Rostros
de John Cassavetes, Faces, 1968
Atendiendo a las palabras de McLuhan “El medio es el mensaje”, para llegar a la interpretación absoluta de cualquier teoría o precepto sólo habría que identificar qué vino primero, si éste o aquél. Teniendo en cuenta que la importancia del cine de John Cassavetes, y por extensión la de Rostros (Faces, 1968), reside en la “empatización” cambiante que hace sobre los diferentes puntos de vista de sus múltiples personajes: maridos, mujeres, amigos, amantes, amados y despreciados, todos ellos enfrentados a una exhaustiva, objetiva y casi documental comparación emocional, parece apropiado coincidir en que su obra no representa la belleza de la imagen o las formas (el medio) —no es un secreto que Cassavetes no era un maestro de la planificación ni destacaba por su impecable técnica—, sino la exploración anímica de cada individuo por separado (mensaje), y de su relevancia para con el resto. Ahí reside su genialidad, en lo que consigue atestiguar. De este modo, el título de la película, Rostros, representa perfectamente su contenido, una sucesión de primeros planos —primerísimos en muchas ocasiones— que se apoderan de la pantalla por medio de esas miradas desestabilizadoras del tempo e incluso de la fluidez de la propia acción, que queda comprometida y relegada a un apartado secundario en beneficio de ese ejercicio oculto de cinésica. Alejado de convencionalismos y clasicismos formales, este pionero del cine independiente estadounidense se recrea en la trascendencia de la interacción del sujeto (único) en el espacio. Su relación con el resto de protagonistas u objetos es también secundaria e indirecta; las acciones se realizan de forma individual, en planos separados y de manera axiomáticamente impulsiva, por lo que su vinculación será forzosamente alternativa y paralela. Así pues, nos encontramos ante un estudio de la complejidad emocional, algo que está patente de una u otra manera en toda su filmografía y que, pese a que el director recurre insistentemente a este desorden anti-romántico, el espectador parece más invitado y atraído a formar parte del desarrollo de los personajes en su soledad y alienación, que a verse envuelto en el caos, a menudo violento, que compone ese medio y, por ende, el mensaje.
Esta caótica trama nos sitúa en una voyeurista posición desde el comienzo, asistiendo a los secretos de alcoba —sin ningún tipo de censura dialéctica— de la clase media-alta estadounidense que, hasta entonces, siempre había sido mostrada con muchas reservas en cuanto a sus intimidades en la comedida edad de oro de Hollywood. Un periodo aurisecular que llegaba a su fin (todavía sin saberlo) y al que le salió un modesto sucesor indie, cuya simple premisa de “menos es más” ha tardado casi medio siglo en ser aceptada y valorada por sus compatriotas como se merece. La primera escena nos muestra el diálogo entre dos hombres y una mujer, una serie de banalidades que sirven de escueto contexto personal antes de pasar a la íntima introspección idiosincrática y al análisis de los desprecios y deseos más irrefrenables de sus impredecibles actores —impredecibles en cuanto a sus violentas reacciones y sus improvisadas acciones—, estilo que posteriormente sería imitado por los grandes realizadores norteamericanos, como puede apreciarse en la ópera prima de Martin Scorsese, ¿Quién llama a mi puerta? (Who's That Knocking at My Door?, 1967). La pérdida, la aceptación de la madurez y, sobre todo, el amor en su vertiente más pesimista y explícita serán los temas que interpretará este reparto coral liderado, como es habitual en Cassavetes, por la sensacional Gena Rowlands, único elemento discordante en la descarada iconoclastia del realizador. Película de carácter teatral donde se repiten los mismos escenarios y cuyos actos quedan marcados por el cambio de apartamento. Rodada en un blanco y negro muy contrastado en la espiritualmente omnipresente (aunque visualmente imperceptible) ciudad de Nueva York, y fotografiada en 16 mm (por supuesto) por el también actor, Al Ruban, incide en la asombrosa facilidad con la que las desgastadas relaciones pasan de la risa a los gritos debido a la falta de sorpresa y la indiferencia y antipatía por alguien a quien no se soporta, pero al que se necesita por el conformismo atávico de las clásicas relaciones en las que se confunde amor con aceptación y resignación, ergo, miedo a la soledad. Esta disconformidad, irritabilidad y, en última instancia, hostilidad, derivan en una honestidad brutal, producto del “no aguanto más”, causante de todos los enfrentamientos de una sociedad que no está acostumbrada a que se le diga la verdad a la cara.
Clásica y absurda lucha de sexos, originada por el propio acto sexual —o su deseo— que es presentada por medio de la completa falta de juicio y el comportamiento irracional del hombre en una involución a sus raíces más animales —demostración de fuerza incluida—, y la clara superioridad de la mujer en este aspecto, disfrutando del espectáculo en una preponderante posición ventajosa, mientras lo reta, y se divierte con su humillación en un desdeñoso acto vengativo y dominante por todo ese machismo que soporta a diario. Sin embargo ella, mujer de mediana edad, también saldrá perjudicada cuando saque a relucir su inexorable necesidad de sentirse deseada, acentuada tras un largo periodo de no ser objeto de cumplidos desinteresados y espontáneos. Por lo que tratará de despertar una pasión que se aleje de su ingrata realidad para lograr sentirse joven y atractiva una vez más, aunque sea por un instante, durante el beso robado a un amor inalcanzable. Ambos extremos analizan el humillante patetismo que será posteriormente justificado con cualquier excusa degradante una vez se haya recuperado el raciocinio, y que queda genialmente ejemplificado en la frase “hit and run”, o su traducción aproximada: lo digo por si cuela y me doy a la fuga: “Yo amo a mi marido”, tratando de recuperar un orgullo que jamás se vio tan gravemente herido.
Al final queda constante lo que todos sabíamos pero nadie supo reflejar con tanta precisión y rotundidad: La complejidad femenina frente a la simplicidad del hombre. Una vez más, medio y mensaje se unen —como dijo Marshall— gracias a un guion, escrito por el propio director, que muestra una serie de diálogos inconclusos y frases cortadas que sumisamente ceden la importancia a ese post-diálogo y su consecuente acción reflexiva individual. Una cruda soledad (interior) en la que se afrontan las malas decisiones con cuestionable entereza, palabras pronunciadas que quedan en el aire y, como un eco, resuenan en la mente a modo de recordatorio de un error irrevocable dada la imposibilidad de una disculpa que, por haber caído en desuso, ha perdido todo significado. Cassavetes da una patada a las Screwball Comedies con las que se había criado para ponerlas del revés y mostrar su propia realidad, donde no hay lugar para los finales felices. Algo que cambiaría con su siguiente filme, Así habla el amor (Minnie and Moskowitz, 1971), donde se reconcilia con su público más romántico y busca restaurar el optimismo arrebatado previamente. Aunque eso sí, mediante un uso de la violencia más manifiestamente abierto que en el resto de sus películas más pesimistas. Así era John, un romántico aleccionado, enamorado de la música, de Nueva York, y del jazz que desprendían sus calles, pero también escarmentado del concepto de amor verdadero o, al menos, de la perfecta fachada que nos habían vendido directores como George Cukor, Howard Hawks o Ernst Lubitsch; donde Una mujer para dos (Design for Living, 1933) no suponía un gran problema.
Alberto Sáez Villarino
Dublín (Irlanda)
Estados Unidos. 1968. Título original: Faces. Director: John Cassavetes. Guion: John Cassavetes. Productora: Continental. Fotografía: Al Ruban (Blanco y Negro) con la asistencia de Haskell Wexler. Música: Jack Ackerman. Montaje: Maurice McEndree, Al Ruban y John Cassavetes. Intérpretes: John Marley, Gena Rowlands, Lynn Carlin, Fred Draper, Seymour Cassel, Val Avery.