El peón que anhelaba ser 'Il capo di tutti Cádiz'
crítica de El niño | dirigida por Daniel Monzón. 2014 | ★★★
Manténganse sobre aviso: hay en el cine, y en la vida en general, una inclinación perniciosa a discriminar entre corrupción "buena" y corrupción "mala"; como si infringir la ley sólo fuese incorrecto cuando el infractor con i mayúscula es económicamente boyante. Como si esa desgracia sin paliativos llamada pobreza le autorizara (sí, ¿por qué no?) a uno a divorciarse del jefe y de la mujer al mismo tiempo, creando grupo en Whatsapp; y a salir, ya recluida la tarde, en esas horas que preceden al fin de todo, a tu balcón pegando tiros con una escopeta y un puro de utilería y un maletín rebosante de billetes purpúreos. Ni siquiera es necesario ser "pordiosero" para mandarlo todo al carajo y tirar pa'l monte con vete tú a saber qué ideas: una entelequia, quizá, derrocar el bipartidismo, a lo mejor. Descuiden: no entraré en detalles. Me pagan a partir del segundo párrafo, y los hay (lectores) con prisa. La corrupción, en fin, se extiende como la metástasis en un cine grande y en una España cada vez más disfuncional. País que, por si aún no lo sabían, hace frontera al sur con un continente descaradamente rico pero lleno de pobres a causa de muchas, demasiadas cosas; entre ellas la corrupción, que allí adquiere tintes pandémicos. ¿Les suena? La corrupción, como los kilos sobrantes, rasga vestiduras en áreas desfavorecidas y desfavorecedoras, siempre para favorecer las zonas más favorecidas: puertos de lujo donde atracan yates multimillonarios, académicos resorts a donde ir con la barriga y la mente colmadas, urbanizaciones que proliferan sólo hacia un hermetismo clasista, opulencia a la sombra de un arrabal tan intransitable como invisible, donde camellos por principio y mulas solitarias viven un Vietnam a escala, sin consuelo y participando de la corrupción que todo lo ve, todo lo quiere, todo lo engulle.
Bienvenidos pues al Nuevo Sueño Europeísta: un sueño americano a la remanguillé, con democracia y en patines, donde robar sale más barato que soñar. Fundamentalmente, realismo. Básicamente, cine. Un complejo, arduo y aperturista cine en tierra de espectadores con vocación de gaditano con dos láseres azules que radiografía el Peñón, y cuya moto bien pudiera convertirlo en la sensación estival. Y la historia es aquí la que nunca abre el telediario, la de policías contra narcotraficantes y sus pequeñas historias encumbradas a la gloria de una tragedia atávica: querer más dinero, querer salir de la ciénaga, querer justificar tu placa con una gran incautación aun a sabiendas de que el hijoputa al que has trincado será sustituido inmediatamente por otro chófer de la mafia allí imperante; pero también que no hay salvación en el infierno que hundió a Frank Sobotka, jefe del sindicato de estibadores de Baltimore y, sin duda, uno de los mejores personajes de The Wire: acaso la mejor y más insólita sopa fría con regusto a clásico televisivo que te explotó en las narices. Él se doblegó frente a la idea de ayudar a los suyos caiga quien caiga, aunque no a cualquier precio, incluido él. Sobotka (Chris Bauer) un día miró fijamente a McNulty y éste pensó en cuán corruptos serían el polaco, su sobrino Nick y su hijo Ziggy con genitales de Rocco Siffredi e intelecto de Steve Urkel. En los astilleros Frank preconizaba una ley, no siempre silenciosa, inquebrantable para con los obreros que se reunían a trasegar chupitos de whisky Jameson y pintas de cerveza en el mismo bar de siempre, a la misma hora de siempre. Y hasta nuevo día.
Esto no es Baltimore, sino Algeciras. También Gibraltar. Y Marruecos y, conviene recordarlo, África. Hay un policía que contempla la puesta de sol como si fuera lunes. A decir verdad, él ya no sabe si eso es una puesta de sol o un amanecer con varias décadas de retraso. El brillo le impide por un momento ver la mierda que bulle al fondo. Y ese hedor único que apenas si huele a mar salado y eso quizá lo convierte en una fragancia más sospechosa si cabe. Es Luis Tosar. A partir de ahora, Jesús. Un policía de película, y no me miren así. El hombre es tan honesto y tan transparente que hasta da vergüenza reñirle por cualquier trastada laboral. Pregunten si no a Sergi López. En este punto, Vicente. Sí, otro policía. Y superior. En rango, se entiende. Jesús les sigue desde hace tiempo la pista a unos narcos marroquíes socios, al parecer, de un inglés con traje blanco que se pasea por Gibraltar como si aquello fuese el Viejo Oeste. Y no le envidia en algunos detalles agropecuarios. Eso, y que el supuesto inglés resulta ser inglés hasta el tuétano. De Blackburn, concretamente. Ian McShane es, para ustedes, a partir de ya, El Inglés. Y no, no mea cuchillas de afeitar porque ni ha contraído gonorrea, ni se llama Al Swearengen, ni nosotros hacemos noche en Deadwood. Y, en cualquier caso, El niño le ofrece a él una oportunidad mínima y muda, anecdótica a la par que irrelevante. No abandona nunca McShane el asiento de un secundario en tercera fila; de un espectro que pone cara de malas pulgas y prestigia los títulos de crédito del último filme dirigido por Daniel Monzón (El robo más grande jamás contado, La caja Kovak). Regresa el cineasta mallorquín tras un lustro de silencio (in)interrumpido, luego de barrer con justicia ocho Premios Goya gracias a su excelente —y claustrofóbica— Celda 211. Una película que aupó por fin a un hasta entonces minusvalorado —pero ya muy docto— Luis Tosar, quien desde aquel momento no necesitó más adjetivos que su nombre. Da igual lo que haga, pues su contribución es siempre un regalo a ojos del público. Más aún para el director, o para el guionista que escribe pensando en esas cejas inmortales, en ese físico común y, paradójicamente, terrorífico de manera abstracta. Hoy es fatalidad y a continuación comedia; o al revés. O todo en uno. Aquí, Tosar cumple sin estridencias junto a Bárbara Lennie, este año con ángel. Pues en los próximos meses multiplicará su cuota de pantalla, sumando del tirón cuatro títulos a su joven filmografía.
Bueno, sí, vale. ¿Y quién es el Niño?, se preguntarán ustedes. Ya lo mencioné. Un gaditano veinteañero al que sus conocidos así se dirigen para llamarle la atención, por su espíritu rebelde (le gusta montar su moto acuática y llegar a Gibraltar sólo para volver sobre sus fugaces olas y decir "Ya volví, y mira qué piedra atrapé") y porque en verdad no se les ocurría ningún apodo más original, o que encajara mejor con su rostro de, precisamente, niño. Sin más. Él y su compañero se enredan con malas compañías, y se deciden a hacer negocios con los peores narcos al sur de una frontera que de un lado es beneficiosa y del otro, también. La extorsión es para ellos un mal necesario. Así se las gasta el Niño (Jesús Castro, una mina recién descubierta), personaje unidimensional en ambos territorios que salpican al más incauto de los mirones. Al más crepuscular andaluz, si se prefiere. Y sin tópicos.
Como crítico con apetencias y obsesiones que fue/es, Monzón acude a sus referentes para construir una trepidante película de acción policíaca, a ratos evocadora —sobre todo en su ejecución aérea— del Michael Mann de Heat, Collateral o incluso Miami Vice. A su modo y, tomen nota, con la décima parte de aquellos presupuestos hollywoodienses. Su ambición técnica confiere a esta película una categoría reservada a los magos del circuito comercial, cuya fascinadora rueca suele hilvanar momentos de gran calibre con otros que devienen concesiones al poder fáctico de la producción (véase el feo y gratuito ¿homenaje? a De aquí a la eternidad, playa incluida). Tal es la adversidad en que incurre esta historia sobre decepciones, y juegos precipitados, que tumban futuros. | ★★★★★ |
Juan José Ontiveros
redacción Madrid
Director: Daniel Monzón. Guión: Daniel Monzón, Javier Guerricaechevarría. Fotografía: Carles Gusi. Música: Roque Baños. Reparto: Luis Tosar, Jesús Castro, Eduard Fernández, Sergi López, Bárbara Lennie, Ian McShane, Luis Motilla, Jesús Carroza, Moussa Maaskri, Meriem Bachir. Productoras: Ikiru Films, La Ferme! Productions, Maestranza Films, Telecinco Cinema, StudioCanal.