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    Crítica | Las dos caras de enero, de Patricia Highsmith

    Las dos caras de enero

    Surcos en el templo

    crítica de Las dos caras de enero | Two Faces of January, Patricia Highsmith, 2005 | Editorial Anagrama, 2014 |

    Mucho se ha escrito a lo largo de la historia sobre la perversidad. Muchos han sido también los artistas —literatos, poetas, cineastas, escultores, pintores— dispuestos a sumergirse en lo más hondo de la psique, allí donde la oscuridad es completa y nadie sabe quién será el próximo en caer, caer y caer. Pues la perversidad, a fin de cuentas, es un giro impredecible; un cruz casi inherente a la propia condición humana, y aparece con lento caminar, con ojeras que atan cordones y un frío tan desconcertante como febril. No es tanto banalidad lo que la sostiene, sino la reacción ante el sentimiento mismo que se adueña del incauto ejecutor, quizá un perfil a contraluz o una sombra que se alarga libre y subversivamente, para más tarde tocar piel y hueso. Es entonces cuando la huida muta en carrera de fondo sin medicina: sólo queda trotar en círculos en un paisaje que, aun impertérrito como piedra, se hunde por la dinámica del inmovilismo (¿quién es quién?, ¿quién vigila al hombre corruptible?). Aquí, un triángulo forzoso compuesto por un matrimonio y un joven buscavidas cuyo interés por esa rubia con vetas rojas, o no, según incida la luz en el momento, se presume motivo de fuertes dispuestas entre los dos hombres, predestinados a intercambiar miradas en cualquier monumento milenario y a encontrarse definitivamente en el primero de los muchos hoteles que frecuentarán por unos días vertiginosos, a caballo entre Grecia y Creta. Así es. O, mejor dicho, así lo ideó Patricia Highsmith. La escritora capital de la literatura de crimen. Alcance con enumerar tres títulos con ineludible aroma a fotograma: El talento de Mr. Ripley, El amigo americano y, por supuesto, Extraños en un tren, el debut en formato novela que consagró popularmente —tan sólo un año después de su publicación, en 1950, gracias a la película homónima de Alfred Hitchcock— a la narradora de Forth Worth, Texas; cuyo trajín familiar la llevaría a mudarse primero al mítico Greenwich Village de Nueva York junto a su madre, Mary Coates, y después al Barnard College de la Universidad de Columbia, donde ingresó para completar sus estudios de literatura, latín y griego, y se graduó —sin mucho oropel, se deduce en la biografía firmada por Joan Shenkar— ya en el cénit de la Segunda Guerra Mundial.

    Allí eclosionó un perturbador universo con tendencia a la impostura más elegante, dos mundos fronterizos (bondad, maldad) que revelan las pulsiones físicas y psicológicas comúnmente aceptadas, el anhelo de pertenencia a un estatus social que se consume a temperaturas impensables, purificadoras, catárticas, magnéticas, como petróleo en un horno siderúrgico; explotando ya el suspense (una etiqueta del marketing, según Highsmith) no como fuegos artificiales sobre las llamas del —nunca visible— trampantojo, más bien al contrario: sin artificio ni nudos inverosímiles; ocultando a la intemperie lo que estás leyendo y deduciendo también cada línea que dejas atrás. No hay antídoto. Y si bien Grecia, tal como se intuye en Las dos caras de enero, fue pintada de color blanco marfil y azul, el amarillo del sol cae a machete y los interiores se tornan cápsulas. Hay en la sintaxis de Highsmith una fría satisfacción que se funde por ósmosis con sus personajes moralmente dislocados. Un sentimiento temible, sine qua non, sí, la tensa calma siempre en suspensión: "Ansiaba llegar a la oscuridad que se abría a la vuelta de la esquina. Era una calle más oscura, menos importante. En la esquina aceleró el paso un poco (...) Al mismo tiempo no quería atraer la atención de nadie en ese lado de la manzana echando a correr. Rydal calculó doce pasos, unos cinco segundos, y luego se lanzo de cabeza horizontalmente a la parte posterior de un camión. Contuvo el aliento, con los ojos cerrados, esperando oír una voz". Sin duda, el deseo de pasar inadvertido a su propia debacle con pronóstico reservado. Ésta se adivina al comienzo, cuando Rydal Keener se decide a seguir a lo voyeur a Chester MacFarland y a su joven esposa, Colette. Justo cuando atraviesa el hall del Hotel King's Palace para darse de bruces con la perversidad y la codicia. "Tenía trece mil dólares en el bolsillo y era libre como sólo podía serlo una persona anónima de su tiempo (...) Durante esas pocas horas tendría libertad, la saborearía, la disfrutaría y no la olvidaría jamás. Era como estar suspendido en un elemento que realmente no existía en la tierra, el elemento en el que volaban los ángeles, o en el que se comunicaban, unos con otros, los espíritus".

    Fotograma promocional de Las dos caras de enero, la cinta debut del guionista Hossein Amini

    Tras leer párrafos así, a uno le cuesta más imaginarse a la escritora supuestamente huraña (imposible: su película favorita era Lo que el viento se llevó), misógina (revisen su colección de Pequeños cuentos misóginos, editados por Anagrama), hermética en el vis a vis, esto es, en entrevistas en las que no soltaba prenda. O respondía con monosílabos. Ahí reposa la columna que escribió Enrique Vila-Matas acerca de su encuentro con la estadounidense. Corría el año 1970, más o menos, y el catalán acudió al Hotel Colón de Barcelona no sin nerviosismo. En un momento de la entrevista, ante su propio bochorno como entrevistador y la pasividad de Highsmith, Vila-Matas se decidió a preguntarle si él se parecía a (Tom) Ripley. "No", respondió ella. "¿Por qué no?", insistió Vila-Matas. "Porque no". Glup. Chascarrillo irreal tras la realidad, o al contrario, lo único cierto es la maestría de Highsmith en tanto constructora de tramas y personajes trascendentes. Mitómanos sutiles, empresarios corruptos, mujeres vanidosas, artistas de la falsificación y defraudadores a gran escala componen en última instancia unos arquetipos más originales que la copia de la copia —bañada en whisky— que realmente constituyen sin apenas fisuras. Porque el triunfo de Highsmith reside en su alquimia, una suerte de concisión fastuosa que hilvana el mejor clasicismo.

    Juan José Ontiveros
    Redacción Madrid


    Las dos caras de enero
    Two Faces of January
    Autora: Patricia Highsmith
    Editorial Anagrama
    Traducción: Amalia Martín-Gamero
    Colección: Compactos
    Páginas: 304
    Precio: 9.90 €
    ISBN: 978-84-339-7746-5 
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