Den al César lo que es del humano, y a Dios lo que es del mono
crítica de El amanecer del planeta de los simios | Dawn of the Planet of the Apes, dirigida por Matt Reeves, 2014
El poético encuadre mostraba a dos humanos, hombre y mujer, a los pies de un vestigio perteneciente a la civilización que ese rubio cosmonauta, entonces sin más ropa que un calzoncillo a lo Tarzán tras huir de aquel campamento gobernado por simios que anteponían la unidad como especie a la verdad científica e histórica, creía haber perdido en su longevo discurrir por el espacio. Dejando atrás nebulosas y viendo pasar los números en el contador de la nave camino de vaya-usted-a-saber-dónde, quizá Trafalmadore, por qué no, o Raticulín. Sus tres compañeros hibernaban en sus respectivas literas-burbuja, como bebés en líquido amniótico a merced de un sueño sin sueño, o sea sin imágenes; tan sólo la eterna placidez de la inconsciencia. Él se internaba en el catre blanco nuclear, que no dejaba espacio a la imaginación con semejante estrechez, sin siquiera pensar si hacía ruido o no, porque allí arriba nunca hay sonido ni nada con lo que divertirse en silencio. Ni siquiera un ForoCoches Intergaláctico. El marcial Charlton hacía eones que no se inmutaba por los colorines que destellaban frente a la cabina cada dos por tres. Aquello debía de ser el Tedio con mayúscula. O algo muchísimo peor: un viaje sólo de vuelta. Una perpetua (hu)ida hacia atrás. Ya podía uno montar rave party que la rubia en el sarcófago y los dos individuos —dos marismeños— con los brazos en cruz como Nosferatu no se iban a despertar ni poniéndoles el culo en la cara. Lo sabía Charlton Heston y lo disfrutábamos nosotros con una media sonrisa traviesa, en plan: Verás tú, ya verás. Al final Heston, macho alfa y jinete sin minutos para tonterías (fíjense en su salvaje novia, interpretada por una Linda Harrison recién salida del Marco Aldany, tan sensual y tan bien peinada y con el entrecejo primorosamente cuidado. Una amazona en primero de carrera; acaso un personaje, Nova se llamaba, que inauguró en términos estéticos y machistas la subcategoría de "mujer florero". Tan es así que se mantenía fiel a su hombre como quien padece síndrome de Estocolmo y no dice ni mu porque ¡no sabe hablar! Eso Charlton lo vio a la primera y si no acarreó con todas las mujeres del camping fue por falta de tiempo y una "logística lumpen", ya que a punto estuvo Zira, la psicóloga de animales que lo ayuda a escapar, de fugarse con él y abandonarse a los instintos más primarios: un trío de ciencia ficción), se queda sin playa aunque no sin castillos de arena. Justo allí se erige semienterrado un monumento genuinamente yanqui, icono por siempre universal que en pluma de Pierre Boulle —escritor de la novela— e imágenes de Franklin J. Schaffner —director de la cinta original— compone la distopía post-darwiniana.
Sea como fuere, el virus asoló la Tierra. Los humanos se extinguieron. O casi. Algunos eran inmunes. La regresión, infinita. Cuatro bordearon la galaxia para volver sin siquiera saberlo, y la rubia amaneció a oscuras con la tez verdosa. El planeta de los simios se estrenó en 1968, el mismo año que 2001: Una odisea del espacio; y no voy a comparar porque las comparaciones, además de naturales, son nefastas en todos sus grados. No nacieron los simios con intereses mayores que provocar un seísmo en taquilla. La película de Stanley Kubrick, en cambio, pertenece a un estatus (muy) superior. Alcance con la que posiblemente es la mejor elipsis de la historia del cine: un hueso batiéndose en el aire para a continuación transformarse en nave en el espacio muchos siglos después. El espectador decide y las revisiones hablan por sí solas. El virus, decíamos, eliminó cualquier rasgo mínimamente racional en la raza preponderante. Olvidamos quiénes éramos y contrajimos (menudo verbo) una gripe letal que barrió célula a célula al homo sapiens sapiens, y coordenada por coordenada el mundo en metafórica caída libre. Poco antes de la tragedia había aparecido un simio revolucionario, inteligente, o más inteligente que el simio común, y esa inteligencia insólita en un homínido tan peludo le valió para liderar una rebelión y cruzar a caballo y casi en zigzag por entre los amasijos de hierro el Golden Gate y asentarse en lo más profundo de Muir Woods, los hermosos bosques de secuoyas que integran un monumento nacional situado al norte de San Francisco, en California. Tan insoportable era el shock de vernos reflejados en unos animales con hocico que, ya en pos de una cura para el alzhéimer, una manera de vencer al olvido, olvidamos también nuestros orígenes: aquel antepasado en común que compartimos con chimpancés, gorilas, orangutanes y demás especímenes que pudieran formar —eslabón perdido por aquí, eslabón perdido por allá— nuestra secuencia evolutiva, que ya decrece como parábola hacia cero (¿por qué si no cuando te levantas del sofá para cambiar rápidamente el DVD no te yergues y regresas aún encorvado?), convirtiéndose así en escala regresiva. El reboot de Rupert Wyatt consiguió lo más difícil: recuperar el interés por una saga que, aun en su confección reconocidamente clásica, había caducado hacía no pocos decenios. Intervino decisivamente la captura de movimiento o motion capture, parcela digital en la que Andy Serkis imparte magisterio con sensibilidad inopinada. Él es César, y porta consigo una historia que hoy promete grandes emociones, dosis casi inagotables de un show que aúna, cómo no, espectáculo y profusión, pero también ambición narrativa con especial énfasis en el monstruo que se torna rey de la jungla. Aquí un padre de familia sin apellidos, guardián visible y custodio abstracto en su ciudad alta, donde los árboles le confieren la grandeza de un Atila piadoso. Incontestable en su expresión verbal aún con lagunas, como un Vitto Corleone que meditara su influencia en el cuerpo de su interlocutor, César ruge oraciones cortas a un ritmo cuya cadencia se aproxima más a la de un hombre que no quiere decir nada porque ya lo ha dicho todo, que a la de un animal masticando lentamente sus recién nacidos pensamientos. Ya es Historia del Cine, este simio que sobrevivió a su propia humanidad. Su muletilla, "home", es para los gansos de hoy lo que en su día fue para los ahora talludos el memorable y asmático "mi caaasaaa... te-lé-fono" de E.T. Y sin cambiar rifles por walkie-talkies.
Salió Rupert Wyatt y entró Matt Reeves, el realizador de Monstruoso y del remake estadounidense de Déjame entrar, aquel filme sueco sobra la amistad entre un niño que sufre bullying y su vecina vampiresa. Proyectos ambos en las antípodas presupuestarias de El amanecer del planeta de los simios, una superproducción que le haría las veces al director entrante de piedra de toque no ya autoral, pues en Hollywood este término se pierde por el desagüe, sino básico en su tímido ascenso en la industria. Y Reeves despeja muy pronto las dudas sobre la prometedora continuidad de una ficción-río llamada a cerrarse épicamente. Desde el minuto uno, gracias a ese prólogo ejecutado con una secuencia de resumen que muestra el planeta con sobreimpresiones de informativos y luces incandescentes que poco a poco van siendo menos luminosas y gente febril en cama, con películas de sudor que semejan film extensible para envolver sándwiches, y voces en off que anuncian el fin definitivo, la fase previa a la hecatombe mundial, el estertor de la especie se adivina con reservas: más pronto que tarde, en el momento justo, aparecerá una expedición de hombres que buscan poner en funcionamiento la presa de agua que permanece en territorio simio inutilizada. Con ella, el grupo de supervivientes humano podría seguir siendo tal, esto es, primero personas vivas y después un grupo. Pues necesitan de esa instalación para generar electricidad y resurgir de sus cenizas. Allá en la penumbra ominosa, tras el muro que han levantado por si los hostiles montañeros deciden visitar sorpresivamente a sus vecinos con sus armas y maneras primitivas, excéntricas incluso, paseándose como aquel freak en pantalón corto de cazador y chanclas con calcetines, que sonreía una sonrisa con mella no sin antes decir a gritos: "¡Como se os ocurra acercaros a mi casa, lo lamentaréis!" Y así.
Reeves ahonda en traiciones familiares, en juegos de poder velados, inasibles; y ahí César se instruye en tótem. No necesita trascender porque ya es antología de la cinegética audiovisual. El plano que enmarca su mirada se abre con un lento zoom sobre su rostro con pintura de guerra, y se cerrará nuevamente cuando no sea preciso decir nada porque ya se ha dicho, si no todo, al menos lo más importante. Así se inicia una carrera cuyos resbalones prometen el éxtasis por su factura técnica. Aunque no es tanto su relevancia visual cuanto certificación del triunfo, como su capacidad para hipnotizar con un silencio que asfixia al forastero, ya sea Gary Oldman o Jason Clarke o incluso Maurice, el orangután pelirrojo que inocula sapiencia. La película se consagra al matiz en detrimento del maniqueísmo para disponer finalmente un relato eficaz, nostálgico, penetrante, oscuro aun sin tinieblas, respetuoso con sus fans, pero también con lo sembrado por Wyatt, y, más aún, con el punto de mira en ese neófito buscador de opiáceos veraniegos. Difícilmente omitirás el simbolismo que reúne Koba, el band of brother de César, asido al mástil de la bandera estadounidense ondeando hecha jirones, consumida por las llamas. Que yo me pregunto: ¿existe un sentimiento más artificial y sin embargo atávico que la necesidad de pertenencia? | ★★★★★ |
Juan José Ontiveros
redacción Madrid
Estados Unidos, 2014, Dawn of the Planet of the Apes. Director: Matt Reeves. Guión: Mark Bomback, Rick Jaffa, Amanda Silver. Productoras: 20th Century Fox / Chernin Entertainment. Presupuesto: 170 millones de dólares. Fotografía: Michael Seresin. Música: Michael Giacchino. Reparto: Andy Serkis, Jason Clarke, Gary Oldman, Keri Russell, Toby Kebbell, Kodi Smit-McPhee, Enrique Murciano, Kirk Acevedo, Judy Greer.