«Detrás de cada sonrisa fingida existe un corazón roto» sería un perfecto proverbio para definir a Robin Williams, el actor de la perpetua sonrisa pintada en la cara y mirada azul tan transparente como triste. Aficionado al ciclismo y amante de los videojuegos –hasta el extremo de llamar Zelda a su hija–, Williams ejemplarizó muy bien la figura del niño eterno, un gigantón con espíritu jovial y travieso que no temía al ridículo, enfundándose los más variados disfraces con tal de hacer disfrutar a niños y adultos en multitud de películas que hoy se agolpan en nuestra memoria colectiva. Ya sea porque se prodigó, mayoritariamente, en un tipo de cine destinado a todos los públicos o porque, al fin y al cabo, fue un tipo que caía inevitablemente simpático a la gente, su pérdida se siente más cercana, casi como si se tratara de la de un familiar de cada uno de nosotros. Es momento de echar la vista atrás y valorar en su justa medida el maravilloso legado que nos ha dejado, con un buen puñado de películas que pasarán a los anales del cine y otras tantas a las que siempre será un placer acercarse para, simplemente, alegrarnos el día. Fue uno de los mejores cómicos de los últimos 40 años, eso es algo incuestionable, pero también un notable actor de carácter que salió victorioso de las pocas oportunidades que le ofrecieron como actor dramático.
Nacido en Chicago el 21 de julio de 1951, Williams descubrió que lo suyo era la interpretación ya desde el colegio, por lo que abandonó sus estudios de política para dedicarse al teatro. Tras estudiar en una prestigiosa academia de Nueva York, se instaló en San Francisco donde en 1976 comenzó a ser un habitual monologuista en bares y teatros, alcanzando gran éxito. En 1978 logró su primer papel protagonista en la serie de televisión Mork & Mindy en donde interpretó a un excéntrico extraterrestre durante varias temporadas. Robert Altman le dio su primera gran oportunidad en el cine con la fracasada Popeye (1980), donde Williams ya demostró que podía ser un perfecto dibujo animado en movimiento. En 1982 empezó a recoger sus primeras críticas entusiastas gracias a El mundo según Garp, bajo las órdenes de George Roy Hill. Pero el bombazo aún estaba por llegar y, tras una serie de comedias más bien olvidables, Barry Levinson le ofreció el papel del pinchadiscos Adrian Cronauer de Good Morning, Vietnam (1987), comedia bélica ambientada en Vietnam que arrasó en taquilla y le supuso a Williams su primera nominación al Óscar. A partir de ahí su carrera sufrió un imparable ascenso, volviendo a repetir nominación dos años después por El club de los poetas muertos (Peter Weir, 1989) en donde se metió en la piel del excéntrico profesor de Literatura John Keating, capaz de contagiar su amor por la poesía a un grupo de rebeldes alumnos. Sin duda, una interpretación magistral –tal vez la que más quede en el recuerdo de todas las suyas– para una película sencillamente inolvidable. Despertares (Penny Marshall, 1990) –drama médico en donde no se achantó ante un peso pesado como Robert De Niro–, El rey pescador (Terry Gilliam, 1991) –hermosa fábula urbana con la que logró su tercera nominación gracias al papel del vagabundo Parry en busca del Santo Grial a través de Nueva York– y El indomable Will Hunting (1997, Gus Van Sant) –con la que al fin consiguió la preciada estatuilla como mejor actor secundario– fueron algunas excelentes muestras de su enorme talento dramático. Incluso se permitió el lujo de romper con su imagen cándida en un par de papeles de psicópata que fueron muy alabados, los de Insomnio (Christopher Nolan, 2002) –que me fusilen si Williams no se comía al mismísimo Al Pacino en cada aparición– y Retratos de una obsesión (Mark Romanek, 2002).
Un joven Robin Williams en Mork & Mindy (1978-1982) |
A pesar de todo, para qué negarlo, el nombre de Robin Williams ha estado unido durante muchos años al cine familiar, que fue el que le reportó sus mayores éxitos comerciales, convirtiéndole en una especie de rey Midas que convertía en oro todo lo que tocaba. Fue un amnésico Peter Pan entrado en años (y kilos) en Hook (Steven Spielberg, 1991); padre travestido en anciana niñera con el fin de pasar más tiempo junto a sus hijos en Señora Doubtfire (Chris Columbus, 1993); chico atrapado durante décadas en la jungla de Jumanji (Joe Johnston, 1995); desinhibido homosexual en Una jaula de grillos (Mike Nichols, 1996); niño con apariencia de adulto en la incomprendida Jack (Francis Ford Coppola, 1996); despistado científico en Flubber y el profesor chiflado (Les Mayfield, 1997); médico que utiliza la risa como terapia contra el cáncer en Patch Adams (Tom Shadyac, 1998) o robot de corazón sensible en El hombre bicentenario (Chris Columbus, 1999). Otro de sus grandes triunfos lo obtuvo poniéndole voz al hilarante Genio del clásico Disney Aladdin (Ron Clements, John Musker, 1992). Fueron estos títulos los que convirtieron al intérprete en uno de los más rentables –y mejor pagados– de la década de los 90. Ganador, además del Oscar, de 4 Globos de Oro y el Premio Cecil B. DeMille a toda su carrera en 2005, Williams pudo presumir de haber trabajado para los mejores directores y haberse ganado el cariño, respeto y admiración de todos sus compañeros de profesión.
Retrato de Robin Williams |
En los últimos años de su vida –y tras una serie de fracasos comerciales demasiado seguidos–, Williams se fue convirtiendo en una presencia cada vez más secundaria en el cine, compaginando obras de calidad –su rol del presidente Eisenhower en El mayordomo (Lee Daniels, 2013)– con trabajos alimenticios como la saga Noche en el museo (Shawn Levy), donde también dio vida a un presidente, Theodore Roosevelt. En el horizonte quedó la ilusión por volver a ser la Señora Doubtfire en una secuela que se estaba preparando y que podría haberle devuelto el título de estrella taquillera. Sinceramente, soy de la opinión de que alguien que ha dedicado toda su vida a alegrar la de los demás nunca llega a desaparecer del todo. Prefiero imaginármelo de vuelta al País de Nunca Jamás, donde cuidará para siempre del resto de niños perdidos o regresando al interior del mágico tablero de Jumanji donde seguirá luchando contra múltiples animales feroces. El mundo es hoy mucho menos divertido. A los millones de seguidores que hemos disfrutado como niños con cada una de sus películas se nos ha congelado la sonrisa en la cara con su partida, pero estamos seguros de que, esté donde esté, el sr. Williams seguirá repartiendo optimismo y risas por doquier.
«Sólo al soñar tenemos libertad, siempre fue así y siempre así será».
(John Keating -Robin Williams- en El club de los poetas muertos)
José Antonio Martín
redacción Las Palmas de Gran Canaria