El principio del final abierto
crítica de El árbol magnético | dirigida por Isabel de Ayguavives, 2013
Así es: con el ir y venir a prisa y corriendo, con el paso de los años, uno se vuelve remiso a recuperar determinadas gestas ocurridas en lugares felizmente reconocibles tiempo atrás; situaciones que, vistas desde la presunta quietud que aporta la madurez, avergonzarían al mismísimo Errol Flynn. Al fin y al cabo por muchas generaciones que nazcan y pasen y más o menos vivan sus vidas, nadie conseguirá librarnos nunca del pudor más atávico. Esa autoindulgencia que institucionaliza el olvido o, en su (peor) defecto, el miedo a recomponer tormentas no tan pasadas. De ahí que la memoria, a petición del usuario que aún conserva un poco, escanee de vez en cuando sus miles y miles de episodios y seleccione antiguos traumas como quien edita —auriculares en oídos y tijeras en software— un medley biográfico, un remix con sus mejores demonios adolescentes y un buen puñado de alegrías hipertrofiadas, que permanecerán escondidos en los más profundo del armario. A buen recaudo, se supone. Y en tributo a la familia, o lo que quede de ella: aquí, ya en Chile, un grupo de viejos conocidos desconocidos que se reúne por última vez en la casa de campo que recién ahora deciden poner a la venta porque maquillar la distancia, física y emocional, ya no es óbice para reconocer sus miserias personales. La abuela se hizo mayor; su lucidez, intermitente. Ya casi dejó de hablar, ya dijo tanto que hoy le basta con una caricia. Los nietos también pegaron el estirón y aun pudiendo hablar a gusto, a veces piensan que no, que mejor callar o tirarse al río, a ver si pescan un pez o un resfriado. A uno, del segmento medio, o sea ni joven ni viejo, su mujer le dice que está muy gordo. Y él le echa la culpa a la genética. Y qué va, no no, le responde su cariñosa mujer con el beneplácito de su hija, la muy protagonista Marianela (Manuela Martelli), no es genética si te comes los bollos a pares, estilo Antonio Cassano, que cuando jugaba en el Real Madrid se comía hasta los banderines. A saber: croissants y donuts y galletas bañadas en tazones de Nesquik. Tiene un cuñado que es un Sherlock Holmes de la vida en general, un sabelotodo inofensivo que podría argumentar incluso sobre la "enigmática" procedencia de los tomates cherry de las ensaladas de McDonald's.
Con todo, los niños se aburren y han de pasar un día al aire libre (sin videoconsolas ni pataletas narcisistas), entre moscas y paredes desconchadas, retratos en sepia y pies de cama que amanecen fuera del redondel dibujado con tiza en el suelo: aquel lugar recóndito, en Chile, es una zona magnética donde todo es movido por algo, quizá una fuerza insondable y telúrica, que trasciende las leyes de la gravedad, o al menos las reformula con toques de realismo mágico. Cada uno sufre lo suyo, a mi manera. No está la vida para bromas. Pero aquí lo verdaderamente importante es el primo que aterriza por vacaciones, cuya experiencia en mudanzas —estuvo viviendo en Alemania, desde donde emigró a Madrid, su actual residencia, y ya planea irse a Irlanda a beber pintas de Guinness y a leer el Ulises de Joyce mientras toma notas y lo subraya obsesiva y compulsivamente, a lo David Foster Wallace, poseído por el espíritu del Trinity College— no admite discusión. (Esto último es mentira: Bruno [Andrés Gertrudix] es técnico de placas solares y en ningún momento dice nada que invite a pensar en fanatismo bibliófilo. Cabe mencionar, si acaso, su pintoresca visión de la meteorología. ¿Qué lugar sino Dublín, principal destino turístico de los que buscan sol, donde por cada rayo que incide en la superficie se cuentan seis chaparrones, elegiría un ingeniero en Energía Solar para vivir unos meses y quién sabe si toda una media vida larga?)
Algo parecido a la fascinación envuelve la ópera prima de Isabel Ayguavives, nacida en Ferrol en 1974, y dotada con un suntuoso imán si no comparable al árbol que da título a este filme sobre los sinsabores de la verdadera nostalgia, al menos sí fronterizo entre el éxtasis geográfico y la perplejidad inherente a toda pulsión enmudecida; pues esa misma perplejidad surge en cierto modo gracias al continuo discurrir en el bosque, y a través de planos generales que dirigen efectivamente la mirada hacia su dinámico punto de interés tras una tensión siempre acechante, latente, que, si no fuera metáfora, se tornaría espejo generacional de todos los hijos que saludan a sus padres con cara de despedida en el páramo. Ignorantes, eufóricos, al más puro estilo show de Truman: "Buenos días. Oh, y por si no nos vemos luego: Buenos días, buenas tardes y buenas noches". ¿Qué ocurre? Muchas cosas y nada en especial. La vida, la anécdota de un temblor que te pilló soltando lastre; un zampabollos deseando exportar una especie de dulce de leche chileno y abrir negocio en España, en Alemania o donde sea; repitiéndose cuantas veces sea necesario por si no le han escuchado bien. Asombra que El árbol magnético (Premio a la Mejor Película en Madridimagen y Premio Moviecity en el Festival de Valdivia), una coproducción hispano-chilena aparentemente humilde o, mejor dicho, barata sólo en términos económicos, ejecute a ratos un montaje por acción de elementos coincidentes, más propio de Hollywood que de cierto cine indie que se congratula de su estatismo formal. No por nada, según el sabio, Galicia está más cerca de Uruguay que de Madrid. En el norte las distancias son relativas, se miden en chupitos de licor café. | ★★★★★ |
Juan José Ontiveros
redacción Madrid
Chile, España, 2013, El árbol magnético. Guión y dirección: Isabel de Ayguavives. Fotografía: Alberto D. Centeno. Música: Nico Casal. Reparto: Andrés Gertrudix, Manuela Martelli, Catalina Saavedra, Gonzalo Robles, Juan Pablo Larenas, Edgardo Bruna, Ximena Rivas, Otilio Castro, Blanca Lewin, Daniel Alcaíno,Agustín Silva, Lisette Lastra, Antonia Zilleruelo, Felipe Misa, Dominga Zilleruelo. Productora: Dos Treinta y Cinco P.C. / ICAA / Parox. Presentación Oficial: San Sebastián 2013 (Horizontes latinos).