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    Cine Alemán Siglo XXI

    Shotgun Stories y Blue Ruin: doctrina cristiana

    Shotgun Stories

    Mata por dolor, por aflicción o por tribulación, asesina con odio, encono o inquina: venga. El hombre es vengador. Naturaleza corrompida por el odio; tormento, evocación, impotencia, rencor. Memoria perniciosa, cicatriz lacerante, mácula que quema… Venganza: odio incubado, cuerpo paralizado por el recuerdo, violencia salvaje custodiada por un espíritu desgarrado, vehemencia gamberra del odio ciego. Si la cifra inexorable del hombre es el tiempo, su condena es la memoria y su cruz es la venganza. El vengador es un hombre esclavizado, sometido al recuerdo: masoquismo de la consciencia; el hombre que venga ve en su víctima al redentor de su alma en pena; él ve en el otro el doble del Yo y entiende al Yo como una fracción de los otros; de este modo, la venganza invoca una suerte de juego axiológico de correspondencias contradictorias —que se confirman y se anulan para después, otra vez, confirmarse-, sólo así, se puede abrazar el sentido de la venganza— brutal y sutil misterio que transgrede la ley general del cosmos (la conservación de la vida) en modo cruel y triunfal; ironía psíquica: ¡nos salvamos, vivimos!, en el otro (aún sea en su muerte).

    Pero la venganza no es solo una pulsión tanática, es, ante todo, energía erótica, transfiguración del amor, o, mejor dicho, un efecto de éste —llanto rabioso y desmesurado del amor perdido—, reproche impotente ante el albur de la existencia y la arbitrariedad de los hombres. El vengador, hombre corroído por la animadversión, sobrevive su pérdida en el acto vengativo; vida que usurpa vida para poder vivir. Pero la venganza no resucita la pérdida o reconquista el amor, al contrario, lo devasta; vengar es matar —aunque a veces signifique sobrevivir—. Como dije más arriba, la venganza es un efecto del amor; detrás de ella se esconden, obnubilados por la rabia, la nostalgia y el dolor, sentimientos que brotan del amor, no del odio. El odio no engendra nada, es por su misma índole un derivado, el peón nostálgico del amor. El odio se entiende y se vive solo en virtud del amor; odio: emoción abrasiva que anima la venganza, transmutación de un amor negado por la mano del hombre, rabia, resentimiento del amor perdido, efecto del amor. De la otra vertiente, yace, a la espera del hombre humilde que lo toque, el perdón, la respuesta positiva a la iniquidad de la existencia. El perdón y la venganza son el anverso y el reverso de una misma emoción fundamental, bifurcaciones sentimentales de un mismo centro emocional: el amor, marea que baña todos nuestros litorales, movimiento oceánico primordial… El vengador es un ángel caído, es Lucifer que elige el mal sobre el bien: extremo negativo del perdón, transgresión del precepto que funda la doctrina de Jesús: el amor. El perdón no es resignación —entonces no sería un destilado del amor—, es aceptación; para encontrarlo, para vivirlo se necesita de gracia; esa cualidad espiritual propia del hombre.

    Oldboy, de Park Chan-wook (2003)
    Ahora bien, tanto la venganza como el perdón, ponen de manifiesto nuestra doble realidad interior: el intelecto y la emoción: el cálculo de la virtud y la pasión salvaje de la naturaleza. Discordia fundamental que tensa nuestro narración interior hasta la fractura destructiva o la reconciliación espiritual; el hombre se mece, padece, oscila y vacila entre este antagonismo primordial con la esperanza de encontrar un horizonte armonioso en las trampas de la personalidad. Así mismo, el acto de vengar nos revela nuestra complexión psíquica y espiritual, a un tiempo impulsiva y racional; combinación de intelecto y arrebato; oscilación nerviosa entre el mundo de la virtud y el de la naturaleza; hábitat del impulso incontrolable y el frío proceder… ejemplo lúcido del campo de batalla psíquico entre la naturaleza y la virtud. El perdón, en cambio, es sólo virtud, estadio espiritual que anula nuestra naturaleza irreflexiva, virtud que nos acerca a la naturaleza divina, eterno fluir: armonía arquetípica. El perdón, muestra la misma oposición (intelecto vs. natura) de la venganza, pero perdonar, a diferencia de la venganza, es la anulación del intelecto maligno por la razón: es gracia.

    En suma, la memoria —madre de todas las “musas” — es nuestra característica intelectual más determinante y es también el origen de nuestra índole discrepante de frente al mundo inconsciente: la naturaleza. Paradójicamente, la memoria es la fusta que aviva la manifestación del exabrupto volcánico que nos habita; brutal ambigüedad que significa un óbice laberíntico para el rigor de la lógica moral o la ética de la sociedad. Si la venganza es fruto de la doble herencia de natura y virtud, no deja de ser sorprendente que la memoria sea el origen del recuerdo y por tanto de la venganza y por otro lado, del perdón. En este sentido, me parece que la venganza poco tiene que ver con nuestro instinto animal. La venganza es un juego de la razón. El debate entre virtud y natura existe pero la anarquía de las emociones y las cavilaciones represoras se sirven, entrambas, de la memoria, del intelecto, para ejecutar la venganza; la pugna se gesta en el cerebro pensante, intruso, que interfiere en la naturaleza del hombre: las emociones por sí solas provocan malestar, rabia, frustración o sus contrarios, pero no producen violencia voluntaria o consciencia macabra; es la razón —la masturbación racional del hombre— la causa y el efecto de una justicia sangrienta: la venganza. Reino de la subjetividad, tiranía de la relatividad, la venganza es ciega, es la pausa de la razón que se sirve del despotismo de la pasión para ejecutar la matemática unilateral del ego: me hieres, te hiero, me anulas, te anulo y en esta anulación, me confirmo, existo.

    Una historia de violencia (A History of Violence), de David Cronenberg, 2005
    La venganza y el perdón son siempre relativos, variables del conocimiento y la pasión, por eso representan un reto para la psicología o la filosofía. La naturaleza de las emociones y las pasiones humanas —que en el caso de la venganza se transforma en una emoción capturada, en suspenso, para brotar con brío y violencia cuando las circunstancias lo dicten— es misterio incomprensible para las doctrinas del psicólogo, del sociólogo, del historiador o del filósofo: no es fácil ni justo hablar de pasiones o emociones en términos absolutos. La filosofía, como la psicología, la religión o la sociología siguen doctrinas o convicciones incontestables; perola pasión ejerce una soberanía soberbia y egoísta en el intrincado mosaico de la psique humana. Debajo de las pasiones humanas vigila el Yo subterráneo, esa oscura pasión que silenciosamente nos acecha. Las nociones de “justo" o “injusto”,” lógico" o “ilógico” son, más que cárceles, censuras o restricciones intelectuales para comprender la salvaje realidad de la pasión.

    La psique, creadora de puentes, edificios y ciudades mentales compuestas por la dicotomía realidad-hombre, tiende a escamotear aquello que nos parece diáfano e inmediato y en sentido contrario, nos desvela, sin advertirnos, sus más hondos sigilos, en momentos espontáneos e inexplicables. Es por la naturaleza imprevisible de nuestra psique rebelde que el criterio más apropiado para realizar una descomposición psicológica del hombre no se encuentra en los minuciosos sistemas científicos o en la rectitud de la ley de causa y efecto. Por su condición errante y caótica, el hombre y su desorden interior son comprendidos y explorados con mayor discernimiento desde una plataforma más flexible y menos intransigente, o sea, observar al hombre no desde las alturas de la teoría y la erudición, sino mirarlo a los ojos desde su misma estatura y con piadoso entendimiento; ésta plataforma es el arte. De otro modo, ¿cómo podríamos identificarnos con el llanto metafísico y arcano de Gregor Samsa? o con el poeta solitario y escindido que canta su extravío en la ciudad, ¿cómo nos reconoceríamos en la misteriosa actitud de Ana Karenina? En este sentido, Nietzsche, un pensador más cercano a la exuberante imaginación del pensamiento artístico que al severo racionalismo de la filosofía tradicional, dijo alguna vez que Dostoyevski era el único psicólogo del que realmente se podría aprender algo. El cine también nos ha dado grandes exploradores de la psique humana. Cronenberg o Bergman son dos ejemplos notables de un ejercicio inteligente y punzante en el estudio del alma. En estos últimos años la obra de directores como Tarantino o Park Chan-wook ha gravitado en torno a la complejidad de la pulsión que incita a la venganza. Mas la obra del director estadounidense ha sido una parodia caricaturesca de la complejidad de los hombres y de sus pasiones. El surcoreano Chan-wook, más penetrante que el norteamericano, ha realizado una trilogía dedicada a este asunto; saga que representa de manera ejemplar la fórmula del vengador: cálculo frío y pasión subterránea. Rabia racional y tiranía del instinto. Los héroes de Chan-wook anidan rencor en sus almas fracturadas: se alimentan de él, los embebe de vida (!). En ellos late una sola esperanza: la vendetta: sed de sangre y sublimación emocional. La venganza no es un deseo, es un apetito vehemente… la razón de su existir. Por ella viven y en ella mueren o resucitan: vivir para vengar.

    Blue Ruin
    Blue Ruin, de Jeremy Saulnier, 2013
    Recientemente, Jeff Nichols y Jeremy Saulnier han tratado la misma temática desde un punto de vista más sobrio y con mayor prudencia psicológica. Blue ruin y Shotgun Stories son dos películas opuestas y complementarias de una misma realidad. Dwight, el protagonista indigente de Blue ruin, vive una existencia en standby; su vida pende entre el aquí y el allá. Espera el advenimiento del día en el que su vida salde su deuda y cobre sentido. Ese día ocurre cuando el hombre que él cree responsable de la muerte de sus padres sale de prisión. Dwight no titubea y actúa, venga; su vida miserable y marginal se justifica solo en la muerte de esa persona que lo privó de "vida". Por eso no es coincidencia ver a su hermana más equilibrada, con un pasado, por más terrible que sea, a sus espaldas y viviendo un presente satisfactorio y distante del de su solitario hermano. Dwight es la mitad justiciera de una familia violada, de un pasado ultrajado y un presente aniquilado: la memoria vengadora. Pero su persona no se asemeja a ningún superhéroe de cómic; no es un hombre violento o un ninja entrenado para matar. Él esperaba la venganza, sí; pero es consciente de que al cumplir su tarea va al encuentro de algo más: su propio destino. A diferencia de los héroes de Tarantino o de Chan-wook, el infeliz protagonista de Saulnier no se preparó para asesinar, no se transformó en un experto de maniobras con armas blancas o en un excelente practicante de artes marciales: no es un asesino, es un hombre que debe vengarse; su vida es la de todos los hombres; pero su existencia, desde la muerte de sus padres, contrajo un compromiso consigo mismo: vengar, revivir el pasado. Un débito que solo se podría cumplir inmolándose en la insidiosa transacción de la insaciable Muerte. Dwight va a matar y a matarse, pero su vida terminó en el momento de la muerte de sus padres. Vivía solo para vengar. El ánimo de venganza no solo lo tormento, lo carcomió hasta transfigurarlo en un alma inerte y un cuerpo en pena: una verdadera máquina para matar —se entienda en el sentido más puro de la expresión. — La balacera que concluye el periplo de Dwight no deja espacio a la especulación. Saulnier prescinde de faralás y se expresa de manera concreta: el hombre no tiene esperanza. La muerte se traduce en más muerte y su continuación es un círculo sin vías alternativas. El pasado nos condena y no nos permite vivir como lo que somos, hombres libres. Dwight nunca pensó en un "después" de la venganza. El inicio de su vida se cifra en la muerte y se consuma bajo ese signo fatal. La presencia evanescente y accidentada del adolescente que dispara a Dwight en medio del tiroteo confirma la lóbrega visión del director norteamericano. La culminación suicida del filme, coloca a Blue ruin como fiel heredero del más alto pesimismo kubrickiano. Blue ruin como Only God Forgives son dos hijos de la misma profecía: la venganza es la ley que rige al hombre en este mundo sin leyes; pero las leyes son convenciones sociales: Saulnier y Winding-Refn nos dicen algo más: vivimos en un mundo vengativo, violento, una realidad que llora por el odio. Ambos nos han enseñado que vivimos en un distopía, un mundo de odio, rencor, pasado maldito, memoria infranqueable: somos prosélitos de la doctrina del odio. En efecto, para Saulnier sólo aquel que se desentienda de pasados remotos (como el adolescente que dispara a Dwight), de herencias de sangre, sólo aquel que logre olvidar, aquel que se entregue al perdón y encuentre la redención interior, sólo él, caminará hacia el horizonte pensando en el presente, libre de lastres antiguos e irracionales. Éste es un camino, tal vez, es "el” camino, para poder vivir en este mundo rencoroso; pero es un camino que caminan pocos… es el camino del perdón.

    Nichols no es menos elegante y complejo que Saulnier, pero, a diferencia de este último, Nichols es un optimista; él cree en el hombre, en el libre albedrío y en la absolución divina (el final de Take Shelter). Nichols es un hombre de fe, él, como Jesús, no solo cree en el hombre, cree en el principio universal que da origen a la vida: el amor. Como Malick, Nichols experimenta una suerte de misericordia pagana por el hombre. No lo juzga, lo muestra sin acusación y lo observa con ingenuidad. Si el hombre es pérfido o malvado lo es por méritos propios, por naturaleza, pero sin voluntad perversa —sin la intención de ser malvado—. Nichols —y en esto se distingue de Malick—, cree en la salvación. Mud y Curtis, los otros protagonistas de este joven director, terminan sus vicisitudes, literalmente, viendo hacia el horizonte, libre, sin confines, abierto al porvenir. En efecto, no es casualidad que las tres cintas del estadounidense concluyan con sus respectivos protagonistas mirando hacia el espacio sin fronteras, exento de juicios y de pasado. Son Hayes y su hermano Boy no se resignan, perdonan, han alcanzado la gracia en el porche de una casa en la campiña semi rural de los Estados Unidos, bebiendo cerveza y mirando hacia el horizonte. Para Nichols, el pasado se redime y se supera: el hombre es dueño de su cifra y es un ser que por su capacidad de superación (sea mediante la confesión, la resignación o la expiación) puede ser calificado de progresista. El perdón es progresar, caminar hacia adelante. Semejanzas con la prédica nacional norteamericana? Tal vez, pero la fe de Nichols no se conforma con el exiguo discurso a la "american way of life”; en cambio, reconoce en el hombre a un ser que se purga para llegar al paraíso, aún (o sobre todo?) si éste está en la tierra.

    En definitiva, el filme de Saulnier nos recuerda que el hombre está condenado, pero nos dice algo más: el hombre consumido por sus pasiones es un hombre muerto, sordo en una sinfonía de colores y matices, mudo en un mundo donde el perdón tiene la último palabra. En sentido contrario a Saulnier, Nichols nos muestra en su Shotgun Stories que el hombre, más que un objeto que irritar o neutralizar, es un sujeto capaz de conocer la bondad, la gracia: es un hombre, un hijo del amor.

    Matías García
    redacción Roma
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