Desagravio atrabiliario
crítica de Frío en julio (Cold in July) | dirigida por Jim Mickle, 2014
La construcción narrativa idiosincrática de poblaciones marginales en la américa rural, ha sido una constante en el cine estadounidense, tanto en las producciones de sus hijos pródigos—John Ford, Las uvas de la ira (The Grapes of Wrath, 1940) o Elia Kazan, Río salvaje (Wild River, 1960)— como en las de algunos de sus más fieles detractores que jamás han pisado la tierra prometida —Lars von Trier, trilogía “Visiones de América”—. Su premisa es la de mezclar los patrones del lenguaje cinematográfico clásico y del realismo social, planteado paradójicamente, desde la perspectiva aburguesada que, con acceso a los medios de producción, fantasea recreando las vicisitudes rutinarias de sus vecinos sureños. Una visión bipartidista que distingue claramente las dos facetas más estereotipadas de estas ciudades. Por un lado, los psicópatas patológicamente solitarios de estirpes incestuosamente numerosas, y hereditariamente depravados —Fargo, 1996—, y por otro las íntegras y entrañables familias fanáticas de la moral judeo-cristiana que tratan de pasar inadvertidas con sus monótonas vidas hasta que un elemento externo, ya sea una persona —Pozos de ambición (There Will Be Blood, 2007)— o un penoso suceso, como ocurre en el presente caso de Cold in July, rompe su pacífica existencia.
Y frío no hace precisamente en julio, a menos que estemos en Argentina, Sudáfrica o cualquier otro país del hemisferio sur, pero desde luego, en el superpoblado y desértico estado de Texas, en julio hace mucho calor. Así que al principio del metraje nos encontramos con un título un tanto contradictorio que no logramos entender, y una trama que, inicialmente, resulta todo lo contrario. Richard Dane presume de vida tranquila en un violento y pequeño pueblo texano. Sin embargo, la fortuna obra para que dispare mortalmente a un hombre enmascarado que había entrado a robar a su casa. En seguida se convierte en el #TrendingTopic de la comunidad de vecinos que, en busca del morbo, no dejarán de interrogarlo, a diferencia de un cuerpo de policía que ha decidido dar carpetazo a un “claro” caso de defensa propia. El principal problema vendrá cuando la entrada en escena del padre de la víctima inunde de miedo la apacible vida de este montador de marcos. Los propósitos de venganza del inquietante personaje no darán tregua al protagonista, que permanecerá desde ese momento en un extenuante estado de alerta continua movido por la incertidumbre de un inminente ataque sorpresa. Pero de repente la concepción cambia por completo; se produce un giro radical que desconcierta al espectador y, a la rudeza inicial de la fotografía, se le unen una obscenidad, oscuridad y un ambiente enrarecido muy tóxico que hacen casi irrespirable el desenlace. Es un cambio drástico de concepto. De la simple historia de venganza que se nos avecinaba, pasamos a una compleja trama que cada vez nos sumerge más en la sordidez enfermiza. Jim Mickle recurre, con la ayuda de su fiel director de fotografía, Ryan Samul, al género “pulp” ochentero para tratar de embellecer el exterior de un trabajo internamente corrompido hasta límites inenarrables.
El director ya se había enfrentado a las siniestras sombras que amenazaban a la especie humana con tremebundas mutaciones genéticas (Mulberry Street, 2006), indolentes vampiros (Stake Land, 2010) y maquiavélicos caníbales (We Are What We Are, 2013) a lo largo de su filmografía, sin embargo ahora tendrá que hacer frente a algo mucho peor, una criatura antropomórfica de inimaginable crueldad que, paradójicamente, coincide con la más real de todas ellas. La ejecución es intencionadamente imprecisa, recurriendo a un estilo narrativo crudo y descarnado, propio de los escritores malditos representativos del “realismo sucio” como Bukowski o Richard Ford, de quien encontramos evidentes reminiscencias en su prosa machista y psicológicamente tosca, como la mostrada en su segunda novela The Ultimate Good Luck. A pesar de estas (deliberadas) limitaciones dialécticas es el “twist” argumental del que hablábamos lo que da a la cinta la fuerza necesaria para no perder las formas en ningún momento. Eso, y un reparto muy entregado liderado por Michael C. Hall y un sobresaliente Sam Shepard, que tendrá que lidiar con un cuerpo de la ley obsoleto tendente al abuso de la brutalidad y otras imposturas propias de macarras, corruptos y demás desvalidos mentales con problemas de inferioridad como Alonzo Harris, en el violento entorno de Texas donde el uso de armas entre la población civil es axiomático, y el grito de “Man down” se repite de forma regular en tabernas y locales de dudosa moral. Este realismo sucio cuestiona el pacto quimérico sobre el que se asienta la base formal del clasicismo que rige el cine negro convencional, llevándolo a una incómoda visión documentalista que acompaña, con una gran banda sonora, esa parquedad en las palabras y descripciones que intensifica la explicitud de las acciones, dotadas a su vez de un carácter expeditivo muy similar al propuesto por el “hard boiled” de Dashiell Hammet, aunque sin el toque romántico, que quedó anulado por la turbiedad contextual.
Ese ambiente malsano de la trama, que va enmarañando el avance del metraje de forma progresiva, no es más que un preparativo para el gran estallido final en la casa de los horrores. Don Johnson se une al baile para aportar músculo a la escaramuza definitoria. Una ayuda incondicional y sin preguntas propia de las amistades forjadas en el campo de batalla. El estigma del pecador marca el comienzo del fin, no va a ser bonito; esto queda claro desde que entendemos contra lo que se está luchando. De pronto todo se tiñe de rojo hasta que la cerúlea, casi transparente, mirada del sensacional Shepard, nos hace entender por fin el título de la película. Sin pestañear. Pero ya es tarde para más preguntas. Todo ha terminado con la rapidez de un disparo que consigue helar al mismísimo infierno. | ★★★★★ |
Alberto Sáez Villarino
Dublín (Irlanda)
Estados Unidos. 2014. Título original: Cold in July. Director: Jim Mickle. Guion: Jim Mickle, Nick Damici. Duración: 109 minutos. Productora: Linda Moran, René Bastian, Marie Savare de Laitre, Adam Folk. Fotografía: Ryan Samul. Música: Jeff Grace. Montaje: John Paul Horstmann y Jim Mickle. Intérpretes: Michael C. Hall, Don Johnson, Sam Shepard, Vinessa Shaw, Nick Damici, Wyatt Russell. Presentación Oficial: Sundance Film Festival 2014.