GIANCALDO, MON AMOUR
Cineclub | Cinema Paradiso, dirigida por Giuseppe Tornatore, Italia, 1988.
Hay una frase que dice que nuestros sueños son nuestra única vida real. Tal vez sea por su fuerza, su incidencia, o la claridad con la que nos alumbran y permanecen dentro de nuestras cabezas pese al paso del tiempo, también los recuerdos se convierten en nuestra única existencia paralela, un foso lleno de imágenes que se resisten a desaparecer. Desde que somos niños y hacemos uso de nuestras memorias, ambas cosas, recuerdos y sueños, van creciendo como flores y malas hierbas en nuestros interiores, algo que de lo que jamás podremos desprendernos. Cinema Paradiso (Giuseppe Tornatore, 1988) nos ha enseñado que si amas verdaderamente a una mujer, pierdes la cabeza por las películas, y quieres a un amigo contra viento y marea, esas pasiones permanecerán incorruptibles, unidas a nosotros irremediablemente como la otra cara de nuestras monedas. Por este mismo motivo, un cuarto de siglo después de su lanzamiento, este filme italiano sigue siendo uno de esos cuentos cinematográfico que conjugan con acierto, encanto y atemporalidad los mejores ingredientes para cautivar el corazón de cualquier espectador que aún no haya viajado con Totó a Giancaldo, un pequeño pueblecito italiano donde, en los años 40, la población concentrada sus ilusiones y aparcaba los temores y las vicisitudes de la posguerra en los butacones de esa hermosa y pintoresca sala de cine que da nombre a la obra.
Para comenzar a relatar la historia encargada de transmitir las experiencias vitales más importantes de su protagonista, Salvatore di Vita (Jacques Perrin) además de personificar una declaración de amor metacinematográfica hacia el séptimo arte, empieza el filme con una llamada telefónica. Ya entrado en la madurez, Salvatore es un afamado y prestigioso director de cine afincado en Roma, y cuando una noche regresa a su piso, su novia le comenta que su madre ha telefoneado desde su pueblo natal para informarle de que un tal Alfredo ha fallecido. Con la duda por parte de esa mujer sobre quién es el hombre que ha muerto, comienzan a desfilar una serie de recuerdos en retrospectiva, que discurren en orden cronológico desde la infancia a la vida adulta de su protagonista; unas experiencias marcadas por la pobreza, el ansia de superación, el vitalismo, la soledad, el amor y la asimilación de las frustraciones, bajo el amparo incondicional del cine. Ennio Morricone tiñe de magia las casi tres horas de duración de una película que retrocede tres décadas desde su punto de inicio y nos presenta a Totó, el hijo diminuto y avispado de una viúda de guerra, de ojos brillantes y orejas de soplillo, que desde muy pequeño se ve maravillado por la labor artesanal que existía en la sala de proyecciones.
CINCO RAZONES PARA (RE)VISIONAR CINEMA PARADISO
Cuando este filme era estrenado allá por el 88, y una servidora no era, ni siquiera, un proyecto de célula embrionaria, su creador Giuseppe Tornatore anticipaba con pesimismo la agonía de las salas de cine debido a la aparición del formato vídeo y la popularización másiva de la televisión, sin saber que hoy, y cinco lustros más tarde, el encanto de su obra volverá ser proyectado en salas para celebrar su aniversario. Si bien es cierto que la globalización y el auge de los grandes centros comerciales han acabado con esos maravillosos y nostálgicos cines pequeños de una o pocas salas, que Cinema Paradiso retorne a la pantalla grande siempre es un buen motivo para calentar las palomitas y recordar el porqué de su éxito.
1. El cine es un bálsamo universal
Cuando Salvatore es un niño, inquieto y travieso, cree ciegamente que las películas constituyen una especie de objetos mágicos e imposibles de desentrañar, hasta que por este motivo, husmea y conoce por casualidad a Alfredo (Philippe Noiret), el otro gran protagonista del filme y operario encargado de la sala de proyecciones. Tras la Segunda Guerra Mundial, el cine era, como el resto de ámbitos, espacio no ajeno a la censura, y la audiencia no escatimaba en abucheos cuando, por orden del sacerdote del pueblo, las películas saltaban y los besos y actitudes por entonces consideradas “excesivamente cariñosas”, eran eliminadas sin piedad. Un buen día, Totó intenta hacerse con estas secciones cortadas y tras la reprimenda, Alfredo accede a enseñarle el modus operandi de las máquinas de proyección. Así comienza un tándem de amor por el cine, desde la profesión del a veces cascarrabias pero adorable y genuino Alfredo, que lleva muchos años trabajando en el Cinema Paradiso y recita miles de citas de actores de memoria a modo de consejos, y Totó, que procedente de una familia humilde ve en el cine un refugio y acaba convirtiéndose en director tiempo después, cuando escapa de ese opresivo Giancaldo natal para iniciar una vida nueva en la capital de Italia. Por otra parte, cuando Cinema Paradiso arde en llamas, puesto que por aquel entonces las películas eran de nitrocelulosa altamente inflamable, la desilusión y la desesperación de la gente de a pie refleja lo importante que era el cine como elemento de ocio, juerga y cohesión social.
2. Existen amistades indestructibles
La amistad de Alfredo y Salvatore, de carácter atípico por su diferencia de edad y sometida a diversos obstáculos, es desde el principio uno de los ejes más importantes sobre los que bascula la película. Pertenecientes a generaciones completamente diferentes, Alfredo imprime sobre el niño la pasión por el oficio, y éste le salva la vida durante el incendio del edificio, momento trágico en el que el entrañable personaje se queda ciego para siempre. Ciccio, un habitante del lugar, invierte sus ahorros en la reconstrucción de la sala de cine, y aunque todavíia se halla en plena infancia, contrata a Totó como nuevo operador, pues nadie más en la ciudad sabe manejar las máquinas. Alfredo es testigo de la evolución del protagonista y de sus desencantos, pues ya de joven se enamora de una mujer perteneciente a una familia poderosa y opulenta que ya tiene pensados otros planes para ella, y que nunca permitiría que la muchacha se casase con un chico de raíces pobres como Salvatore. Podremos ver aquí una especie de doble admiración por parte de ambos personajes; Totó asciende a la categoría de héroe mundano cuando rescata a Alfredo del cine en llamas, y éste es una especie de gurú espiritual o padre a efectos de convivencia del joven, dado que el biológico jamás regresó de la contienda. Tras un salto de una década, conocemos al Salvatore adolescente, cuya relación con el proyeccionista es cada vez más unida y compleja. Seguramente el viejo Alfredo es el único que conoce las luces, sombras y aspiraciones del protagonista, el que le recomienda fervientemente que abandone Giancaldo y se lance a la aventura, que no mire atrás ni ceda a la nostalgia, el que le recuerda lo mucho que vale y la importancia de la independencia y de forjarse la identidad en solitario.
3. Hay amores para toda la vida
Salvatore se enamoró perdidamente en su juventud, pero la familia de su novia los separó mudándose a Sicilia, y aunque quedaron para verse por última vez en el Cinema Paradiso (punto de unión entre todos los personajes del filme, y testigo de los acontecimientos más importantes), el reecuentro nunca sucedió pues ella llegó tarde y dejó una nota que el nunca llegó a ver. Esta subtrama da la historia un cariz dramático un poco equiparable a una tragedia griega, pues parece que a pesar de todo el amor que se respiraba entre ellos, el destino y las casualidades actuaron para separarlos durante tres décadas de manera inexorable. Sin embargo, una vez se reencuentran, y aunque ya es demasiado tarde para emprender una relación amorosa, recuperan mágicamente aquella emoción vivida en sus adolescencias. Su experiencia pone de manifiesto la importancia que, por desgracia, tenían en aquel entonces los prejuicios, las decisiones familiares, la capacidad económica y la pertenencia a ciertos colectivos sociales, a la hora de querer consolidar una relación amorosa. Y lo que en un principio resultó un consejo duro de Alfredo, se convirtió con el paso de los años en una intentona llena de bondad por salvar del dolor y de la frustración al inquieto protagonista.
4. Nuestros recuerdos somos nosotros
Por cursi que suene, el hogar está donde tenemos el corazón, y estar enemistado con el pasado es una guerra de la que se sale habitualmente herido. En el tramo de la madurez de su vida, y escapando de sí mismo y de sus raíces a causa de ese amor no correspondido y de las ganas de liberación, Salvatore se ve obligado a desandar durante unos días el éxodo que emprendió hacia Roma, el cual le acarreó fama y auspicio del sector cinematográfico, además de puñados de mujeres anónimas que no consiguieron evocar ni por asomo la sensación de enamoramiento experimentada en su juventud. Las sensaciones se acumulan al ver a su madre, dulce y envejecida, tocar de nuevo sus cosas, llevar el ataúd de su querido Alfredo, y sobre todo, reencontrarse bruscamente con el peor y el mejor de sus temores, aquella enamorada que supuso un antes y un después en su existencia, y volver a atar cabos sueltos con el lugar que lo vió nacer y crecer. El final de la película supone cerrar un círculo, un viaje de retorno hacia las cuentas pendientes: Alfredo dejó para Salvatore un par de pertenencias personales: un carrete de película sin etiquetar y el banquito al que Salvatore se subía de niño para poner en marcha el proyector.
5. Y un broche final impecable
Salvatore presencia con melancolía, tras el funeral de Alfredo, la demolición del edificio de su querido Cinema Paradiso cargado de recuerdos, cuyo solar se empleará en construir un aparcamiento de vehículos. Allí se reecuentra con muchas de las personas con las que había compartido butaca, llanto y risa a lo largo de su juventud como proyeccionista. Quizá, el momento más álgido del filme sean los minutos finales, en los que, una vez de vuelta a su hogar en Roma, se decide a proyectar el regalo que su viejo amigo había dejado en su nombre: un singular montaje realizado a base de juntar todas aquellas secuencias censuradas de besos y abrazos de los filmes de la posguerra, un testimonio del poder expresivo y evocador de las imágenes. Salvatore llora y sonríe a la vez, reconciliado con los fantasmas de su pasado, y cerrando esta fábula maravillosa sobre las deudas de la amistad, la importancia de los sueños y las secuelas de los recuerdos.
Andrea Núñez-Torrón Stock
redacción Santiago de Compostela
Italia, 1988, Nuovo Cinema Paradiso. Director: Giuseppe Tornatore Guión: Giuseppe Tornatore Productora: Coproducción Italia-Francia; Les Films Ariane / Cristaldifilm / TFI Films / RAI. Música: Ennio Morricone. Fotografía: Blasco Giurato. Reparto: Philippe Noiret, Jacques Perrin, Salvatore Cascio, Agnese Nano, Brigitte Fosey,Marco Leonardi, Antonella Attiu, Enzo Cannavale, Isa Danieli, Leo Gullota, Pupella Maggio, Leopoldo Trieste. Presentación oficial: 1989: BAFTA, incluyendo mejor película de habla no inglesa. 11 nominaciones. 1989: Oscar: Mejor película de habla no inglesa. 1989: Globo de Oro: Mejor película extranjera. 1989: Festival de Cannes: Premio Especial del Jurado. 1989: Premios César: Mejor póster. Nominada a Mejor Película Extranjera. 1988: Premios David di Donatello: Mejor música. 5 nominaciones