus cadenas opresoras, no podía faltar la imagen gótico-religiosa, y no tenemos que esperar mucho hasta que, como una epifanía, aparezca una gran cristalera en forma de cruz en lo que suponemos la fachada de una iglesia. Esto nos deja una definitiva impresión de la falta de dedicación y la holgazanería del realizador, tratando de introducir con calzador muchos más símbolos de los que está dispuesto a explicar razonadamente, dejándose a sí mismo en evidencia frente a una inevitable comparación con los grandes maestros que hicieron de la simbología un arte, como por ejemplo, Andrzej Wajda en Cenizas y diamantes (1958), en la que se recitaba el poema de Norwid que daba sentido al título de la película, al tiempo que un cristo crucificado colgaba boca abajo en una iglesia polaca destruida por las bombas de un ejército alemán que anunciaba oficialmente su rendición, y una pareja de amantes se resistía a renunciar a un amor imposible.
Tras el desarrollo abrumador del filme, el final no podía ser menos y termina por ceder al más absoluto y previsible de los que podíamos haber imaginado. La visión de una Antonietta Gonsalvus albina, pone el broche de oro a este desesperado intento de lograr perpetuar la estela de las fructíferas películas vampirescas, trasladando ahora la temática a una licantropía carente de cualquier romanticismo. La entrañable relación sentimental, que pudimos apreciar entre Oskar y Eli en la mencionada Déjame entrar, es sustituida por un absurdo rollo de una noche al que sólo le faltó el aullido final bajo la luz de la luna llena. | ★★★★★ |
Alberto Sáez Villarino
redacción Dublín (Irlanda)
Ficha técnica
Dinamarca. 2014. Título original: Når Dyrene Drømmer (When Animals Dream). Director: Jonas Alexander Arnby. Guion: Rasmus Birch. Duración: 84 minutos. Montaje: Peter Brandt. Música: Lars Mikkelsen, Sonja Richter, Jakob Oftebro, Gustav Dyekjær Giese, Stig Hoffmeyer, Mads Riisom, Sonia Suhl, Benjamin Boe Rasmussen, Tina Gylling Mortensen, Esben Dalgaard. Presentación oficial: Festival Internacional de Cannes 2014.