Ustedes se extrañarán, pero yo no soy fumador. Ni siquiera de mandanga en pipa. Sí, lo sé. ¿Qué clase de vida has llevado hasta ahora?, se preguntarán. Pues la que me han dejado y un poco la que he querido. Soy de esos que culpan a la sociedad y a la genética e incluso al clima, que de tan azaroso resulta hasta placentero echarle la culpa, de mis desgracias. Ya ven cómo sobrevivo, tan ricamente. En mi niñez, eso sí, fui lo que se dice un "fumador pasivo", una especie de extractor de humos andante para mayor gloria —y peor salud— de mi padre, que fumaba rubio cometiendo siempre fallo de raccord: ¡el piti se recomponía solo, por corte! Abracadabra y, entre inhalación e inhalación, la música de Conan el Bárbaro mientras futbolistas y técnicos eran devueltos fastidiosamente a los pies de su afición por el autobús, aislados los héroes con sus auriculares-diadema, y nosotros casi rindiendo tributo a Crom, a veces hasta en calzoncillos y sin más opiáceos que ver a unos aristócratas del fútbol dándose palmaditas en las nalgas, porque el futbolista de élite sabe muy bien que lo primero y último siempre es el cariño insobornable del compañero. Y verán que todo, el humo y el amor y la historia que ahora narro, tiene un porqué. Prosigo ya en la previa de Canal Plus minutos antes de que una voz muy british empiece a chapurrear o más bien golpear eficazmente, con elegancia de guiñol sabelotodo, el idioma foráneo asomándose a los verbos como quien se resiste a perder la raíz porque, vaya, ahí quedan de por vida Leicester y los muchos tangos inasumibles de ese argentino con la perfección en el DNI: Redondo. Un opio de cine, sí. Pues —yo nunca he pertenecido a ningún club de élite, ni tan siquiera al Círculo de Lectores, y ya que los traumas se encubren mejor apostando sobre seguro— en mi casa, al menos mi padre y yo, éramos hinchas tranquilos del Real Madrid. Como lo fumas. La magia del corte, en fin, o del vicio (in)combustible. Y si no hay continuidad, toca llamar a gritos a la script que se fugó con Jeff Bailey, otro fumador que fuma porque no sabe hacer otra cosa más que prestigiar, a veces de manera inconsciente, la acción misma de fumarse los restos, caigan los susceptibles que caigan (y en esas está, a mi juicio, la nueva película de Nacho Vigalondo).
De ahí que el no permanecer ecuánime a la guerra metafórica contra el humo en su vertiente cinéfila se haya convertido con el tiempo en mi hobby existencial, o algo así. Y tampoco me atormento por ello; sé que no hay nada más cinematográfico que un buen pitillo soltando volutas de humo antes del twist último, vertiginoso; con el protagonista, llámese Bailey (Mitchum en Retorno al pasado) o Rick (Humphrey Bogart, cómo no, en Casablanca), replanteándose (igual sólo miraban un punto aparentemente invisible, con la mente en blanco; quizá sólo hacían cábalas sobre fichajes de quarterbacks o quién debería ser el próximo y flamante número uno del Draft de la NBA) toda la existencia y, también, ese mal de amores que pica a punzón, como sol de julio en Écija. Quiero decir con esto que el siguiente símil o analogía más o menos descabellada no está de ningún modo justificado empíricamente, pues ya he dicho que no fumo pero al haber inhalado ya tanta mierda creo reconocer —sin mérito— que el cine de Vigalondo es como vapear: ni mejor ni peor que fumar a la antigua usanza, sino diferente. Y en la diferencia, aseguran los pobres diablos, reside la virtud.
Uno llega al cine a ver la última película de Vigalondo con la sensación de que consumirá sustancias espiritosas, de que no habrá indicio alguno de banalidad estética ni corsés narrativos (no conviene menospreciar a nadie; menos aún la inteligencia y el humor trasnochado de este cineasta), ya que su lenguaje responde, inconscientemente o no, a las matemáticas y al deseo codicioso de subvertir el espectáculo en una carrera demencial a ritmo del muy sugestivo y estimulante Ghost Rider de Suicide, al tiempo que Elijah Wood aúna el espíritu gamer y la psicosis moderna: un trasunto synth de Driver (el videojuego de Reflections) con las luces estroboscópicas de los Mustang de la bofia made in Need for Speed que lo persiguen ululando (pero en mute) a lo loco por Austin, hasta llegar a un polígono industrial en Alcorcón; un mundo, en fin, hecho a explosiones y deshecho al fin en el caos absoluto. La arbitrariedad que Nacho Vigalondo confiere a sus largometrajes, cuya batería de obuses pretendidamente subversivos no mezcla bien con su comedia hiperrealista-surrealista camuflada de costumbrismo atroz. O, como diría Jordi Costa, por sintetizar con neologismos posmodernos: posthumor. Pues hay en Open Windows una querencia casi forzosa por sorprender sin quererlo, es decir, mediante el suspense no culminado, quizá la tensión frente a un prototipo de sociedad high tech que, como aquella vaca lechera sometida al más excéntrico de los gadgets —la batbola—, ha alcanzado su nivel óptimo de inmovilidad. Así, en plano fijo. Y regresivamente verde, verde principiante. Así enseñaba cine, sin pretensiones pero con mucha pedagogia friki, el aprendiz de cine que años después entraría al Kodak Theatre como nominado al mejor cortometraje por 7:35 de la mañana, un triunfo (sin premio) que condesa la genialidad de un sprinter, entendiendo como tal a ese creador especialmente ducho en la corta distancia.
Imagen del rodaje de Open Windows |
Todavía hoy me descubro con una sonrisa de payaso triste al visionar por milésima vez Código 7, la historia de ese pequeño gran hombre que mira atónito la cafetera en el fuego, esperando paciente su dosis de cafeína mientras una voz en off asegura con énfasis cuasi místico que en realidad se trata del "aventurero más valiente y poderoso de la galaxia", que ha surcado ya miles de olas interestelares y se encuentra recluido en la fortaleza del Emperador Mecon. Sic. Un Alejandro Tejería, el prisionero en cuestión, aún con las legañas en los ojos. Por no mencionar (sí, allá voy) ese loop esquizoide que es Cambiar el mundo, donde Carlos Areces se fracciona en mil a través de miles de espejos en miles de realidades paralelas simultáneas. Una virguería para bailar las neuronas. Y no me avisen si se acaba el mundo, no se molesten en avisarme: me he divertido lo indecible y yo también soy un poco ese hombre que no mueve un músculo porque es muy temprano y, por qué no decirlo, hay pereza y la rutina bien podría convertirse en una nueva Crónica de la Dragonlance.
Era noche cerrada (porque había bajado las persianas con la intención de inocularme un poco de adrenalina; por ambientar y sentirme frágil) la primera vez que vi Los cronocrímenes. Recuerdo que no me gustó y que soñé tranquilamente otra película a la sombra de Bárbara Goenaga; la típica sombra a cuarenta grados que lo convierte a uno en alguien todavía más pervertido y materialista si cabe; me perdí o me escondí, qué más da, entre tanta pretensión inocua. Su segundo largo, Extraterrestre, tampoco me reconcilió con el Vigalondo cáustico y sinvergüenza, genuino a toda costa: parece más un filme sobre la parálisis narrativa que una historia de amor con ovnis más o menos alegóricos. Y así nos adentramos en Open Windows, en el pandemónium de Nick, el gestor de una web dedicada a la publicación de fotos, vídeos, noticias, curiosidades y chismes varios sobre Jill Goddard, una joven actriz cuya filmografía comprende títulos de medio pelo con un largo recorrido en taquilla aunque corto en el imaginario global, no más allá de las fantasías sexuales que sugiere la propia Sasha Grey, con sus cejas permanentemente enarcadas, como una herradura que podría dejarte huella en el trasero si fuese necesario. Que sin ser yo un erudito del porno, ya sabía de ella mucho antes de que Lee Demarbre la "rescatara" (sin tabúes, al parecer, aun con restricciones por su contenido gore) en Smash Cut; algún tiempo antes de que Steven Soderbergh hiciera lo propio en The Girlfriend Experience, y por supuesto, muchísimo antes de que se decidiera a escribir libros. Ella o su ghost writer, conviene aclarar —que no cuestionar sin pruebas— tras las sospechosas incursiones de ilustres figuras tamaño Mario Vaquerizo. Sasha nunca será Charlize Theron, de acuerdo. Le basta con mostrarse hierática, siempre alerta, y jugar a ser un objetivo fácil. Abrirse sensualmente la bata y deshilachar al voyeur de turno que sonríe como un niño que se cree guardián de un secreto ya no sórdido sino cabrón: haberse comido las últimas natillas de chocolate para seguidamente culpar a su hermanito terrier.
¿Se imaginan un Cine que no es ni bueno ni malo, sólo (in)diferente y claramente fallido?
El tal Nick acude a Austin, Texas, para entrevistar a su ídolo. Conectado desde el hotel al streaming de la rueda de prensa en el festival que acoge la última película de la actriz sobre zombis o infectados o parados de larga duración con linternas por ojos, y al tiempo que sube capturas en vivo a la web que él coordina, recibe una enigmática llamada cuyo emisor —¿un representante lógicamente pernicioso, para variar?— le insta, digamos, a ser travieso y espiar a su querida estrella, quien ha cancelado la entrevista sin comunicárselo a ese chico (nunca acertaré la edad de Elijah Wood, que ya no es joven aunque sí refractario a la adultez, permanentemente anclado en una edad incierta que escapa a toda lógica tras esa cara de bebé turbio con los ojos a punto de salírsele de las órbitas, siempre en fase catatónica o previa a un retortijón fatal). Y desde ahí, al cielo. Y con secuencias —quédense con la internada de Nick en la noche, con el ordenador mostrando las imágenes que captura una cámara portátil sobre el salpicadero, plano subjetivo a lo Taxi Driver, y las flechas orientando al conductor con la música diegética de Suicide, que arrecia sorpresivamente y durante dos minutos interrumpidos con un corte abrupto del audio-cedé. La Matrioska infinita de Vigalondo discurre —no por mucho tiempo— por aguas turbulentas cuyos rápidos se adivinan no ya fáciles sino una piscina para torpes y fatuos alumnos del peor thriller (sobre)producido; a saber: cien minutos de conductas sin ton ni son, sin eje narrativo o con uno que simula "paja" en seis de sus trece acepciones. Su potente inicio se revela muy pronto fraudulento y las virtudes desaparecen en favor de una arbitrariedad exasperante. La película ni siquiera amortiza un buen top-less, y para muestra, eso mismo: el torso desnudo de Sasha Grey. Ahí queda, y así nos quedamos todos. Con un deje más agrio que dulce, con la sensación de haber cambiado el papel y las virutas de tabaco por un electrodoméstico marca Nisu que expele vapor. ¿Se imaginan a Bogart con cigarrillo electrónico? ¿Se imaginan un Cine que no es ni bueno ni malo, sólo (in)diferente y claramente fallido? Como un placebo de aquel cine que fumábamos, inmortales, a rebufo de Hitchcock (olés, rosas y tangas al aire como tributo al prójimo que osa integrar Grand Piano y Open Windows en la órbita hitchcockiana) tras el macguffin de James Stewart, mirón sudoroso en La ventana indiscreta, diciéndole a Grace Kelly vía WhatsApp o MMS: "Rubia, no te imaginas lo que acabo de ver. Te envío foto. Jeje"; domingo a la tarde y una chistera, la de Vigalondo, que asfixia a las palomas. Con retruécanos en el discurso y en la ejecución visual.
Después, las preguntas más impertinentes: ¿qué hubiera conseguido Vigalondo de seguir realizando cortometrajes? Si no le alcanza para una película de ciento quince minutos, ¿por qué no una de, por ejemplo, media hora? ¿Por qué menospreciar sistemáticamente el corto y el mediometraje, y dinamitar su circuito de producción, distribución y exhibición? ¿En qué manual pone que éstos sean un simple trampolín para iniciarse en distancias de fondo? En resumen: yo ni fumo ni vapeo, pero arrastro con orgullo mis vicios, y quizá uno asumible es desempolvar frases oxidadas. Y Geoff Dyer tiene la frase: "Ese hombre vive en un trance virtual de estupidez". Es sólo eso: simulación. El humo que envuelve nuestras conciencias descosidas.
Juan José Ontiveros
redacción Madrid