Recuerdos de infancias monstruosas
crítica de Mockingbird (4x07) | Game of Thrones (Temporada 4)
Este artículo contiene spoilers
HBO | EE.UU., 2014. Director: Alik Sakharov. Creador: David Benioff y D. B. Weiss. Guión: David Benioff y D. B. Weiss. Fotografía: Fabian Wagner BSC, Música: Ramin Djawadi. Diseño de producción: Deborah Riley. Dirección artística: Paul Ghirardani. Intérpretes: Peter Dinklage, Nicolaj Coster-Waldau, Lena Heady, Kit Harington, Emilia Clarke, Aidan Gillen, Carice Van Houten, Sophie Turner, Maisie Williams, John Bradley, Rory McCann, Gwendoline Christie, Jerome Flynn, Ian Glen.
El séptimo capítulo de Juego de tronos va a aglutinar los mejores diálogos de la temporada y alguno de los mejores de toda la serie, desde su arranque. Los guiones de esta obra televisiva de HBO vienen firmados por varios escritores, con cierta alternancia, y dentro de la excelencia lograda por todos ellos, despunta siempre la escritura de los creadores. Cuando Weiss y Benioff sujetan la pluma a dos manos y se encargan del libreto adaptado de un capítulo se nota la diferencia. Sus guiones están equilibrados y contienen diálogos que son pura orfebrería de la palabra, llenos de frases contundentes y expansivas en la reflexión, líneas de texto que cuelgan aquí y allá para que personaje y actor se agarren a ellas, trepen y se eleven en todo momento, y para que el espectador las use a modo de lianas y se columpie con disfrute de una escena a otra, con una exclamación más propia de Stendhal que de Tarzán. Si a estos guiones le añadimos los mejores escenarios donde lucir, envoltorios visuales superlativos, sean decorados interiores o paisajes naturales, tenemos un episodio como el que nos ocupa.
Tyrion protagoniza hasta tres secuencias sin salir de su celda, conversaciones en encuentros con Jaime, Bronn y Oberyn, todas significantes y a cuál mejor. Con su hermano comentará el inesperado desenlace del juicio, fantaseará con la idea de desprestigiar un apellido compartido y no elegido al que ninguno de los dos guarda ya demasiada estima, y finalmente averiguará con amarga sorpresa que el Matarreyes no luchará por él en el juicio por combate. En su búsqueda de un paladín, al enano solo le queda la opción de Bronn, pero desde el primer instante que vemos al carismático personaje poner un pie en la celda, tanto el condenado como nosotros anticipamos la respuesta final. El ex mercenario ha cambiado de vida y pone límites a la amistad por propia supervivencia; tampoco peleará en nombre de Tyrion. No esta vez. La conversación no tiene desperdicio y se vuelve emotiva en su final, cuando ambos se retratan mutuamente a través de la falsa ofensa y la socarronería, camuflando así el cumplido y el aprecio, algo muy recurrido entre hombres, especialmente si atesoran una verdadera amistad. “Tuvimos buenos días juntos”, dice Bronn para encauzar la despedida, y nosotros podemos dar fe de ello. Hemos disfrutado siendo testigos de esa química entre los dos personajes que se ha mantenido en toda escena compartida. Comprendemos que a Tyrion le cueste soltarle la mano tras estrechársela, y que su amigo le dé una palmadita cariñosa y casi entrañable en los nudillos para conseguir liberarla. El menor de los Lannister enfrenta un segundo adiós entre rejas y es desgraciadamente consciente de que se queda realmente solo. El último plano de la secuencia lo muestra detenido en esa soledad, centrado detrás de unos barrotes sentenciosos. Lo que Tyrion desconoce y le habría servido de consuelo es aquello que se pronuncia en Farewell my concubine: “Por mucho que uno se esfuerce, solo encuentra lo que busca por casualidad”.
Cersei, sin embargo, no cree en las casualidades. Por eso ha elegido a Ser Gregor Clegane para que le represente en combate, sin duda el peor rival posible en un duelo cuerpo a cuerpo. El brutal luchador se entrena destripando a pobres desgraciados, carne de espadón. Cersei ni se inmuta cuando pasa por encima de las entrañas desparramadas por el suelo para llegar hasta la mole. Los dos personajes quedan encuadrados entonces en un contrapicado cargado de intención, ya que el plano agiganta aún más si cabe al mayor de los Clegane. Con la perspectiva, su imponente figura sobrepasa el alto muro a su espalda y se queda cerca del sol. Acertada la ubicación de cámara, una vez más. Al fin y al cabo, una Montaña se contempla desde abajo. A sus pies. A Daenerys la contemplaríamos desde abajo, desde arriba y desde cualquier lado durante una agradecida y efímera eternidad, y siempre a sus pies, por supuesto. Algo similar debe pensar Daario Naharis, a quien su insistente cortejo termina dándole fruto. Tras colarse en los aposentos privados de la reina de la Bahía de los Esclavos, unas estancias de arquitectura y diseño espectaculares (en la línea de cualquier escenario perteneciente a la Gran Pirámide de Meereen), el líder mercenario va a tener la oportunidad de demostrar uno de sus dos talentos personales. Pero el control absoluto de la escena lo tiene la Rompedora de cadenas. Lejos quedan los días donde la Khaleesi se ejercitaba en las prácticas amorosas para agradar a su Khal y hallar el placer propio. Ahora la agradan a ella, y es todo un privilegio. Cada vez se antoja más sensual, más astuta. Más astutamente sensual, más sensualmente astuta. Y para muestra el vestido que luce tras pasar la noche con Daario, reflejo de la confianza y el bienestar conquistado entre sábanas. Ni el vestido ni las circunstancias pasan desapercibidos a ojos de Jorah Mormont, su más fiel consejero. Daenerys va a escucharle, va a moldear sus celos y va a equilibrar una rivalidad que le interesa mantener compensada. Lo dicho, astutamente sensual, sensualmente astuta.
Daenerys no es la única que ha madurado y aprendido en el camino; Arya Stark también lo ha hecho, aunque en otros términos. Ha ganado frialdad, la capacidad de ver las cosas tal y como son, despojándolas de cualquier sentido romántico, sin inocencia o lástima. Incluso exhibe templanza y sabiduría. Todo ello se evidencia cuando la chica mantiene una conversación de espontánea profundidad y filosofía con un moribundo, y se remarca en el instante concreto en el que El Perro le ahorra sufrimiento al hombre con una puñalada certera al corazón y ella ni pestañea. Solo aprende, como dejará patente poco después, al dar una estocada de Aguja allí donde se le ha enseñado, sobre el mismo cuerpo en el que acaba limpiando el doble filo de su hoja de acero, imitación continuada de su captor. La víctima es un viejo conocido que ha tenido la nefasta ocurrencia de tratar de ganarse las cien monedas de plata que ofrece la corona por la cabeza de Sandor Clegane. El personaje corre la misma suerte que su compañero e inexperto cazarrecompensas, desnucado segundos antes mientras iniciaba el ataque. Un ataque que, sin llegar a culminarse, va a dejar huella en forma de fea dentellada en el cuello de El Perro. Esto va a dar pie a una segunda escena protagonizada por la pareja Clegane – Arya, la cual tiene ya más de simbiótica que de extraña o improbable. En dicha escena, El Perro desnuda su pasado, sus traumas y sus miedos prendidos en una infancia monstruosa. Revela sus debilidades interiores y exteriores, hasta el punto de parecer una persona distinta, desconocida para el espectador. El plano elegido vuelve a responder claramente a un fin. El Perro aparece en pantalla con su perfil bueno, la quemadura de su rostro oculta, sin armadura por primera vez, herido en el cuello y con la mirada apaleada y los hombros derrotados por el recuerdo. La chica cautiva, aquella que no mucho tiempo atrás quería aplastarle el cráneo con una piedra mientras dormía, se compadece y se preocupa ahora por él, ofreciéndole sus cuidados. La pareja se deja llevar por la inercia del cambio. Nos da el convencimiento de que los enemigos fieles terminan pareciéndose, porque nada une más que el odio. Se acerca la auténtica catarsis.
Si la infancia de Sandor Clegane fue dura, la de Tyrion no debió serlo menos. El enano fue enjuiciado y culpado por monstruo y asesino desde su mismísimo nacimiento, un parto que iba a acabar con la vida de su madre. Este hecho iba a resultar imperdonable para su hermana Cersei, quien ya cultivaba su odio siendo una cría y le hacía sufrir vejaciones a Tyrion incluso en la cuna. Él se entera de ello por boca de la Víbora Roja, tercer y último visitante que pasa por su celda en el trascurso del episodio. El príncipe de Dorne le cuenta una historia anecdótica de su niñez que pone de manifiesto los terribles y tempranos sentimientos de Cersei hacia su hermano pequeño. A Tyrion se le humedecen los ojos con lágrimas caducas pero evita el desborde, retorciendo el gesto y anudando fuerte la voluntad. Y al final del encuentro no le será más fácil contener la emoción, en este caso el alivio y la alegría. Justo antes y justo después de que Oberyn Martell pronuncie con solemnidad y determinación las palabras “Yo seré tu campeón”, el enano descubre que no hay carga más pesada que el silencio, ni nada más liviano que un suspiro, y que igualmente debe aprender a soportar el peso de ambos. Se cierra así una secuencia de diálogo magistral, tanto por guión como por emociones e interpretaciones, puesto que Peter Dinklage y Pedro Pascal están magníficos y sobrecogedores en cada instante de la conversación. Para el que escribe, el mejor diálogo de lo que llevamos de temporada y puede que el segundo mejor de toda la serie, solo por detrás de aquellas crudas confesiones que intercambiaron el rey Robert Baratheon y la reina Cersei sentados a una mesa con vino.
El capítulo concluye en el Nido de Águilas, sin que los personajes dejen de rememorar sus infancias o juventudes, siempre trágicamente lejanas. Sansa ve nevar en un patio interior del castillo y la belleza blanca del escenario le retrae a Invernalia. Por su parte, Lord Baelish recordará de nuevo su amor enquistado e imperecedero por la difunta Catelyn Stark, la madre de la chica a quien besa bajo espionaje de su reciente esposa y Señora del Valle. Los celos, el dolor y el desquicie llevan a Lysa a amenazar la vida de su sobrina. Ocurre en la sala del trono, ese precioso decorado en azules con la Puerta de la Luna en medio, un detalle este de lo más ocurrente y original por parte del autor de la saga literaria. Tras nuevos planos contrapicados que parecen decir aquello de “si miras al vacío, el vacío te devuelve la mirada”, Lysa arrodilla a Sansa, la sujeta por su cabello rojizo y la asoma a la perdición, todo entre gritos. Es Meñique el que aparece al rescate de la Stark. Cuando consigue que la Señora del Valle, su mejor marioneta, se calme mínimamente y suelte a Sansa, llega hasta ella y… Las cosas que hace por amor. Con solo dos palabras crueles, Lord Baelish la estampa contra la dura realidad, tras una caída larga como una vida de ilusión y engaño cuyo golpe final acaba siendo más duro y violento que el que puede brindar un suelo de piedra. Para Lysa, el final de su vuelo en picado puede ser hasta un alivio. Porque en caída libre, una mujer puede morir por dentro antes de tocar tierra, dándole razón en cierto sentido a las geniales palabras de su asesino amado, pronunciadas poco antes en compañía de otra mujer más deseada: “Pueden pasar muchas cosas entre ahora y nunca”. | ★★★★★ |
Parábola Durden
redacción Más allá del Muro