La canción del errante James
crítica de Jimmy’s Hall | Ken Loach, 2014
Decía Rust Cohle que no existe el perdón como acto voluntario, sino que es la corta memoria del ser humano lo que nos lleva a remitir la merecida deuda ante la ofensa recibida. Precisamente por ello, el nihilista y ateo protagonista de True Detective colgaba sobre su cama un crucifijo; no para rendirle pleitesía o como una frívola representación de su austeridad idiosincrásica, sino como recordatorio del sacrificio personal que marca su carácter. Y a base de sacrificio ha conseguido Irlanda mantenerse con vida en su corta historia como república independiente, donde no lo ha tenido nada fácil —salvo quizá, aquella fugaz etapa en la que fue conocida como “Celtic Tiger”, pese a que ésta no fue más que un espejismo pre-recesión—. Un pueblo dividido, a menudo por la propia iglesia, cuyas calles están inundadas de estatuas y placas conmemorativas que, como el crucifijo, recuerdan a sus habitantes el motivo de su lucha. Grandes personalidades como Jim Larkin, C.S. Parnell o James Gralton (protagonista de esta Jimmy’s Hall), han jugado el rol de mártir para escribir el curso de una historia que será recordada gracias, no sólo a sus protagonistas, sino también a sus historiadores. Y aquí es donde reside la gran importancia del cine de Ken Loach, un director que, como el detective Cohle, siempre ha permanecido fiel a sus principios sin importarle las críticas subyacentes.
Loach se retira —o eso ha anunciado— de la misma manera que empezó, retratando las injusticias que han sufrido los “working class heroes” en su intento de liberarse de las opresoras garras del capitalismo. No en balde, el propio realizador tuvo que enfrentarse en más de una ocasión a la Dama de Hierro y su thatcherismo económico —de ahí las polémicas declaraciones sobre la privatización de su entierro—. Como es habitual en él, Loach realiza un trabajo de investigación y desarrollo minucioso, su faceta de documentalista meticuloso le lleva a la exégesis irrefutable de unos acontecimientos que ilustra, eso sí, bajo una mirada partidista que se posiciona claramente en favor de la clase obrera en inferioridad de condiciones; esos que cuentan sus victorias (épicas por su relevancia) con los dedos de una mano. Así pues, el tono aleccionador de su narración puede resultar discursivo y monótono para un público muy acostumbrado al proxenetismo condescendiente de una cinematografía sin valores. Pero lejos de ofenderse ante las críticas, este veterano de los 35mm saca su más afilado sarcasmo para arremeter impertérrito contra aquellos que se interpusieron al avance de un país en desarrollo.
El Sinn Féin estaba dividido y Collins había caído por defender ese tratado que puso fin a una guerra y dio inicio a otra, convirtiéndose en el primer héroe nacional del frente republicano irlandés. Pero eso fue hace 10 años y ya quedó constancia en la sensacional El viento que agita la cebada (The Wind that Shakes the Barley, 2006). Estamos en 1930 y el conflicto armado ya ha terminado —al menos oficialmente— y para celebrarlo, Gralton, quiere bailar. No sólo bailar, también quiere cantar, recitar a Yeats y debatir los asuntos del estado, por ello tiene su club privado sin ánimo de lucro, Jimmy’s Hall. Un librepensador, en el sentido más literal de la palabra, en tanto que reflexiona sin dejarse llevar por ideas preconcebidas o instituciones dogmáticas. Pero ese tipo de logias propagandísticas no estaban bien vistas por aquel entonces, al contrario que las tan de moda francmasonerías, que disfrutaban de un completo apoyo político y eclesiástico (eso sí, previo pago). Sin embargo, y por la inercia opositora de quien nunca se ha dejado pisotear, este defensor y difusor de la conocida como literatura prohibida, no estaba dispuesto a que "The Wayfarer", poema de uno de los líderes del Alzamiento de Pascua, Pádraig Pearse, quedase sin ser leído. Viéndose por ello en medio de una caza de brujas conocida como “temor rojo” liderada por un sacerdote implacable —atención aquí a las conversaciones entre ambos protagonistas, ya que nos desvelarán la extenuante batalla verbal entre el que opina por medio del razonamiento y la fundamentación teórica, y el que lo hace con el aplomo dogmático de quien no necesita argumentos—. Sin embargo, antes de que la seriedad de esos coloquios se apodere de la trama, el cinismo del realizador saldrá irremediablemente a escena por medio de ese humor satírico que caracterizaba al Obispo Brennan de la genial serie de televisión, Father Ted, interpretado por el mismo actor (Jim Norton) que da vida al ultra conservador padre Sheridan. Paul Laverty es el principal culpable de que esta adaptación del drama Jimmy Gralton's Dancehall, de Donal O’Kelly, resulte tan punzantemente cómica, gracias a un estilema muy arraigado que juega con la comunicación entre los protagonistas, analizando la semántica oculta entre sus conversaciones y llevando su narración a un estudio de antropología lingüística, donde la palabra bailar representa un acto de diversión, socialización, o de protesta, dependiendo de la posición genealógica o generacional de quien lo plantee. Sin embargo, a estas alturas sería absurdo entrar en un debate sobre la política de autores ya que ambos, director y guionista, han demostrado una solvencia y compenetración sincrónica e intuitiva cuando trabajan como equipo, sin necesidad de discutir qué parte del mérito corresponde a quién.
Una alianza de casi 20 años que parece llegar a su fin por medio de este hombre errante —como el Aengus de Yeats— que pasó su vida buscando una quimera, un sueño inalcanzable que lo condenó al ostracismo político y a una privación absolutista de su libertad y sus derechos. Una carismática actuación del hasta ahora desconocido fuera de Irlanda, Barry Ward, que aporta al papel la fuerza necesaria mientras nos recuerda a una versión menos envilecida de su compatriota, el genial actor Aidan Guillen. Y nada mejor para reforzar la mencionada interpretación, que el acompañamiento musical llevado a cabo mediante los violines y flautas (tin whistle) característicos de la herencia musical que los celtas dejaron en ciudades como Carrick-on-Shannon, en el condado de Leitrim, de cuya belleza geográfica da buena cuenta la cámara de Robbie Ryan. Contrastando con ese entusiasmo auditivo y visual, queda un nostálgico mensaje de despedida que a su vez homenajea y ensalza la figura de un hombre que luchó por la libertad hasta el final, pese a haber sido desprovisto de la suya propia —¿Una última irreverencia autobiográfica quizá?—. | ★★★★★ |
Alberto Sáez Villarino
Dublín (Irlanda)
Reino Unido. 2014. Título original: Jimmy’s Hall. Director: Ken Loach. Guion: Paul Laverty (Basado en la obra de Donal O’Kelly). Productora: Coproducción Reino Unido-Irlanda-Francia. Fotografía: Robbie Ryan. Música: George Fenton. Intérpretes: Barry Ward, Simone Kirby, Andrew Scott, Jim Norton, Brian F. O'Byrne, Francis Magee, Karl Geary. Presentación Oficial: Cannes Film Festival 2014.